De la capital y antigua sede imperial de China al corazón económico del país. Uno de nuestros viajeros, Gustavo Domínguez y Ángeles, su mujer, recorrieron estas impactantes urbes en dos maratónicas etapas: cubrieron 62 km en cinco días.
Nunca imaginé tanta modernidad en China. En Beijing no hay diagonales; las avenidas de diez carriles son parte del paisaje urbano, y la convivencia entre transeúntes, autos, motos, rickshaws y bicicletas parece responder a la teoría del caos: “existe un orden tras el desorden oculto”. Los autos pasan a milímetros de los peatones, las motos de los autos, las bicis de las motos, los rickshaws sortean los obstáculos a velocidad moderada y la aparente imprudencia de sus conductores es confianza en sus habilidades. Es extraño que no haya choques. Mano y contramano a menudo parecen sinónimos, las motos son eléctricas y como no hacen ruido, obligan a estar muy atento. En pleno verano la temperatura alcanza los 35 grados. Parece que estuviera siempre nublado, pero es efecto del smog, y aunque el nivel es alto, nunca tuvimos que recurrir al barbijo.
A cada paso, un shopping convive con negocios propios de la cultura local, incluida la gastronomía. A la higiene para nada ideal de algunos establecimientos de comida china se opone el recurso de McDonald’s, Pizza Hut, KFC, Starbucks, presentes en Beijing y en Shangai. Y en todos los billetes –igual que en las reparticiones públicas, en los negocios, en las casas–, el rostro de Mao. Nunca imaginé tanta modernidad ni tanto contraste.
IMPRESIONES DE BEIJING
En el hotel fueron explícitos: no hay que tomar agua de la canilla. El agua, por otra parte, es un bien preciado y no se aplica a la limpieza de los espacios públicos. Hay una brigada de personas que usan algo parecido a escobas, grandes hojas que arrastran por el piso para ir despejándolo. Trabajan agachadas, sin hablar; con habilidad mueven las hojas y después las apilan para que otro integrante de la brigada silenciosa las recoja. La excepción a la regla son los parques, donde el agua se derrama en abundancia para el riego. Son pocos pero están muy bien mantenidos, cada uno tienen su propio cuidador.
El servicio de taxis es razonable, pero sí o sí hay que llevar la dirección escrita en chino, o claramente marcada en un mapa. La gente sólo habla su idioma. El subte, en cambio, cuenta con una aceptable señalización en inglés. Y bien vale la experiencia. El único “problema” fue comprar boleto la primera vez, que fue sorteado gracias a la ayuda de unas amables chicas locales. Limpio, ordenado, de estaciones amplias y vagones acordes, propio de las ciudades que tuvieron un despertar tardío a este medio de transporte, lo opuesto a nuestro viejo y querido subte línea A. El domingo no hay “empujadores”, así que la prueba de ser transformados en sardinas en lata nos la perdimos.
La calle comercial Wangfujing, un catálogo de marcas internacionales, es una peatonal de varias cuadras, ancha como una avenida porteña, con quioscos que venden agua. Es la zona occidental y los precios también siguen la tendencia: un poco más bajos que en Nueva York, similares a los de Buenos Aires. Ellos mismos te dicen que viajan a Estados Unidos para comprar barato. Aquí, lo que único barato son las imitaciones.
Apenas unos metros más allá de la Wangfujing aparece un típico mercado chino. Es más impactante recorrerlo de noche, sus callecitas atestadas de turistas (chinos la mayoría), y con puestos que ofertan brochettes de escorpiones, estrellas de mar, insectos, bichos vivos que en minutos se convierten en parte del snack a solo diez yuanes.
Y están los hutongs, barrios tradicionales que sobreviven a metros de avenidas concurridas, de la modernidad. Al sur de la plaza de Tian’anmen hay uno muy grande. Un hutong es un conglomerado de calles estrechas, casas pequeñas y bajas (dos pisos a lo sumo), mucho gris, gente sentada en bancos, suciedad, baños comunitarios, pocas sonrisas, miles de cables entrelazados. La mayor parte fue erradicada en los últimos años, en especial para las olimpíadas. Ahora los hutongs son parte de la atracción turística. La parte comercial es una sucesión de callejones repletos de negocios iguales a los que concentra la comunidad china en San Francisco o Nueva York, con souvenirs de baja calidad. Las artesanías buenas son pocas y caras.
La policía viste de azul y el militar, clásico uniforme verde. El ejército tiene un fuerte protagonismo en el corazón turístico de Beijing; su actitud marcial es constante. Los soldados están por todas partes y cuidan el acceso a los monumentos históricos. No usan armas ostensibles, pero imponen respeto. Los policías son más relajados y, como casi todos los chinos, tienen la manía del celular.
Los imperdibles de Beijing:
EL TEMPLO DEL CIELO. Impactante complejo religioso construido en medio de un parque, al sur de la plaza Tiannamen. La visita a las tumbas también se aplica aquí, etapa ineludible para llegar al monumento. Son dos terrazas circulares y superpuestas, con una piedra en el centro destinada al dios del cielo. Toda la arquitectura está relacionada con el nueve: es el número de lajas en el piso que rodean la piedra; el de los círculos alrededor de las lajas, y el de los escalones para subir. El nueve, el seis y el ocho son los números de la suerte. El cuatro, lo opuesto. Hacia el norte hay un conjunto de pagodas donde se guardan las tablillas con pedidos a los dioses. El recorrido culmina en el templo del Sol, con su cúpula redonda.
