Este año se cumplen 90 años del desfile de la primera carroza de cartapesta en Lincoln, donde crece y se multiplica una tradición que incluye a los muñecos Cabezudos y una flota mecánica de autos recreativos.
Antes de la primera reina, el primer muñeco y la primera carroza, la fiesta está en las tribunas. Las familias se sacan selfies y vacían sus heladeritas. Los adolescentes se sacan selfies y bailan con el fernet en la mano. En la otra va la espuma en aerosol, insumo central de una guerrilla soft, una telaraña líquida que tiene un poco de ataque sorpresa y otro poco de flirteo sutil: un chico le tira a una chica, y si ella devuelve crece la esperanza de seguir la guerra por otros medios.
El ambiente del carnaval de Lincoln –una ciudad de 45 mil habitantes, 320 km al oeste de la ciudad de Buenos Aires– está cargado de erotismo callejero y cierta tolerancia al descontrol, pero también de una tranquilidad familiar. Desde las tribunas, los puestos VIP con mesas y sillas al nivel de la avenida Massey y las veredas donde el show sigue sin pagar entrada, el juego es identificar al humano detrás de la máscara: el vecino, el compañero de colegio, el amigo, la novia. Durante cuatro fines de semana seguidos (este año será 26 y 27 de enero y 2, 3, 9, 10, 11 y 12 de febrero), se suman turistas de Junín, General Villegas y Vedia (ante el colapso hotelero, el municipio habilita un programa de hospedaje en las casas linqueñas).
La reina y las princesas salientes abren bajo una hilera de focos rojos, amarillos y azules. De capa y corona, Miss Simpatía y Miss Elegancia avanzan en carrozas tiradas por pick ups, despidiéndose con un saludito lateral en slow motion. “Seguramente van a extrañar el desfile”, atiza el locutor cuando adivina un dejo de decepción en las sonrisas perfectas. Entonces van apareciendo las nuevas candidatas, representantes de clubes y pueblos de todo el partido: Bayauca, Roberts, Arenaza, Martínez de Hoz. El público se entera de qué hacen, qué les gusta y qué sueñan esas chicas que entrenan desde los 12 años –dieta, gimnasio y danza–, coacheadas para exteriorizar su personalidad y destacar los puntos fuertes de sus bellezas gringas o nativas.
La fiesta avanza con hombres vestidos de mujer (“cada vez más”, comentan los habitués), payasos vendedores de espuma y civiles vendedores de pochoclo. Un cuatriciclo da siete vueltas campana dentro de una estructura metálica y los carros rodantes transportan a bandas que cantan Los Decadentes, Marama y Pimpinela.
Entre los puestos al paso y las cantinas que abastecen a 30 mil personas por noche, aparecen las figuras de cartapesta, marca distintiva del show. La mayoría son exorcismos de miedos atávicos o exaltaciones de picaresca: la Bruja Cachavacha con lechuza y escoba; la piraña de dientes feroces manejada por una Muerte con look hiphopero; el feo que sale con una mujer pulposa porque “billetera mata galán”. Otros muñecos comentan la coyuntura: Frankenstein aterrorizado por los tarifazos de los servicios públicos, un vasco que tiene que vender su tambo. Los “cabezudos”, ondulantes y grotescos, personifican a la crítica política, social y económica en verdes furiosos y naranjas fuego. En la edición 2017 estuvieron las monjitas del convento de José López, Carlos Tévez y el “cuento chino” de su transferencia millonaria, Luis D’Elía y su batalla frenética por el amor, amor, amor. Cuando todo termine, se reciclarán o venderán a los carnavales de los pueblos cercanos.
La revolución de la alegría
La primera prueba concreta de la existencia del carnaval de Lincoln es un recibo de la comisión municipal por una ayuda de 300 pesos a la organización en 1889. El intelectual peronista Arturo Jauretche, un hijo de la ciudad que pedía “combatir por el país alegremente”, recordó los primeros años de la fiesta en sus memorias, que describen a la espuma antes de la espuma, a Tinder antes de Tinder: “Las flores y su colocación en el pecho de las damas o en el ojal del saco de los hombres constituían un lenguaje cifrado, que incitaba o rechazaba; insinuaba preguntas y asestaba contestaciones, con lo que estas delicadas mensajeras venían a suplir la audacia que faltaba a los tímidos amantes”.
Lo que empezó como un juego inocente de agua y lanza perfumes nunca perdería su espíritu liberador ni su continuidad popular. A pesar de los gobiernos conservadores, los golpes de Estado y las crisis económicas, no hay interrupciones desde 1965. Buena parte de esa persistencia es mérito del hombre sin política ni religión que le dio su identidad definitiva. Los primeros carnavales de Enrique Urcola, un pintor que había nacido en 1908, se limitaban a las flores y los plumerillos que adornaban las fachadas. Hacía cabezas con barro y las paseaba por el pueblo, pero sentía que faltaba algo. Cuando se fue a estudiar dibujo a Buenos Aires, empezó a vislumbrar un mundo nuevo. Consiguió un trabajo como escenógrafo del Teatro Colón y conoció la cartapesta, una técnica italiana que superponía trozos de papel cortados a mano para corporizar objetos con detalles sutiles.
Al volver de Buenos Aires usó esa técnica para armar “Peliculeros”, la primera carroza con muñecos móviles de Lincoln. Manejados con sogas como si fueran títeres, tenían una relación directa con el público. El invento hizo furor y se llevó el primer premio en la edición de 1928. Para las siguientes, Enrique se envalentonó. Si veía atracciones demasiado simples, se desesperaba por subir la vara. Contraatacaba, por ejemplo, con un motivo de pirámides y palmeras bajo el lema “Hacia Egipto en busca de la tumba de Tutankamón”. El genio había salido de la botella. Los jóvenes empezaron a peregrinar a su casa para preguntarle cómo hacía lo que hacía. Él bajaba de la escalera, se quitaba el gorro de papel de diario y explicaba. Con los años, los artesanos jóvenes se transformaron en maestros y forjaron una tradición poderosa. La cartapesta y los cabezudos coparon Lincoln, que en 1994 fue declarada Capital Nacional del Carnaval Artesanal.
