Desde la Hostería El Pilar, son pocas las paradas al principio. "Lo importantes es administrar la energía", recomienda Igor, un alemán que elonga las piernas al lado del río Blanco.
Pasando el glaciar Piedras Blancas, se frena para saludar a un japonés que viene corriendo en sentido inverso. Su nombre es Tess, tiene una cámara de fotos colgada del cuello, el cepillo de dientes en el bolsillo y un entusiasmo que contagia. Acaba de bajar de la laguna (Aunque se tenga buen estado físico, los bastones ayudan un montón en esta bajada).. Le gustó tanto que está decidido a subir de nuevo a la noche, dormir bajo las estrellas y amanecer en frente del Fitz Roy, para ver cómo se enciende su aguja con los primeros rayos de sol.
De la nada aparece el campamento Poincenot, un montón de carpas de colores al amparo de un bosque maduro de lengas. Se escuchan acentos de todas partes, es un camping internacional. Unos cocinan fideos, otros sacuden sus bolsas de dormir, mientras el malón de trekkers pasa de largo para abordar la parte final del recorrido, la más brava: es una hora y media de subida non-stop.
Los que bajan le dan aliento a los que suben y los últimos preguntan si falta mucho. Se necesita más que apoyo moral: buen calzado, resistencia, mucha agua y un plus de confianza. Pienso en Tess y sus ganas de repetir el vía crucis a la noche y creo que está loco de remate.
La última trepada por una morrena de piedritas sueltas es tan desalentadora que me dan ganas de pedirle a alguien que suba por mí, saque una foto y me la muestre al bajar. Menos mal que supero esa tentación. La llegada compensa con creces cualquier esfuerzo. La laguna turquesa adelante, la aguja granítica del Fitz Roy atrás, totalmente despejada; al lado, las del Poincenot y el Saint Exupéry.
Varios se desbordan ante la belleza, como una alemana que se desnuda y se tira de espaldas a la laguna helada. Sus amigas la miran sin dejar de devorar su sándwich. "Un poco de agua fresca viene bien después de esta caminata", le explica a los que se acercan a preguntarle si su chapuzón responde a una promesa o algo por el estilo.
A pocos metros, hay una yapa que la mayoría se va sin conocer: la Laguna Sucia, también de un denso turquesa, que yace en el fondo de paredes de roca con glaciares colgantes.
Uno se quedaría a vivir en un lugar así, pero se impone volver antes de que oscurezca. Esperan nuevas emociones en el camino al pueblo, como arroyos cristalinos y la Laguna Capri, que tiene una vista espectacular de todo el macizo, a la hora en que ya se empieza a ver dorado.
Por Cintia Colángelo. Extracto de la nota publicada revista Lugares n° 234, octubre de 2015.