EL PARQUE RITAN. Lo descubrimos gracias al buen consejo de la revista LUGARES: cuatro manzanas de una gran intensidad visual y lúdica. A las siete de la mañana dimos con un nutrido grupo practicando tai chi, esa disciplina en cámara lenta que se podría definir como “meditación en movimiento para combatir los demonios internos”. Y hubo más: señoras grandes entregadas a una movida danza china, mesas de ping pong, más tai chi, más gente bailando, canchas de bádminton, de tenis… Y nosotros, dedicados a nuestra caminata en el paisaje oriental de lagos artificiales, flores de loto, pagodas.
LA PLAZA TIAN’NANMEN. Centro neurálgico de la historia china, aquí la revolución comunista confirmó su victoria en 1949, y aquí se produjeron los levantamientos contra el régimen en 1989 que costaron miles de vidas. Los tanques ocuparon la plaza. La foto del manifestante enfrentando a un tanque se convirtió en célebre testimonio de ese triste acontecimiento. El altar de Mao embalsamado ocupa el centro de la escena. Es un gran edificio clásico con reminiscencias de grandeza romana, un mausoleo acorde a su figura. Mao no es un prócer, es un dios. Una columna en honor a los caídos, de 38 metros de alto, custodia la tumba. La plaza es la más grande del mundo: seis cuadras de ancho por nueve de largo. Sobre el ala oeste, el Palacio del Pueblo y sobre el este, el Museo Nacional de China. Enfrente, hacia el norte, está la entrada de la Ciudad Prohibida, morada de los emperadores durante 500 años. El complejo palaciego, de principios del siglo XV durante la dinastía Ming, es, con sus 70 generosas hectáreas, el más extenso del mundo.
LA GRAN MURALLA. Sólo queda una tercera parte de los 20.000 km originales, extendidos a lo largo de la frontera norte entre el imperio y Mongolia. Fue inútil. Sus vecinos invadieron, y –según el guía– la corrupción de los nobles hizo que el Kublai Khan impusiera la dinastía manchú mediante coimas generosas y matanzas masivas: durante su dominio el número de habitantes pasó de 120 millones a la mitad.
Llegar no es difícil (está a 70 km de la ciudad) pero sí trabajoso. En el camino, primero hubo que visitar las tumbas de la dinastía Quing. Después, apenas pudimos avanzar cinco kilómetros en una hora. Un sábado en plenas vacaciones no es el mejor día para ir a la Gran Muralla. Optamos por visitar un tramo un poco más cercano y así evitamos pasar tres horas más en el auto. Subimos hasta los dos fuertes más elevados y el celular indicó que habíamos trepado el equivalente a 60 pisos. Cuesta imaginar cómo habrá sido construir en esta geografía montañosa esa barrera de 7 a 15 metros de alto con fortificaciones separadas por menos de un kilómetro entre una de otra. Desde donde estamos, podemos ver más de diez fuertes entre dos montañas.
Los chinos que visitan este lugar son, en su mayoría, del interior. Nos miraban, se reían, cuchicheaban y al final nos pedían sacarse fotos con nosotros. En la mayor parte de los recorridos no había más occidentales que nosotros.
LA GRAN SHANGAI
Los 1.318 km que separan Beijing de la ciudad más poblada del mundo los sorteamos en el ultramoderno tren que levita sobre las vías a 300 km/hora. Durante el trayecto se iban sucediendo las imágenes de kilómetros de autopista sin mucho tránsito, puentes, complejos habitacionales imponentes, canales para distribuir riego, ríos con barcazas que transportan mercancías. En síntesis: infraestructura para el futuro. Tras un par de breves paradas en estaciones intermedias, 22 túneles y 244 puentes entramos a la estación de Shangai. Llegada impactante: de punta a punta, hay más de un kilómetro. Una estación moderna y multitudinaria, limpia, ordenada. Un taxi nos llevó al barrio de Pudong, distrito financiero y sede de la Wall Street oriental: hasta tiene su propio toro, similar al de Manhattan.
Tampoco había imaginado una ciudad con edificios de más de cien pisos, monumentales homenajes a la arquitectura de vanguardia. La torre de televisión, que excede los 400 metros de altura, es el ícono de Shangai por su diseño y su luminosidad: durante la noche cambia de colores todo el tiempo en un calibrado juego de luces y formas.
La tasa poblacional supera el 10% anual, y con sus barrios aledaños está cerca de los 30 millones de habitantes. Pese a esta multitud, la ciudad es amigable y se la puede caminar bien. El río Huang Fu separa la parte histórica –con edificios europeos del siglo XIX– del modernísimo Pudong. Y la vista desde ambas orillas es hermosa, en especial de noche. ¿El comunismo? Hay que hablar de un sistema centralizado, de una economía dirigida que llevó a 700 millones de chinos a la clase media en los últimos 20 años. Y Pudong es un ejemplo: del gran espacio vacío que era, se convirtió en el faro financiero del país.
La calle comercial Nanjing es la más importante de China, una peatonal que, aseguran, es visitada por un millón de personas diarias en temporada alta. Para equilibrar, está el barrio que rodea el Jardín Yuyuan, del que toma su nombre.
Shangai es así de drástica: el área comercial de las súper marcas internacionales versus un tejido urbano de incontables callejuelas atestadas de negocios de venta de comida, ropa, artesanías, chucherías, donde las pagodas destacan como símbolo de una estética milenaria. Y en todas partes, mucha gente.
Si querés contactar autor de la nota: gavocarilo@hotmail.com
Nota publicada en marzo de 2017.
Gustavo Domínguez
LA NACION