Queda justo al límite con Chaco y es uno de los parques nacionales más inexplorados de nuestro país. Rico en aves, arbustos y quebrachos, tiene al oso hormiguero y al chancho quimilero como protagonistas. Sólo apto para aventureros, no tiene cursos de agua propios y no se puede transitar con vehículos, sino por senderos.
"Es como un anciano", asegura el guardaparques José Luis Baecke mientras desandamos el sendero entre quebrachos, mistoles y algarrobos. "Árboles rugosos, arbustos petisos, especies encogidas. Es un monte seco y añoso", agrega mientras el Parque Nacional Copo se deja explorar, a 45 km del centro de Pampa de los Guanacos, en el vértice este de la provincia de Santiago del Estero, al límite con Chaco.
Llegamos después de 40 minutos en la camioneta de Parques Nacionales, conducidos por Baecke porque Juan Gabriel Santillán, el flamante intendente, está en su propio acto de asunción. A Santillán lo conocimos la tarde anterior, cuando en las oficinas nos anticipó que Copo está en plena puesta a punto para volver a recibir turistas. "La idea es que abra en marzo, con sanitarios y un área de camping. Ojalá lleguemos", apunta sobre el parque que fue creado en el año 2000.
"La Ley de Parques Nacionales habla de preservar los ambientes, pero también de facilitar el goce", remarca Santillán. Entonces cuenta que dentro de las 118.118 hectáreas protegidas hay cuatro pobladores que viven desde antes de su creación y se dedican a la ganadería. "Todos criollos, porque a los indígenas los corrieron antes", agrega.
Con el tono adusto y una risa socarrona, antes de despedirnos nos anticipa que "el lugar es tan áspero que no hay animales exóticos". E insinúa que no vamos a encontrar animales de Walt Disney, sino un ambiente hostil y desafiante. Nos aconseja llevar ropa liviana, sombrero y protector solar. Y enfatiza: "Es el único Parque Nacional de la Argentina sin ríos, lagos, ni mar".
Ya en zona, Baecke señala el cartel de entrada con un dibujo del chancho quimilero, que es grande y tiene un collar blanco. "La ecorregión se denomina Chaco semiárido o seco porque netamente árido es el desierto de Atacama", explica. Dejamos la camioneta –no hay caminos para vehículo– y nos largamos a caminar. Son cerca de las diez de la mañana, pero el sol pega como si fuera la una del mediodía. No hay señal de teléfono y un sendero de 1.400 metros se abre a nuestro paso. "Si hubiéramos llegado a las siete de la mañana tendríamos más chances de ver animales", se lamenta el guardaparque y señala que incluso una vez que se reinaugure, sólo será recomendable ir después de avisar en las oficinas del parque y con un vehículo acorde, porque el camino no siempre está transitable.
Baecke, que nació en Misiones y trabaja en el parque hace siete meses, sabe de desarraigo. Su esposa suiza se volvió a su país junto sus hijos por unos años. De modo que su vida está consagrada al parque. "Pampa de los Guanacos se inundó por primera y única vez en marzo de 2019. Fue por la tala indiscriminada. Al tumbar los montes empiezan las inundaciones. Es que los árboles, con sus raíces, son esponjas cuando llueve mucho", señala con una indignación más pacífica que confrontativa.
"Un camión que se va con madera es un camión que se lleva nutrientes de nuestro suelo", asegura el guardaparque mientras pasamos al lado de un ejemplar de sombra de toro tumbado que, aún muerto, cumple su ciclo en la naturaleza. "Hace un claro y las plantas chiquitas reciben luz; es refugio de aves y murciélagos; se descompone y el suelo se nutre", explica.
El sendero se hace angosto entre las distintas variedades de mistol, que llevan el nombre de melón, sandía, membrillo o pera, según el parecido del pequeño fruto que asoma en las ramas. Baecke toma uno del árbol y nos convida la versión muestra gratis, que tiene un dejo de gusto similar a melón o sandía. Son arbustos que alcanzan los dos metros de alto, como mucho, y se hacen notar en el monte.
La única palmera es la carandilla y tiene espinas, como la mayoría de las plantas de este parque tan hostil, que está siempre a la defensiva. El quebracho blanco –de corteza rugosa– se distingue del colorado, que es el más requerido por su madera maciza. Y Baecke nos muestra cómo los troncos pueden servir de GPS si nos perdemos. "Del lado del poniente crece el musgo y los líquenes. Del naciente, está seco", apunta.
Después de media hora de caminata, el sendero nos deja en una zona de pastizales dorados, arbustos bajos y alguna que otra margarita. La tierra se percibe más arenosa y todo tiene una explicación paleozoica. "Estos eran los antiguos causes del río Salado", señala Baecke. Habla, nada más y nada menos, que de lo que pasaba en estas tierras hace 4 millones de años.
Sólo un sombrero nos permite seguir avanzando cuando las copas más altas quedaron atrás y los pájaros se conforman con hacer sus nidos en árboles más chicos. "Reina mora, Cuclillo, Mosquetita…", enumera nuestro guía mientras hacemos silencio. Y de los tatúes carreta, matacos, osos hormigueros y chanchos, como el del logo, sólo encontramos alguna que otra huella.
Entonces, tal vez lo más bello del Parque sea la silueta quemada de árboles nativos: la tusca y el molle. "El fuego no siempre es malo. Las quemas controladas son fundamentales para que el pastizal se renueve", nos explica Baecke, en consonancia con aquello que la tarde anterior nos había explicado Santillán. "En muchos Parques Nacionales se hacen quemas prescriptas. De hecho, el primer experimento de quema se hizo en Yellowstone, Estados Unidos. El fuego contribuyó a la germinación y le dio vida", aseguraba Santillán. Y así nos enseñaba, una vez más, que la inexplorada Santiago del Estero tiene lecciones y riesgo en cada centímetro de aridez.