- 12 minutos de lectura'
Hebras de oro, como cabellos dorados: la boca se regodea y el corazón se enciende con los hilos del cayote, ese primo hermano del zapallo, hecho dulce y derramado sobre un queso de Tafí del Valle, Tucumán, entre las paredes de adobe de la estancia Las Carreras de 1718. Bocado que también es posible probar en casi cualquier rincón del norte del país. La boca se hace agua en el recuerdo y dan ganas de volver a comerlo – y rememorarlo-, una y otra vez.
En este año tan amargo que mejor que endulzarnos la vida de la mano de los postres y conservas del país que pueblan las distintas regiones. Y cruzan las fronteras en forma de souvenir en un alfajor cordobés o un alfeñique tucumano, o en los hilos dorados de cayote. O se contagian del dulzor trémulo de un arrope en Santiago del Estero o del mamón silvestre de Corrientes, reafirmándose en la ¿simpleza? de un Borges cuyo postre preferido fue y será siempre el queso y dulce.
Las mujeres, protagonistas de la cocina, fueron las artífices de estos dulces que muchas veces fueron creados en los conventos, como si este sabor se identificara con los mejores sentimientos espirituales y permitiera acercarse a los divino. ¿La bondad es dulce? Horas y horas de trabajo, como describió Italo Calvino en su libro inconcluso sobre los sentidos, Bajo el Sol Jaguar (Tusquets, 1989, primera edición): “(…) Y en cuanto a ellas, no tenían más que idear y preparar y comparar y corregir recetas que expresaran sus fantasías encerradas en aquellos muros, fantasías, además, de mujeres refinadas, y ardientes, e introvertidas y complicadas, mujeres con necesidades de absoluto”, escribió.
Nuestra gastronomía se nutrió de los aportes extranjeros y los postres no son una excepción; especialmente y desde los comienzos de la colonización de América llegaron las costumbres españolas y sobre todo, de la influencia que la cultura árabe había dejado en la península Ibérica. Entre otros ascendientes como la cocina italiana, alemana, galesa, judía, libanesa e inglesa, para terminar conformando en un sincretismo de sabores lo que llamamos repostería argentina.
El tradicional queso y dulce
“El queso y dulce terminó convirtiéndose en uno de los bocados dulces más representativos, tomando distintas formas en cada región: el Cuartirolo con batata o membrillo en Buenos Aires; el quesillo o lengua con miel de caña, o higos chumbo, o arropes, en el norte”, cuenta Martín Molteni, chef creador del proyecto Pura Tierra y en forma reciente de @cincoalimentaria. que investiga la gastronomía rescatando ingredientes y preparaciones de la cultura argentina.
“La caja queso y dulce representa una tradición que nos ayuda a volver a nuestras raíces. Así quesos azules o del tipo Gouda o Morbier de Suipacha, pueden ser combinados según la temporada con frutillas, naranjas, papayas, membrillos o quinotos, para construir armonías de texturas, aromas y sabores. Entre otras como la caja patria o la federal”, cuenta Molteni.
El confitado/ dulce de frutas es una de las técnicas más difundidas, en el Noroeste del país: se practica con la papaya y la guayaba principalmente, en cubos o en panes; en la región de Cuyo con zapallo y más tarde llegaron los membrillos introducidos por los españoles; y en el Noroeste, con el cayote.
Con el sol ardiente, en la mano una copa de Torrontés, las cuerdas de una guitarra desgranando una zamba y las montañas de Salta engulléndoselo todo, que levante la mano aquel que no recuerde la primera vez en que los hilos dorados del cayote envolvieron su boca, no puedo dejar de reiterarlo, sobre un trozo de queso; si es espolvoreado con nueces mucho mejor. O del quesillo con arrope, dulce de influencia incaica que se encuentra fácilmente en Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Salta, Jujuy, San Juan y Mendoza, entre otras provincias. Se realiza con jugo de uva, tuna, chañar, algarroba y otras frutas, sometiéndolo a una cocción lenta hasta transformarse en una pasta untuosa que se come con quesos diversos de acuerdo a la región.
Con el alma aferrada a un dulce recuerdo
Para rescatar tradiciones, hay que viajar por la Argentina, y en los pequeños pueblos, acercarse a los restaurantes que repiten este repertorio fiel a sus comienzos. Lo mismo pasa en los caseríos de Buenos Aires, donde estos clásicos siguen ligados a la cultura del campo.
En la provincia de Buenos Aires resisten pulperías como en Roque Pérez, entre otros pueblos, y en la Capital, restaurantes como El Baqueano, Don Julio, La Cabrera y Santa Evita, entre otros, muestran distintas interpretaciones de las composiciones históricas a la hora del postre.