“Mi padre trabajó 45 años por la cultura del pueblo”, dice Goldie Urcola, que cuando murió su padre tuvo que hacerse cargo de 17.135 objetos: caretas, moldes, pinturas, fotos. “Tiraba un fósforo o ponía un museo”. Felizmente, ganó la segunda opción.
El Museo de Arte Infantil y Carnaval Artesanal alterna pinturas y animales que hacen los chicos en los distintos talleres –una continuidad de la obra de Enrique– con un salón donde se vienen encima Gardel y el Lobo Feroz, un papagayo y un mono, dragones y payasos. Son figuras de un brillo y una potencia estéticas intactas desde la década del 30.
Batucada y Autos Locos
Con el desfile de las comparsas, el sonido del redoblante pega en la boca del estómago. Un collage de lentejuelas, piedras, plumas y monedas exalta los puntos estratégicos de cuerpos que siguen sus propias reglas. “Lo que sentimos no se explica”, dice Gisela, que baila en Fénix de noche y atiende una rotisería de día. “Una vez que entramos al recorrido, es como un túnel que nos lleva”. Antonella, contadora de lunes a viernes, agrega que en ese trance de 90 minutos sólo quiere “que a la gente le guste lo que hacemos, mostrar, que nos aplaudan, que se sientan felices como nosotros”.
Fénix, su batucada, no es de nadie y es de todos. Aunque hay una comisión con presidente, secretario y vocales, las decisiones se toman en conjunto. Son 170 personas (profesores de inglés, carpinteros, costureras, estudiantes) trabajando por la misma pasión. Cuando no están de carnaval, se presentan en cumpleaños y casamientos. Pero siempre piensan en el próximo verano. Después de un descanso de apenas dos semanas, vuelven a juntarse para definir tema y diseño. Ya presentaron motivos como Tribus urbanas, Animales en extinción y –en 2017– “La leyenda del arcoíris y duendes protectores de las ollas de oro”, un relato de inspiración irlandesa sobre la paz entre los dioses y los hombres.
A lo largo de la historia, los organizadores del carnaval entendieron la importancia de satisfacer un par de impulsos básicos: estimular los sentidos, seguir a todo lo que se mueve. Si se agrega un motor, la batalla por la atención está definitivamente saldada. “La Troupe de los Autos Locos” es el show de lo ordinario convertido en extraordinario: ocho vehículos vintage que se levantan sobre las ruedas traseras, sacan chispazos refulgentes y colean a milímetros del público. Mientras hacen sonar bocinas y sirenas, unos payasos en monociclo –magnéticos y perturbadores como el Guasón de Heath Ledger– animan al público y tiran pelotas a la tribuna.
“Yo nací arriba de un Auto Loco”, dice Claudio Bernini, el dueño del circo. “Estos son mis hermanos”. En diciembre de 1974 su padre, Julio Omar, dueño de un taller con 14 empleados, cortó techo, cola y capot de una estanciera, y salió quemando ruda y tirando totora. El público lo amó y fue adoptando sus criaturas. “Ranas y Bailarines”, un auto del 76, todavía mueve la cola y baila cuarteto con las ruedas traseras. La última (re)creación es el Topo Loco, un Topolino del 36 con nuevos motores, circuito de freno y luces que le permiten dividirse en tres partes, cada una manejada por su propio conductor. “Mis hijos ya debutaron manejando, así que viene asomando la tercera generación –se esperanza Claudio–. Creo que hay Autos Locos para rato. Por lo menos, hay locos para rato”.
“Mecánica loca ” de Héctor, Hugo y Carlitos Topa es la otra flota de autos especiales con más de 40 años de participación en carnavales. “Autos Maniáticos” es el grupo que lideran Gastón Zárate y Sergio Ferrero, mucho más reciente, y que se presentó con ese nombre en 2013. “De chico trabajé con “Los Autos Locos”, estuve con ellos unos 30 años y después armamos otro grupo. Mi papá me llevaba con don Julio Bernini cuando yo tenía siete años, y siempre esperaba a que llegara el verano”, recuerda Gastón.
Fin de fiesta
Lincoln promociona a su carnaval como el espectáculo a cielo abierto más grande de la provincia (cuando llueve, los cabezudos salen arando para no convertirse en engrudo). Las cifras le dan argumentos: un desfile de cinco horas con 150 motivos, 18 comparsas, 100 atracciones especiales, 60 puestos de comida y seis millones de pesos en premios. Los artistas (este año se presentarán Pastillas del Abuelo, Axel, Kapanga, Los Carabajal, Valeria Lynch y Sabroso) salen a tocar después de las 2 de la mañana, cuando los adolescentes toman las calles y expanden la fiesta hasta el amanecer.
Después de la reina, los muñecos, las carrozas y los shows, los lunes arrancan con parsimonia y altas tasas de ausentismo estudiantil y laboral. En las calles sólo quedan aerosoles vacíos y un olor a cerveza subiendo desde el asfalto caliente. Cuando cae el sol, los linqueños renacen y hacen su memoria selectiva de la fiesta. Un par de días después ya están listos para el sábado. Así hasta el último día, cuando se sacan el disfraz, revelan su identidad y certifican la profecía de Oscar Wilde: “Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”.