El primer vikingo que llegó a Islandia para quedarse se llamaba Ingólfur Arnarson. Se lo considera el padre fundador de Reikiavik. Según cuenta la historia, para elegir el punto exacto en el que establecerse, Arnarson utilizó un método que era común entre los nórdicos de la época: lanzar al agua los pilares de su trono desde el barco y montar el asentamiento allí donde la corriente los arrastrara. Quiso el destino que los trajera hasta aquí, hasta la ensenada de Reikiavik, cuyo nombre significa "bahía humeante". El hecho se describe en el Landnámabók, el manuscrito medieval que relata la historia de las primeras colonizaciones nórdicas en Islandia entre los siglos IX y X. Antes que ellos, muy pocos –sólo monjes irlandeses en el siglo VI– habían pisado esta tierra indómita.
Las mujeres ocupan, ya desde esos tiempos, un lugar especial. Los historiadores defienden que las vikingas tenían más derechos y libertades que otras mujeres de su época, pero que –a diferencia de lo que vemos en series de ficción como Vikings– muy raras veces acompañaban a los hombres a las expediciones y mucho menos a las batallas. Sabían utilizar las armas para defender el hogar, estaban a cargo de la economía o de la cultura, y podían divorciarse.
Las islandesas siempre han ido un paso adelante en cuestiones de género. En 1980, Islandia se convirtió en la primera democracia en elegir a una presidenta de Estado, Vigdís Finnbogadóttir, y en 2009 Jóhanna Sigurdardóttir se erigió como la primera cabeza de Estado lesbiana del mundo. Desde 2017, la joven Katrín Jakobsdóttir es primera ministra. En 2020 y por 12º año consecutivo, Islandia ocupa la primera posición sobre 153 países en el Índice Global de la Brecha de Género del Foro Económico Mundial.
En viaje
Desde la bahía de Reikiavik emprendemos nuestro viaje. Nos encomendamos a los dioses vikingos frente a la escultura el Viajero del Sol –que simboliza ese tan humano anhelo por explorar nuevos territorios– y ponemos rumbo al oeste. Pocos kilómetros más allá, el Parque Nacional de Thingvellir tiene una belleza extraña, casi mística. Es un paisaje desgarrado entre crestas rocosas con un profundo significado para los isleños, pues este fue el enclave estratégico escogido por los vikingos para celebrar sus asambleas.
Aquí se gestó el primer parlamento del mundo: el Althing. Todos los clanes islandeses estaban llamados a las reuniones que se llevaban a cabo una vez al año y en las que se dirimían disputas de honor, conflictos territoriales, cuestiones de familia o religión y, lo que es más importante, se aprobaron las leyes que rigieron la nación hasta 1262, cuando a la corona noruega se anexionó Islandia. Luego pasó a manos de Dinamarca, y recién fue república independiente ¡en 1944!
La Laguna Azul
Y si los islandeses del pasado se congregaban en Thingvellir, los del presente lo hacen un poco más al sur, en la Blue Lagoon. Metidos hasta el cuello en templadas aguas turquesas y embadurnados en lodos blancos, este es sólo uno de los 800 manantiales de aguas termales que hay en el país. De hecho, en Islandia, el 85% de la energía primaria (y el 100% de la energía eléctrica) proviene de fuentes renovables, como la geotermal que calienta estas aguas. Domesticar el entorno salvaje tiene, no obstante, un costo en impacto paisajístico. En el área de la Blue Lagoon, por ejemplo, es lamentable la presencia de chimeneas.
Volvemos sobre nuestros pasos hasta las afueras de Reikiavik para tomar la carretera de circunvalación, la número 1, la única vía que da la vuelta al país sin necesidad (ni posibilidades) de que una número 2 exista jamás. Su orografía es demasiado compleja para ello. Avanzamos en solitario por una tierra monótona, de tonos ocres y negros, que no está muerta, sino recién nacida. La visión sobrecoge: mucho de lo que vemos hace muy poco estaba en las entrañas del planeta. Islandia, en su relativamente breve territorio, cuenta con 30 volcanes activos que producen una erupción cada cuatro años aproximadamente. Es una buena declaración de intenciones.
