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A mediados del siglo XIX, la capital de Cataluña se reconfiguró más holgada, luminosa y embellecida por la estética rupturista del genial Antonio Gaudí i Cornet. A sus icónicas huellas se suman otras también relevantes, en un rico itinerario de 15 hitos urbanos.
Primero fue el plan reformista del ingeniero Ildefonso Cerdà (1860), llamado L’Eixample (El Ensanche), que quintuplicó la superficie de Barcelona en un damero regular, una cuadrícula continua de manzanas de 113,30 metros con calles de 20, 30 y 60 metros. La altura edilicia no debía superar los 16 metros, habría jardines en cada corazón de manzana y cada una rematada con chaflanes de 45° para ganar visibilidad. La ciudad demandaba una transformación profunda, y pese a que mucho de lo planeado no se cumplió, El Ensanche tentó a las familias adineradas para instalarse en el Paseo de Gracia, su gran arteria.
Las inmensas fortunas de ultramar hicieron posible que palacios y mansiones despuntaran de la mano de grandes arquitectos. Con Antonio Gaudí en la escena, los días se iluminaron. Sus propuestas rupturistas marcaron un antes y un después entre el continuismo histórico y el futuro que pedía una nueva manera de pensar el mundo.
A finales del siglo XX sucedieron los Juegos Olímpicos del 92, magno evento que impuso una puesta al día de la ciudad con un programa de recuperación bajo el lema “Barcelona se pone guapa”. El renacer fue magnífico. Hoy, el elegante Paseo de Gracia con sus soberbias farolas que la engalanan, sigue proponiendo un recorrido urbano exquisito desde su encuentro con la avenida Diagonal hasta la Plaza Cataluña.
POR EMPEZAR, GAUDÍ
El punto de partida de su brillante trayectoria profesional se llama Casa Vicens (1883-1888), una residencia de veraneo con jardín, cuyas formas geométricas conviven con la rica ornamentación que la distinguen, inspirada en la vegetación del entorno.
Otro de los trabajos destacables de sus comienzos es el Palacio Güell (1886-1890); en el corazón de la Ciudad Vieja, transfiguró la casa original de la familia Güell-López en un “magnífico ejemplo de la arquitectura doméstica en el contexto del modernismo”. Incluido en la lista de la Unesco como Patrimonio Mundial en 1984, es valorado por contener “la esencia de la obra posterior de Gaudí, imprescindible para entender su arquitectura”.
La Casa Batlló se remonta a 1877, cuando todavía no había luz eléctrica (la primera gran central data de 1883); 26 años más tarde la compró un poderoso industrial textil, Josep Batlló i Casanovas. El hombre contrató a Gaudí, y le dio libertad para que hiciera y deshiciera a su antojo, incluso le había sugerido tirarla abajo. Pero en vez de destruir, Gaudí encaró una reforma integral (1904-1906): salvo la fachada, que sí se rehizo completa, hubo redistribución de la tabiquería interior, ampliación del patio de luces… en síntesis, de cada espacio brotó una obra de arte donde hasta el más mínimo detalle encubre una función.
También llamada casa de los ossos –sus columnas exteriores representan fémures–, la fachada reluce de coloridas y diversas texturas, dignas de cuentos de hadas sin malvados, desde la planta baja hasta la fascinante azotea de los dragones. Gaudí buscó acabar con el estigma de las azoteas condenadas a ser depósito de trastos, y las de sus casas son preciosos ejemplos de lo contrario. En cuanto al dragón, figura clave en la mitología catalana (San Jordi tuvo agallas –y una buena espada– para darle muerte), se convirtió en el símbolo de los modernistas.
A partir de 2002, y en coincidencia con el año internacional Gaudí, se multiplicaron las acciones culturales en la que se considera una de las máximas expresiones del modernismo catalán, que llegó a recibir un millón de visitantes anuales. Fueron tiempos felices de colas interminables que la pandemia interrumpió. A esta infausta circunstancia se sumaron “los daños irreparables en el Patrimonio Mundial”, ocasionados por vandalismo durante una huelga de los empleados de la empresa que allí presta servicios. Cerrada desde octubre pasado, la única visita posible es la virtual, imperdible por otra parte.
Otra perlita gaudiana: la Casa Calvet (1898-1904), edificio privado de cinco pisos que sólo puede apreciarse desde afuera.
DEL PASEO DE GRACIA A LAS AFUERAS
En el cruce de este Paseo y la calle Provenza se impone la Casa Milà, más conocida como La Pedrera –“cantera”, en catalán–, una mole hipnótica de 30 metros de alto con ondulaciones que, dicen, son un homenaje al Mare nostrum. Se construyó entre 1906 y 1912, según le fue encargado a Gaudí por Pere Milà i Camps (abogado, industrial y político) y Roser Segimon i Artells, una empresaria de la burguesía emergente catalana, casada en primeras nupcias con un acaudalado indiano –Josep Guardiola i Grau–, de quien había enviudado y heredado una importante fortuna.
