La tierra del fuego aborda, en clave de ficción, la historia de un yámana que viajó a Londres a bordo del Beagle
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Volví y me encerré en la casa. Leí otra vez lo que ahora traduzco:
… siendo usted un testigo privilegiado y directo de los hechos, desearíamos que realizara una noticia completa de aquel viaje y del posterior destino del desdichado indígena que participó liderando la matanza por la que ha sido juzgado en las Islas.
La carta generaba en mí un malestar creciente. ¿Cuál era la versión requerida del “desdichado indígena”, de aquel hombre llamado Jemmy Button por los ingleses pero cuyo verdadero nombre, su nombre yámana, casi nadie supo? ¿El indio de galera y pómulos relucientes bajo la galera, vestido de levita, especie de cochero achaparrado y grotesco, un Button sumiso y sonriente echando monedas al aires sobre los mugrientos adoquines de Londres? ¿O el salvaje de Cabo de Hornos, desnudo bajo la llovizna helada, con su cuerpo pestilente de grasa de foca, la crencha informe y la cara embadurnada de negro? O, por fin, el hombre avejentado y sereno que volví a ver años después en el banco de los acusados en el juicio en las Islas, cuyos ojos impávidos en las hundidas cuencas miraron por última vez a los blancos, a los hombres venidos del este. Había sido sí un curioso destino el de Jemmy Button desde que el Capitán lo tomó como rehén a cambio de unos botones de nácar, pero no había habido “posterior destino” para el “desdichado indígena”. [...]
La carta actúa en mí como una especie de veneno, como aquel brebaje de las Islas Fidji que ponía pasmosamente ante los ojos imágenes de una fijeza alucinatoria de las que no se podía despertar o salir o huir. Ya era noche cerrada, entré en la casa, encendí la lámpara y las velas, me serví una copa de vino, dispuse sobre la mesa la pluma y la tinta y escribí lo que copio: Muy señores míos: su carta llega a mis manos cinco meses después de ser fechada en Londres. No sé cuál será el destino de la mía ni en qué forma puedo ayudarlos con los hechos que se me pide les narre. Hechos tan lejanos en el tiempo que no sé si sabré cabalmente referírselos…
Esas líneas, en una hoja aparte, son el único intento formal de contestar su carta, míster MacDowell o MacDowness.
Lo primero que acude es el fuego perforando la noche más oscura del planeta, fuegos devorados por las ráfagas desatadas del viento que dejaban mudo de expectación y temor al que miraba desde la borda.
Entre los 64 y los 70 grados de longitud oeste del meridiano de Greenwich y los paralelos 52 y 56 de latitud sur, se extiende el último fragmento de América del Sur; la Tierra del Fuego, la Terra Incognita Australis, abierta, desgajada en islas y canales interminables de modo tal que si un hombre se plantara en la costa norte del estrecho de Magallanes mirando al sur, tendría ante sí, en línea recta y a unas pocas millas, el punto extremo de este conjunto, las islas más australes del continente, el Cabo de Hornos, donde se juntan furiosamente los océanos; hacia atrás, el hombre cargaría sobre sus espaldas las Américas del Sur, Central y del Norte con sus trópicos, su ecuador, con todos sus ríos, selvas y montañas, hasta Alaska.
Pero plantado aquí, en este hemisferio, al borde del estrecho, si el hombre alzara su cara al cielo, podría ver sobre su cabeza la legendaria belleza de la Cruz del Sur, joya inapreciable de los navegantes del norte, y luego, si el hombre abriera los brazos en actitud mimética con la constelación que ha mirado, si los abre en toda su anchura, su mano izquierda señalaría la embocadura del estrecho por el que tanto penaron los asustados y perdidos españoles, las costas a las que Pigafetta nombró como la tierra de los fuegos, por la cadena rojiza de las fogatas con las que los habitantes del país se avisaban del paso de extraños y enormes seres combados y arbolados que iban por el agua pero que no eran ballenas.
Doscientas millas más abajo, las veladuras de la niebla se abren y cae la lluvia sobre las últimas islas, el viento sin fin levanta olas gigantescas y heladas, la espuma vuela en todas direcciones.
A su vez, su mano derecha extendida señalará las montañas del oeste, la cordillera que, bajando desde el norte, se hunde y emerge en la isla grande para recorrerla en sentido oblicuo, como el último tramo de la cola negra y quemada de un dragón cuya punta rocosa sale por última vez en la isla de los Estados y que subiendo otra vez hacia el norte, erizando su colosal espinazo por distintos climas, hace torsión a la altura de las paletas para avorazarse sobre el mar Caribe en las verdes desembocaduras del Orinoco. Pero aquí, el hombre plantado sobre el estrecho, por encima de la cola del dragón, más al sur de las planicies y los picos magallánicos, mas allá de las montañas azules y espectrales donde los hombres venidos del este soñaron el valle encantado de los inmortales, la Ciudad dorada de los Césares, el hombre miraría obstinadamente el Sur, en línea recta, hacia el Cabo de Hornos.
Doscientas millas más abajo, las veladuras de la niebla se abren y cae la lluvia sobre las últimas islas, el viento sin fin levanta olas gigantescas y heladas, la espuma vuela en todas direcciones. El Cabo de Hornos, lugar de barcos naufragados, donde los marinos, agobiados por el triste prestigio de ese punto en el que los océanos convergen como si lucharan, y por la idea obsesiva de perderse en el laberinto de islas y canales envueltos en eterna bruma, creían escuchar el quejido de los ahogados, el susurro de los náufragos muertos hace siglos que parecían llamar, pedir auxilio desde las costas sombrías. La visión aterradora, una mañana, de una vela rígida, envuelta en hielos, a la que los marinos nos pusimos a golpear como si se tratara de deshacer un mal presagio.
Es más, lo que acude no es lo que más tarde supe y vi de aquellos lugares, sus pequeñas y serenas bahías sobre las que se inclinan árboles rojos y en las que los fuegos se reflejaban como estrellas, sino mi primera y engañosa impresión de marino novato. Acude, ante todo, esta escena inmóvil: un grupo de hombres ateridos, en cubierta, bajo la llovizna, y entre ellos el Capitán, atento a los mínimos vestigios de la costa y sus fuegos, sabiendo –como yo lo sé ahora– en el fondo del corazón que ese anhelo inexplicable, mezcla de temor y determinación, nacía de la conciencia, del orgullo o de la culpa de estar bordeando los secretos límites del mundo.
Yo tenía dieciocho años y también estaba allí. En el mismo lugar por donde navegó John Byron, abuelo del célebre poeta, quien fundó el primer asentamiento inglés en las Islas a las que otro inglés había llamado Falkland, sin importarle el tratado secular. Las Islas que Anson, hace más de un siglo, vio como la clave de los mares del sur, las islas que el Capitán relevó según expresas instrucciones del almirantazgo. Pero, sobre todo para mí, esta noche, las Islas donde treinta años más tarde vería, clandestinamente y por última vez, a Jemmy Button, donde me despedí para siempre de su inescrutable cara yámana.
Fragmento de La tierra del fuego, de Sylvia Iparraguirre (Alfaguara)