Vik
Seguimos por la ruta 1. El verde gana terreno sobre el negro y las praderas se apoderan del horizonte. Podríamos decir que en la radio suena Björk o Sigur Rós –sería muy apropiado–, pero la realidad es que la señal nos devuelve otra música, la del idioma íslenska relatando (suponemos) las noticias. Las cascadas se deslizan por soberbias paredes rocosas. Tienen nombres impronunciables como Seljalandsfoss o Skógafoss. Nos detenemos para empaparnos de la magia de estas gigantes líquidas, evocamos aquellos primeros vikingos que creyeron ver a sus dioses en ellas y nos asombramos con la fuerza del agua, ese elemento que en el sur de Islandia es el bien turístico más preciado.
Y llegamos a Vik, el pueblo más meridional del país, cuyo topónimo en lengua vikinga significa "bahía". Hace pocos años, Vik era poco más que un puñado de granjas, un escueto asentamiento en el que muy probablemente las aves marinas superaran a los humanos en número. Pero la explosión de turismo que ha experimentado la isla en la última década ha convertido la población en un punto estratégico intermedio para quienes llegan desde la capital y van, como nosotros, al Vatnajökull National Park. Así, por suerte (o por desgracia), para los visitantes, la aldea de hoy cuenta con muy buena infraestructura de servicios.
La belleza del entorno de Vik es imbatible. Aquí, el mar rompe con furia sobre la arena negra de la playa de Reynisfjara, siempre vigilada por un soberbio arco de roca tallado por la erosión del mar. Sobre él y sobre sus vecinos pináculos pétreos, anidan los cormoranes, los charranes árticos y otras aves marinas, como los simpáticos frailecillos, que son uno de los símbolos del país. La playa basáltica en cuestión –como tantos otros lugares en Islandia– fue escenario de rodaje de la popular serie Game of Thrones, algo que, cabe decir, también ha contribuido al incremento del turismo en este rincón del mapa.
Landmannalaugar
Al dejar atrás Vik y sus verdes prados, aparecen aquí y allá algunos caballos. Y nos acordamos de la película islandesa Historia de caballos y hombres, claro. ¿Cómo será la vida en esas granjas?, nos preguntamos.
Finalmente, abandonamos la ruta 1 para dirigirnos a la singular Landmannalaugar, un área termal dentro de la Reserva Natural Fjallabak, que es base de conocidos trekkings. El paisaje se vuelve hostil otra vez. Fumarolas, manantiales termales, flujos de lava sólidos, montañas de riolita y una tierra áspera donde son posibles todos los tonos del ocre aparecen antes nosotros.
Landmannalaugar está en el top of mind entre los senderistas del mundo. Al menos lo es el trekking de 54 km que atraviesa esos páramos propios del vulcanismo ácido donde el suelo burbujea, echa vapor y cambia de color a cada paso. La ruta puede hacerse cómodamente en cuatro días durmiendo en refugios y zonas de acampe y, si las fuerzas acompañan, continuar el camino un día más para culminar la gesta gloriosamente frente a la cascada de Skógafoss.
