Luciano Bernacchi es argentino, y vive en El Calafate. En el invierno local trabaja como tour leader de cruceros por el Ártico. Este es el relato de su travesía desde Noruega hasta Alaska, con asistencia de un rompehielos canadiense que permitió que se concretara el viaje.
El viaje del Atlántico al Pacífico por el laberinto de islas, canales y hielos del norte de Canadá tiene un nombre, que durante siglos fue un mito: Northwest Passage.
Hacia el año 1570, los británicos comenzaron a intentar llegar a Oriente por esa ruta, prescindiendo del Cabo de Hornos y del Cabo de Buena Esperanza, que estaban controlados por las armadas española y portuguesa. Estas tempranas misiones ayudaron a cimentar el conocimiento geográfico de la región e hicieron contacto con los habitantes originarios, los inuit. Martin Frobisher y John Davis descubrieron el Estrecho de Hudson. En 1610, la bahía completa fue navegada por Henry Hudson –que le dio su nombre–, mientras que las incursiones de William Baffin y Luke Foxe dejaron su nombre en una isla y un canal, respectivamente.
Pasaron los años y, en el siglo XVIII, el mapa geopolítico era otro. La península ibérica ya no gobernaba las rutas del sur, el Reino Unido dominaba la India, la conexión de Europa con Oriente podía hacerse por tierra, tras la caída del Imperio otomano, pero el interés de la corona británica por conquistar el Pasaje del Noroeste seguía intacto.
Tenían, después de las guerras napoleónicas, una Armada vigorosa que se lanzó a explorar el Ártico, y también la Antártida. Los desafíos de estas expediciones eran enormes: clima riguroso, falta de cartografía fidedigna y barcos no aptos para maniobrar en lugares con tanto hielo fueron algunos de los inconvenientes que John Ross, John Barrow, W. Edward Parry y James Clark Ross tuvieron que sortear. Cada fracaso traía, sin embargo, pequeños avances. Mejoraban las cartas marinas y, a medida que iban tomando contacto con los inuit durante los largos períodos en los que el hielo no dejaba que los barcos se movieran, obtenían más información sobre ese territorio salvaje.
El navegante más conocido fue sir John Franklin. Durante su tercera expedición al Ártico, entre 1845 y 1848, desapareció junto a sus dos barcos y sus 129 hombres.
Hubo que esperar al siglo XX para que la hazaña del gran explorador polar noruego Roald Amundsen se concretara por fin. Inspirado por las historias de Franklin, el noruego se sintió atraído por el enigmático pasaje. Todas las incursiones previas que los británicos habían hecho habían sido con embarcaciones pesadas y numerosos hombres. Amundsen eligió otro camino; un solo barco –el Gjøa, un pequeño sloop pesquero de arenques– y sólo cinco hombres. En 1906 y luego de más de dos años en estas latitudes, logró completar el pasaje. Desde Alaska le mandó un telegrama a su compatriota, el aventurero Fridtjof Nansen, 11 años mayor, que había atravesado Groenlandia en esquíes en 1888.
Siglo XXI
Con la misma emoción con la que seguramente emprendieron su travesía los aventureros de antaño, me embarqué como tour leader en el primer viaje que el Silver Explorer de SilverSea hizo al Northwest Passage.
Construido en un astillero finlandés con casco reforzado para el hielo (1A Ice -rated) para navegar el mar Báltico, la embarcación ya había estado en la Antártida, el norte de Rusia, Groenlandia, pero con los años se convirtió en un barco de expedición de lujo con capacidad para 140 pasajeros. No es un rompehielos. Sin embargo, su casco le permite en verano empujar y romper hielo joven, de hasta un metro de espesor. Los rompehielos, por el contrario, son construidos y diseñados para moverse con libertad en el hielo grueso y compacto, con motores especiales para ser utilizados en cualquier época del año.
El primer cruce del Silversea de Groenlandia a Alaska fue en 2014. La de 2021 será la segunda vez. Las cabinas de mayor categoría (más de USS 50.000) tienen lista de espera.
En esa ocasión, después de haber pasado una temporada en Spitsbergen, la mayor de las islas del archipiélago de Svalbard, en el norte noruego, conocido como el reino de los osos polares (ver LUGARES 208), el plan era rodear Groenlandia y lanzarnos hacia el Northwest Passage.