En el Santa Evita la idea es que las recetas “reflejen la tradición de nuestra tierra rescatando sabores que forman parte de la historia argentina, para que no se pierdan”, dice la repostera y dueña, Florencia Barrientos Paz, autora de un flan memorable. Para ella fue gracias a la leche que el flan se volvió “representativo, también, de nuestra mesa”.
“Rescatar el valor de cocinar a través de lo que nos ofrece la estacionalidad de los alimentos: así es como hacemos diferentes dulces como los cascos de membrillo en almíbar que combinamos con queso azul cuando empieza el otoño; la batata o el membrillo hecho en dulce combinada con un queso fresco, el famoso vigilante que tanto nos representa pero distinto, de manera de respetar la estructura de la fruta. O el higo entero en conserva cuando aparece el verano y el zapallo Angola a la cal en el invierno”, cuenta.
Suspiros de dulzura trémula
Aún los toques locales se vislumbran en esos postres tan hispanos como el flan mixto sobre el cual no puede faltar su ración generosa de crema y dulce. Y entonces claro, como no continuar esta tertulia gastronómica con el dulce argento por excelencia que no nació acá ni en Cañuelas pero qué importa, si como decía Julio Cortázar, hasta el Río de la Plata tiene el color del dulce de leche.
Como urdiendo la trama de un tejido antiguo seguimos el recorrido de la mano del dulce de leche, ese manjar lujurioso para unir y untar lo que se quiera o deslizarlo por el paladar de a cucharadas lentamente. En el país desarrolló características únicas, sobre todo, por su omnipresencia en alfajores, tortas y postres como el Balcarce, pasta frolas, colaciones y gaznates.
Su día mundial, impulsado por el Centro Argentino de Promoción del Dulce de Leche y afines, se celebró el 11 de octubre: integra desde 2002 el Patrimonio Cultural y Gastronómico Argentino. Pariente del manjar blanco del Perú y del dulce de cajeta mexicano, lo cierto es que su cuna, como explicó Daniel Balmaceda en su libro La comida en la historia argentina (Sudamericana, 2018), pudo haber sido la India o Indonesia desde donde se esparció la costumbre de consumir leche dulce; luego los turcos la distribuyeron por Asia y los Balcanes. La vainilla se sumó en América y el bicarbonato de sodio, responsable de su color marrón, llegó a comienzos del siglo XX.
La escritora Victoria Ocampo intentó sorprender al compositor ruso Igor Stravinsky en su casa de San Isidro con nuestro postre tradicional, pero él exclamó que para él era kajmak: del hindú kay-mac. Y según Balmaceda, hasta los mismísimos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares pudieron haber sido los inventores de la leyenda de la creación del dulce de leche en Cañuelas, en 1829. Juan Galo Lavalle y Juan Manuel de Rosas se encontraron en la estancia del Restaurador de las Leyes en esa localidad; fue allí que se firmó el Pacto de Cañuelas. Pero resulta que en el medio quedó olvidada la leche con azúcar para el mate de Rosas y ¡oh casualidad!, se convirtió en dulce de leche. Enemigos históricos, en cambio sí eran hermanos en la leche de la misma nodriza que los amamantó, vaya paradoja.
De Uribelarrea, partido de Cañuelas, proviene el dulce de leche de la Escuela Agrotécnica Don Bosco creada en 1894, donde los alumnos aprenden a prepararlo sin conservantes ni aditivos. Entre otros cientos de dulces para probar en todo el país, sólo de a cucharadas o uniendo el reconocido alfajor.
Alfajores cordobeses
Los hay de masa fina, seca, esponjosa, gruesa, con mayor o menor capa de dulce de leche u otros rellenos de fruta, cubiertos o no de chocolate y otras coberturas. Cuenta El Gran Libro de la Cocina Argentina que la palabra alfajor deriva de alajú de origen árabe –de la familia de los turrones, una masa a partir de la cocción de miel, almendras y moldeada-, y esta última del árabe alfahúa que significa panal de miel. En cambio, “según consta en los diccionarios de Argentina y Chile solamente son golosinas compuestas por dos piezas pequeñas de masa más o menos fina adheridas una a otra con manjar blanco otra especie de dulce, siendo los más valorados los que se fabrican en Santa Fé y en Córdoba, de donde proviene la costumbre de traerlos como souvenir”.
La sutileza de los alfajores de Córdoba merece un capítulo aparte, con esa masa espumosa increíble como un bizcochuelito relleno con dulce de fruta o de leche, con el glacé liviano que los cubre. “Las colaciones más maravillosas para mí son las que traen la masa delicada y vienen rellenas con esa mousse de miel de caña característica del norte”, cuenta la cocinera Patricia Courtois (@soycurtua), asesora integral y autora del libro “Viaje al Sabor” (Planeta, 2019).