Fue la obra civil más emblemática de Gaudí; sus innovaciones constructivas y funcionales así lo subrayan. Pero su relación con Roser Segimon estuvo llena de tropiezos, dado el antagonismo en lo que a criterios de construcción y estéticos concernían. A la muerte del arquitecto, la dueña de casa se sacó de encima todos los muebles diseñados por Gaudí (¡esos muebles!), hizo cubrir los elementos decorativos originales y la ambientó estilo Luis XVI. Seis años después de enviudar, vendió la casa a una inmobiliaria, pero siguió ocupando su piso hasta que falleció, en 1964. Cuando La Caixa compró La Pedrera, apoyó la minuciosa labor de restauración que hizo aflorar los preciosismos escondidos. El edificio, de ocho plantas y con una superficie cubierta de 1.835 metros cuadrados, fue concebido como inmueble para alquilar, más una planta principal para sus dueños originales. Hoy la propiedad está en manos de la Fundación Cataluña La Pedrera.
Lejos del centro de la ciudad, en un alto escabroso, el conde Eusebi Güell, industrial y político, imaginó un barrio privado muy exclusivo en la gran finca que había comprado, con vistas escenográficas del mar y del llano barcelonés. Nada había allí, salvo una antigua casa señorial que Güell convertiría en su residencia a partir de 1907.
El desarrollo del proyecto recayó en Gaudí, a quien había conocido en la exposición internacional de París de 1878. La futura urbanización preveía unas 60 parcelas triangulares, más una red vial y escaleras que permitieran salvar la topografía irregular. Gaudí respetó la vegetación de algarrobos y olivos que había en la finca e introdujo especies con baja demanda de agua, y trazó sistemas de captación y almacenamiento de agua que evitaran la erosión del suelo debido a las torrenciales lluvias mediterráneas y, a la vez, cubrir las necesidades de agua de la urbanización.
En 1902 se vendió la primera y única parcela, donde se edificó una vivienda diseñada por el arquitecto modernista Juli Batllevell i Arús. La segunda casa que se levantó fue de muestra, para impulsar las ventas, y que ocuparía el propio Gaudí en 1906, con su padre y una sobrina. El futuro barrio se pobló de espacios fantásticos, pero en 1914 al emprendimiento inmobiliario soñado por Güell llegó a su fin. A su muerte, en 1918, los herederos lo ofrecieron al ayuntamiento de Barcelona, y en 1926 se habilitó como parque municipal. La casa de la familia Güell se transformó en escuela pública, y la de Gaudí se abrió como museo en 1963. El fascinante Park Güell se convirtió en un hito imprescindible de viajeros. En 1969 se lo declaró monumento artístico y, 15 años más tarde, pasó a engrosar la lista del Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
OTROS MODERNISTAS + UN GRANDE
La obra más famosa del mencionado arquitecto Juli Batllevell es la Casa Antònia Burés (1903-1906), que se detecta en la calle Ausiàs Marc. El diseño de la fachada es de Gaudí, y este lo cedió a Batllevell, su colaborador en la Casa Calvet y en Parque Güell.
Pegada a la Casa Batlló brilla con estilo propio la Casa Amatller, del arquitecto Josep Puig i Cadafalch, que se ocupó de fusionar los góticos catalán y flamenco en una singular expresión modernista de 1900. Este inmueble perteneció a un industrial del chocolate, Antoni Amatller; no se visita, pero es posible asomarse a sus preciosismos con sólo acudir a la coqueta cafetería de la planta baja. Vecina de la Casa Lleó i Morera (1902), obra de Lluís Domènech i Montaner, este trío edilicio del Paseo de Gracia compone la llamada “manzana –o isla– de la discordia”, según la bautizaron los vecinos por su disparidad estética, que completan la Casa Mulleras (diseño de Enric Sagnier) y la Casa Josefina Bonet, obra de Marcel-li Coquillat i Llofriu.
De Domènech i Montaner, dos proyectos mayúsculos ennoblecen otros barrios más allá del Ensanche. Uno atañe al Hospital Sant Pau, el modelo ejemplar más cercano a la utopía que pudo haberse concebido jamás; construido entre 1905 y 1930, el complejo arquitectónico en hexágono sirvió de hospital público durante un siglo. Sus pabellones, hoy espléndidamente rehabilitados, son parte de un relajado paseo entre áreas ajardinadas, alas edilicias, senderos arbolados, y la red subterránea de amplios e impolutos túneles blancos que conectaban los diferentes edificios. Renombrado Recinto Modernista de Sant Pau, es, en este estilo, el conjunto más importante de Europa, declarado en 1997 Patrimonio Mundial por la Unesco.
El mismo año, entraba a formar parte de la misma lista otra arquitectura grandiosa de Lluís Domènech i Montaner, punto de encuentro de la vida cultural y social de Cataluña llamado Palacio de la Música. Aseguran que es la única sala de conciertos del mundo reconocida por la Unesco. Entre 1905 y 1908, el desmesurado edificio se apoderó de una esquina estrecha del bonito barrio de Sant Pere, con una superficie total que supera los 1.400 metros cuadrados. Escultura, mosaico, vitral y forja se combinan en esta suerte de caja de música mágica. La Sala de Conciertos está repleta de figuras: las musas que rodean el escenario, las valquirias wagnerianas que surgen del techo, un busto de Anselm Clavé y otro de Beethoven, el infaltable aporte de elementos vegetales (flores, palmeras, frutas) y la luz natural que se difunde sobre la sala gracias a un lucernario central, representación del sol.
Este palacio es la expresión modernista más estridente que guarda Barcelona, que por su espléndido colorido y líneas refinadas provoca una hipnosis gozosa, casi mística.