Después de esa experiencia de debut en 2014, en agosto de 2021 la empresa se ha propuesto un segundo intento, a bordo del Silver Cloud. Será desde Kangerlussuaq (Groenlandia) hasta Nome (Alaska) en 24 días, y por una cifra no apta para cualquier bolsillo: arranca en USS 40.000 por persona y la mayor parte de las cabinas de más categoría, tienen lista de espera.
Groenlandia
En nuestro caso, una de las primeras paradas fue en Scoresby Sund, el fiordo más grande y profundo que existe, con una extensión de más de 350 kilómetros. Allí coinciden osos polares, bueyes almizcleros y aves fascinantes.
Entre glaciares y témpanos gigantes, continuamos hacia el pequeño poblado inuit Ittoqqortoormiit.
Los pueblos de Groenlandia tienen una fisonomía especial, las casas son muy coloridas y se distinguen en la inmensidad de una geografía yerma, desprovista de árboles.
Todas las localidades son costeras y el tránsito es acuático o por helicóptero. No hay caminos interiores, y hay muy pocas pistas para aviones. En invierno, la gente circula por los fiordos helados en trineos de perros o motos de nieve.
Después de Australia, Groenlandia –un territorio autónomo dependiente de Dinamarca desde 1814– es la isla más grande del mundo. Kalaallit Nunaat es su nombre en inuit, la lengua de los habitantes de la tundra ártica del norte de Alaska, Canadá y Groenlandia. Significa "tierra verde", aunque el 77% de la superficie es puro hielo.
El clima es extremo, polar. En el norte, el termómetro puede marcar -40 ºC. Está habitada sólo por 56.000 personas, que llevan un estilo de vida tradicional. La gran mayoría se dedica a la caza y la pesca. Ballenas, marsopas, toninas, osos y focas, además de peces y aves, son alimento cotidiano, y por eso, la fauna es bastante arisca cerca de los poblados. Llevan milenios habituados a esta práctica de subsistencia. Para ver animales hay que alejarse de los centros urbanos, donde los botes de los pobladores no llegan. Una vez allí, sólo queda contemplar el esplendor del paisaje.
Bordeamos la isla en dirección al sur y nos maravillamos con los fiordos. Luego, cruzamos por el pasaje Prins Christian Sund y recorrimos los glaciares en zódiacs. Llegamos hasta el poblado de Aappilattoq, una villa de unos 160 habitantes.
Más tarde, hicimos una parada en Qaqortoq (antes conocida por su nombre danés Julianehab), la ciudad más grande del sur de Groenlandia, con 3.000 habitantes, centro del comercio local. Cerca, visitamos el yacimiento arqueológico de Hvalsey, un antiguo asentamiento de vikingos, los históricos pobladores del sur de Groenlandia que desaparecieron misteriosamente y dejaron pocos rastros.
Navegamos nuevamente hacia el norte, por la costa oeste, hasta arribar a Nuuk, la capital, con 17.000 habitantes. Nuuk es pintoresca y ecléctica: casas de madera mezcladas con modernos monoblocs. Se advierte la influencia danesa en los edificios públicos, en las escuelas y hospitales de estilo escandinavo.
Témpanos gigantes
Antes de continuar, hicimos una parada en el aeropuerto de la ciudad de Kangerlussuaq, donde algunas personas se despidieron. Poco después, zarpamos ya hacia Northwest Passage, con 140 pasajeros y 120 tripulantes.
Antes del cruce hacia Canadá, nos detuvimos en el punto más turístico de Groenlandia: Ilulissat, en la bahía de Disko. El pueblo está rodeado de los témpanos más grandes del hemisferio norte, que se desprenden del glaciar Jakobshavn o Sermeq Kujalleq.
El Ilulissat Icefjord fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2004. Se trata de una gigantesca masa de icebergs que se mueven hasta 60 metros por día. Los desprendimientos, a su vez, generan un entramado de témpanos que muchas veces tapan el fiordo y obstaculizan el ingreso de las embarcaciones.
Nosotros pudimos acercarnos con los zódiacs, pero la mejor manera de apreciar este glaciar es sobrevolándolo en helicóptero, para observar sus dimensiones y apropiarse de él al posarse en su superficie.