Volviendo al libro de Balmaceda, él dice que La Docta y Santa Fe fueron las protagonistas del desarrollo del alfajor en el siglo XIX. Allí se cuenta la historia de Auguste Chammas, ingeniero químico que por necesidad y anclado por las leyes del corazón con la santiagueña Mercedes Lezama de Olivera impuso sus alfajores en Córdoba con la casa Chammas, aportando la novedad del empaquetado, un color para cada sabor.
Los alfajores de Maicena son otro clásico de la región pampeana, a pesar de llevar el nombre de una marca de fécula de maíz, pero así se conocen popularmente. Los gaznates también son deliciosos, triángulos de masa plegados en conito hechos de una masa suave de yemas, rellenos con dulce de leche.
Dulce compañía: Legizamo, Balcarce y Rogel
¿Podemos hablar de repostería autóctona? No lo sé. El caso es que hay tres tortas con el dulce de leche como protagonista: la Torta Leguisamo, el Postre Balcarce y el Alfajor Rogel.
La Confitería del Molino, actualmente en etapa de restauración de sus salones interiores, considera que la Torta Leguisamo es de su autoría: al parecer Carlos Gardel le pidió a su dueño Cayetano Brenna que inventara un postre para su hermano del alma. Pero resulta que a veinte cuadras sobre la misma Avenida Rivadavia Las Violetas sostiene otro cantar. Según la célebre confitería del té con masas para las damas de la época (junto con La Ideal y El Molino), fue un obsequio de su maestro pastelero al asiduo cliente y jockey. La torta en cuestión lleva masa de hojaldre, merengue, dulce de leche, castañas en almíbar y pionono.
Pasemos al postre Balcarce: dicen los que cuentan que en 1950 un tal Guillermo Talou, oriundo de Balcarce, hizo famoso el postre Imperial Ruso en la Confitería París de la mencionada ciudad. Talou lo empezó a vender en las zonas aledañas, entre ellas Mar del Plata, donde en la confitería Il Vero Napoli sus mozos lo bautizaron como Postre de Balcarce o Balcarce.
Desde 2004 se celebra la Fiesta del Postre Balcarce en la ciudad del mismo nombre, que en 2013 pasó a ser Nacional.
Cuenta la periodista Raquel Rosemberg en su libro póstumo Recetas de mi abuela para mi nieta, editado recientemente por sus hijos (Catapulta Editores, 2020), que cuando le preguntaba a su viejo por qué le gustaba el Balcarce él le contestaba que por el bizcochuelo, que era fresco, por el relleno que tenía castañas en almíbar y merengues secos para darle una textura especial, y además por la crema. “Y como si todo lo anterior fuera poco, por el dulce de leche. Era uno de los pocos postres –el súmmum de lo empalagoso- que con una cucharada lograba hacer feliz a mi padre”, cuenta.
En cuanto al Rogel, su nombre viene de Rogelia, una pastelera que vendía la torta que preparaba en el garaje de su casa en el barrio de Las Cañitas, cuya marca fue regalada a la pareja conformada por Ricardo y Charo Balbiani, quienes hacían otra torta basada en una receta holandesa con relleno de dulce de leche. Balbiani registró el nombre y el éxito del Rogel se multiplicó por todo el país. Según Balmaceda es “argentinísima. Pero aún más de lo que se supone. Porque tuvo un claro antecedente en el siglo XIX”. Se llamaba Torta Argentina.
Para Patricia Courtois, en cambio, el Rogel no es tan representativo; sí los pasteles de miel de caña. Y el anchi, un postre hecho con duraznitos y harina de maíz que se come en Salta. “También la mousse de vino, merengue con reducción de esta bebida que conocí en San Juan cuya receta está también en mi libro”, señala.
Las recetas de los postres de huevos como los quimbos, la ambrosía, el flan provienen, muchas veces, de los conventos. Se comprende entonces la sutileza de un bocado de huevo quimbo o ambrosía, para hundirlo en la boca y elevarse de éxtasis al cielo infinito y más allá.
Para Florencia Barrientos Paz, la ambrosía es típica de la zona de San Juan aunque se puede comer en otros lugares del país. Probablemente su origen, salvo por la vainilla, sea español: la palabra, en cambio, remite a la mitología griega. “La increíble textura que se logra del huevo hecho dulce es muy particular”, y concluye: “creo que el momento del postre es como el broche de oro de la comida, un premio, un mimo, ese plus que enriquece nuestra sobremesa y nos hace irnos con una sonrisa en la cara.”
Y ustedes, ¿qué otros postres criollos conocen?