Desde el noroeste de la provincia de Córdoba, Carlos Fader recuerda a su abuelo, el paisajista Fernando Fader. Además, comparte los detalles de la recuperación del pueblo que le dio veinte años de vida al pintor, a pesar de la tuberculosis.
Cuando era chico, Carlos Fader cabalgaba desde Loza Corral, donde vivía con su madre y hermanos, al pueblo vecino de Ischilín. Ahí esperaba el polaco grandote y buenazo que atendía el almacén. Después de cumplir con la lista de compras, el nieto del pintor esperaba la yapa, ansioso y silente: unas galletitas con forma de animales, suaves como ninguna. Setenta años después, la anécdota le humedece los ojos.
En el medio, Fader fue un policía con una condena a muerte del ERP y se acostumbró a ver luces inexplicables durante las noches heladas de la sierra. Un día decidió mirar atrás. Por una mezcla de desidia y la acción corrosiva de un caudillo local, Ischilín estaba casi destruido.
En 1997, con el villano muerto, Carlos decidió torcer el destino. La herencia de su abuelo le había pasado de costado: la provincia expropió casa y obra cuando él era chico. "Pero pobre no es el que menos tiene, sino el que menos necesita", se consuela ahora, bajo la sombra del algarrobo centenario que organiza las miradas en la plaza del pueblo.
Compró el almacén de ramos generales, la escuela y cinco ranchos, y los restauró para hacer museos temáticos. "Era una deuda conmigo mismo", asegura sobre el proceso que terminó en 2018. Un homenaje al abuelo, que había llegado al norte de la provincia con una enfermedad pulmonar que anticipaba una sobrevida de apenas seis meses. El aire serrano terminaría dándole 20 años.
"Lo más difícil fueron los vecinos –retoma Carlos–: el criollo se consideraba invadido". Aseguró al vendedor de canastos, a la cocinera de tortillas y al productor de miel que recuperarían sus trabajos. Inventó la Fiesta de las Dulzuras Criollas, donde cada uno llevaba lo suyo, y el pueblo se puso de pie. Feliz con la buena acción, terminó de vender todo hace algunos años.
Entonces se volvió a las afueras de Villa Allende, dónde tiene La Querencia, que es su casa, pero además un centro cultural, galería de arte y anfiteatro. En Ischilín, la posada La Rosada–el antiguo almacén de ramos generales– que manejaba, quedó en manos de nuevos dueños.
Aunque los edificios ya no están abiertos al público, luce satisfecho. Todo sigue al alcance de la mano: la pulpería que conserva mostrador y rejas originales; la estafeta con el letrero de la Caja Nacional de Ahorro Postal; la escuela proyectada por los jesuitas y levantada por los indios, con las puertas bajas para que el indio –fuerte arriba del caballo– rindiera culto al agacharse.
La correlación de fuerzas se explicita en la iglesia Nuestra Señora del Rosario, monumento histórico nacional (1736) en cuya nave se encontraron objetos valuados en un millón de dólares: un misal con dibujos dorados y dos candelabros de plata con incrustaciones de piedra. Al dejar Ischilín, el impacto del viaje en el tiempo sigue ahí.