Teníamos miedo de cómo íbamos a encontrar el barco, y con mucha razón. Lo habíamos dejado hacía seis meses, cerrado y tapado con una gran carpa, amarrado a una boya, a la buena del mar y de la humedad masiva de Florianópolis. Pero esta vez volvíamos para quedarnos, para navegar la costa de Brasil y vivir a bordo. Desde el aeropuerto nos fuimos directo a Santo Antonio de Lisboa, donde el Tangaroa 2 nos esperaba cabeceando las olas. Estaba peor de lo que esperábamos; todo el interior negro, con las superficies y los mamparos tapados de moho, y el casco hecho una pelota gigante de mejillones, caracoles, algas, cangrejos y pepinos de mar. Todo un ecosistema se había montado sobre el acero, los timones, la hélice, y se había metido hasta bien adentro de los imbornales y pasacascos, que son los agujeros por donde se va el agua de la bacha de la cocina, del inodoro y del cockpit.
Juan trabajó bajo el agua, y con Ulises nos dedicamos al interior. Todavía hacía un poco de frío, así que el capitán se enfundó en un spring de neoprene y se tiró al mar con el equipo de snorkel, un formón atado a una muñeca y una espátula en la otra. Desde dentro se escuchaban fuerte los golpes en el acero, y especialmente en la hélice, que necesitábamos en forma para poder mover el barco unas 5 millas hasta el Iate Clube Santa Catarina. En la cabina, con Uli limpiamos la sentina, cada utensilio y vajilla de la cocina, y todo lo que había dentro de las gavetas y pañoles. Al final del segundo día, el Tangaroa 2 ya olía mucho más limpio. Ya podíamos dormir a bordo.
Para lijar y pintar con antiincrustante el fondo del barco habíamos reservado la sacada a tierra desde Buenos Aires. Corría el septiembre más lluvioso de la historia de Florianópolis (literal, llovieron 20 días del mes), cuando por arte de conjuros y ofrendas que le hicimos al sol, el cielo se abrió y nos dio tres jornadas completas de buen tiempo. El Tangaroa 2 pesa unas 6 toneladas, dato clave para calcular la resistencia de los zunchos que se iban a poner en la pluma para levantarlo del agua, hacerlo girar en el aire y depositarlo en una carreta de madera. Esta maniobra siempre implica un momento de tensión. Juan lo pasó arriba del barco, por cualquier cosa, aunque no pudiera resolver nada. Con Ulises preferimos mirar para otro lado.
Los clubes o astilleros cobran por sacada y botada en función del peso y la eslora de la embarcación, y por día de varadero, por eso lo importante de tener buen clima. Apenas estuvo bien apoyado sobre la carreta empezamos a trabajar. Juan, su papá Jorge, Ulises y yo nos arremangamos para raspar todas las cracas, limpiar la superficie con hidrolavadora, pulir las bandas, pintar con Primer y tres manos de antifouling, que evita, o más bien posterga, que se adhiera vida marina al casco. Impecable, si el barco se mantiene en movimiento y uno lo repasa cada 10 o 15 días, el trabajo dura unos ocho meses.
Botamos el barco con el fondo nuevo y nos volvimos a vela a la bahía de Santo Antonio para terminar de poner lo a punto antes de zarpar. Hacíamos listas de pendientes y tachábamos muchos, pero surgían nuevos, parecía que no íbamos a terminar nunca: compramos un bote auxiliar y un motor fuera de borda, cadena y cabos, una linterna submarina; hicimos los trámites de residencia porque íbamos a pasar más de los seis meses permitidos a los turistas; abrimos una cuenta bancaria en reales para no llevar efectivo a bordo (más burocrático de lo que parece, al no tener domicilio ni ingresos fijos: "¿Entonces, viven en el mar?"); instalamos ventiladores a 12v y el piloto automático.
Todo esto entre el 5 de septiembre y el 5 de octubre. Ese sábado zarpamos temprano, Ulises atado con su arnés y línea de vida, todo rojo como el Hombre Araña, y nosotros dos llorando, por la despedida, claro, pero sobre todo por el horizonte, que de repente se corría mucho más allá.
SOBRE LOS BARCOS DE ACERO
Hay cascos de madera, de fibra de vidrio, de aluminio, de cemento y de acero. Todos tienen sus ventajas y sus debilidades. Los barcos de acero como el Tangaroa 2 son fuertes, con juntas y herrajes soldados; si chocan se abollan y no se quiebran, y si un rayo llegara a descargar en el mástil, hacen efecto de Jaula de Faraday: la electricidad elige pasar por el metal. El problema es el óxido, especialmente en aguas saladas. Por eso se ponen ánodos de sacrificio de aluminio en distintas partes del casco y hay que trabajar a diario con los puntos de óxido que van apareciendo. Lo cierto es que la mayoría de los navegantes transmundistas, eligen los metales.