Vivimos en un velero hace seis meses. Desde que embarcamos pasamos todas y cada una de las noches en el mar, casi siempre al ancla, y algunas cuantas navegando, de camino hacia la siguiente escala en el viaje. La zarpada se precipitó: fue el resultado de muchas cosas que, al principio, podían parecer casualidades, pero no en retrospectiva. Soltar Buenos Aires y barajar de nuevo puede sonar repetido, pero no fue nada fácil. Hoy, con 180 días en el mar, esta nueva vida nos empieza a resultar más o menos normal, con sus rutinas de a bordo, la naturaleza siempre presente, lo imprevisto, el no saber qué sigue.
La tripulación del Tangaroa 2 somos Juan Dordal, quien escribe, y nuestro hijo Ulises, que en mayo cumple 3 años. No heredamos la náutica, la conocimos en una búsqueda más o menos desesperada de una actividad que nos desconectara de la ciudad.
Resultó que el Río de la Plata quedaba a 20 cuadras del departamento donde vivíamos, que podíamos caminar o ir en bici hasta el club, y que la vela podía ser mucho más que un paseo los fines de semana.
De aquel primer curso de timonel pasaron ocho años, varias travesías a Uruguay y vacaciones en otros mares del mundo, una biblioteca de bitácoras de navegantes, y un bebé: Ulises fue concebido el día que conseguimos el Tangaroa 2.
Juan se fanatizó y empezó a dar clases de vela con nuestro maestro Jorge Correa, un superhombre que tiene el récord argentino de haber cruzado el Atlántico en el barco más chico, de 5,8 metros. Él nos mostró este costado de la náutica, el de los viajes largos, el de los cruceros en familia y la vida a bordo. En cierto punto, nuestro viaje podría ser una reedición del que hizo él con sus Marías –su esposa María del Carmen y su hija María del Mar– por la costa de Brasil, durante dos años, en este mismo barco. Juan y Jorge son socios desde que se conocen, incluso ahora en la distancia, pero sobre todo tienen una relación padre-hijo perfecta, solo posible por no haber lazo de sangre.
Un barco puede ser una fuente de entretenimiento, un medio de transporte, una casa flotante con más o menos comodidades según el tamaño y el equipamiento a bordo. El nuestro es un one off (no de serie) de acero, 30 pies de eslora (largo), con un camarote a popa, un baño, una cocina con una hornalla a alcohol, un par de cuchetas a las bandas y un pequeño camarote en la proa, donde entra un niño de hasta 5 años. No tenemos heladera ni ducha caliente. Hay veleros más grandes y más chicos; en el justo medio, el Tangaroa 2 es suficiente: con Juan decimos que fue creciendo en la medida que lo hicimos nuestra casa.
Un barco a vela como el nuestro es más o menos parecido a un caracol, porque llevamos la casa a cuestas y porque la velocidad promedio es de unos 5 nudos, esto es, 10 kilómetros por hora. Como en la moraleja del conejo y la tortuga, la gracia del velero es que puede llegar muy lejos porque no precisa nada más que viento y perseverancia para desplazarse. Si a Juan lo cautivó la adrenalina y toda la mística que rodea la vela, a mí me ganó por su autonomía y la posibilidad de girar el mundo, los no límites. En geografía, los mares, ríos y lagos dividen, hacen de fronteras, pero para los que estamos de este lado, el agua es el mejor conector.
Cuando Ulises cumplió un año, Juan llevó el Tangaroa 2 de la bahía de Núñez a Florianópolis con Correa y exalumnos de la escuela. En ese viaje, que duró unos 20 días de julio, logró unir sus dos casas de infancia, la de Buenos Aires de su mamá y la isla catarinense de su papá. La idea original era regresar el barco en el verano, pero sentimos que había llegado a las puertas del paraíso y que teníamos que aprovechar para entrar y darle una probadita a la vida en el mar. Entonces nos tomamos un mes de vacaciones a bordo, y la prueba piloto salió tan bien que decidimos seguir. Hace seis meses que adoramos la vida en el mar.
Continuará…