Pero nuestro tiempo es finito y debemos volver a la carretera 1. Mientras conducimos de regreso –en la radio sigue sin sonar ese Vor í Vaglaskógi del grupo islandés Kaleo que ahora le vendría tan bien al paisaje– no olvidamos que estamos muy cerca de las auténticas fauces ardientes de Islandia. A un lado se erige el volcán Hekla, considerado la puerta de los infiernos durante la Edad Media y cuyos tentáculos de lava petrificada se irradian desde aquí para alcanzar todos los puntos de la isla. De la otra parte, otro gigante de fuego, aún más temible, el Laki, que protagonizó una de las erupciones más mortíferas que Europa recuerda. Fue en 1783 y se conocen bien sus detalles por la crónica que dejó escrita el reverendo local Jon Steingrimsson, quien fue testigo de los hechos. En el momento álgido de su actuación, el Laki llegó a abrir dos imponentes fisuras de 25 km de largo de las que brotaron 114 cráteres. La devastadora erupción mató al 25% de la población de Islandia –directa o indirectamente, ya sea por enfermedades o hambruna después del desastre– y al 75% de todo el ganado. Las cenizas del volcán cubrieron la isla por completo y llegaron hasta Inglaterra, Francia y Alemania.
Vatnajökull
Fuera de la ruta principal, los caminos son de ripio, lo que nos obliga a circular a muy baja velocidad. Eso favorece que podamos fijarnos en todos y cada uno de los matices de un terreno que en algunos puntos está absolutamente tapizado por el musgo. Finalmente, ante nosotros aparecen los primeros perfiles congelados del Parque Nacional de Skaftafell. Es el hogar del temible Vatnajökull, un megaglaciar cuyas dimensiones sólo son comparables a las de los que se encuentran en Groenlandia o en la Antártida. El grandioso Vatnajökull, que con su panoplia de pliegues, cuevas, grietas y todas las formas posibles del hielo suma más de 8.400 m2, no merece una excursión sino muchas. Y a ello nos lanzamos con crampones y piolet.
Ante la inmensidad de sus frentes glaciales, e igual que nos sucedió bajo la cascada de Skógafoss, otra vez nos invade esa enajenación viajera, esas ganas de ser nómades, de montar una tienda de campaña en cualquier parte para dormir abrazados por esa eterna luz crepuscular que ilumina las noches del verano islandés. Allí mismo, frente a la laguna de Jökulsárlón plantaríamos nuestra casa improvisada, para quedarnos a ver cómo cambian los tonos de la luz y las formas de esos témpanos en permanente letanía. Desde la laguna, los bloques congelados se vierten por un corto río hacia el mar. Y, unos metros más abajo, aquellos pedazos de hielo que se soltaron del Vatnajökull, tras un viaje que duró millones de años, brillan sobre la arena negra de la playa como si de un puñado de diamantes se tratara.
El Skaftafell también alberga otro de los atractivos emblemáticos de la isla: la Svartifoss, un delgado hilo de agua que cae por un anfiteatro de hexágonos basálticos negros (de ahí su nombre, que significa "cascada negra"). Hay quienes prefieren ver el órgano de una catedral… Como sea, es asombroso.
Reikiavik
Tras un par de semanas perdidos en este país en el que Julio Verne situó la puerta de entrada de su Viaje al centro de la Tierra desandamos el camino para regresar a Reikiavik. Lo hacemos por las carreteras secundarias, las de ripio, que nos conducen a otra buena colección de paisajes insólitos donde las granjas se techan con pasto y donde el suelo escupe columnas de agua con la fuerza de un reactor. Reikiavik es nuestra última escala, el contrapunto urbano a esa naturaleza virgen que en la capital no nos abandona del todo.
Desde el centro de la ciudad se puede atisbar la amenazante silueta del Snaefell, que está allí para que nadie olvide que es este un país de volcanes. Entre el muelle y la arquitectura retro-futurista de la iglesia Hallgrímskirkja –cuyos perfiles se inspiraron en las columnas de basalto de Svartifoss– se extiende todo un esqueleto de calles con casitas multicolores que albergan un universo de cafés hipsters y boutiques de diseño islandés.
Realizamos unas últimas compras antes de regresar al lugar donde todo comenzó: la escultura del Viajero del sol. Nos sentamos a su vera y dejamos que en el teléfono móvil suenen por fin los inconfundibles acordes de Sigur Rós y sus letras en íslenska, ese idioma que no dista tanto del que una vez hablaron los vikingos.