Un espectáculo aparte lo ofrecen, generosas, las ballenas jorobadas que se acercan a los enormes témpanos. Estos interrumpen las corrientes marinas, crean movimientos que llevan ciertos nutrientes a la superficie… los peces se alimentan de ellos, y el festín se lo dan también los viajeros.
La ayuda del rompehielos
Cruzamos el Estrecho de Davis (Davis Strait), entre la costa occidental de Groenlandia y la costa oriental de la isla de Baffin, la mayor del archipiélago ártico canadiense.
Ingresamos, así, al intrincado y majestuoso laberinto de islas y canales rumbo al paso que une ambos océanos, cuyos pasajes más estrechos permanecían cerrados, a pesar del verano. El panorama comenzó a complicarse, no iba a ser fácil continuar y tuvimos que contactar al servicio de guardacostas de Canadá.
Nos dimos cuenta de que si nos lanzábamos a cruzar, íbamos a tener que esperar en la boca de los canales sin movernos, ya que nuestro barco no podría atravesar las aguas congeladas. Decidimos, entonces, dedicar cuatro o cinco días a recorrer algunos pueblos remotos de la costa oeste de Groenlandia: Upernavik y Uummannaq, entre otros, hasta que enfilamos hacia Pond Inlet, con una población canadiense predominantemente inuit, en el norte de la isla de Baffin.
Navegamos hacia Resolute, Peel Sound y Gjøa Haven, maniobrando entre témpanos, y ahí supimos que un rompehielos de las autoridades canadienses que estaba cerca de Cambridge Bay informaba que el paso estaba muy complicado, pero que si ellos no tenían ninguna emergencia podían asistir al crucero.
Salteamos algunas paradas programadas, debido al tiempo perdido esperando a que el clima mejorase, pero igual pudimos visitar algunos poblados inuit de Canadá. Sus habitantes comparten rasgos con sus pares de Groenlandia, pero se advierten diferencias idiomáticas y culturales. Paseamos también por las provincias de Nunavut y los Territorios del Noroeste, rústicos e interesantes.
Llegamos al punto donde debíamos esperar el rompehielos. Delante de nosotros, el panorama era –literalmente– escalofriante: se veía un estrecho cubierto por kilómetros de hielo viejo (multi-year) de varios metros de espesor, que aún estaba anclado a las costas (fast-ice).
Así fue como seguimos durante tres días la embarcación salvadora, ni muy cerca para dejarla maniobrar, ni muy lejos para aprovechar el hielo roto y pasar exactamente por el mismo lugar que ella. En varias oportunidades, el rompehielos nos indicó hacer una pausa, y mandó su helicóptero a analizar las condiciones algunas millas más adelante.
Mientras todo transcurría, pasábamos gran parte del tiempo en cubierta con los pasajeros, dando charlas y observando los osos polares y las aves que aparecían en el camino.
Una vez que pasó lo peor, el capitán y un oficial del rompehielos pudieron venir a visitarnos, y pudimos agasajarlos con un pequeño brindis. Fuimos el único crucero que atravesó el pasaje ese año (otros que lo tenían previsto tuvieron que cancelar por las condiciones del hielo).
Sueño cumplido
Los días siguientes fueron muy placenteros, con el alivio de quien sabe que llegará a buen puerto, y la adrenalina ya más apaciguada.
Nos llamaron la atención las laderas cubiertas de humo de Smoking Hills, en la costa este de Cabo Bathurst, en los Territorios del Noroeste de Canadá. Allí, en esas colinas que parecen fumar, se produce la combustión de depósitos de lignito, un carbón mineral que se emplea como combustible en centrales térmicas.
Luego, recorrimos las costas y bahías inexploradas en nuestros botes inflables para contemplar las morsas, osos polares y aves en la zona de Herschel Island y atisbar el permafrost (la montaña helada) de la tundra.
Por último, pusimos proa al Estrecho de Bering para llegar a Nome, en Alaska, donde, en 1898, se vivió la fiebre del oro, poco después de que se diera en Yukón, Canadá.
Comenzamos a sentir la nostalgia del final. Comprobamos que habíamos vivido al ritmo de la naturaleza durante casi un mes, en un territorio donde sus designios son soberanos e inapelables.