Salimos de la ciudad de Salta por la RP68, mapa en mano e ilusión in péctore, hacia un trayecto definido por dos extremos: Tolombón y La Poma. Pasando Alemanía (dizque el último poblado antes de la quebrada) ya nos envuelven las altas cuestas color terracota, los primeros cardones, algunos peñascos cortados a pico como puntas de lanza superpuestas. La soledad apenas interrumpida por un niño pastor que lleva a abrevar sus cabras al río. Un poco más adelante nuestro automóvil se interna en la Quebrada de las Conchas, en cuyas rocas sedimentarias ?que datan de 60 a 90 millones de años? se pueden ver fósiles de peces y anfibios y valvas de moluscos. Porque aquí "en un principio, era el agua". Todo invita a detenerse y explorar, con la sensación de estar entrando al misterio de los nombres: la Garganta del Diablo con sus laberínticos socavones donde se oculta el río, el Anfiteatro ?un semicírculo perfecto cuyas paredes semejan altas olas de piedra y hacen reverberar los pasos y la voz?, El Obelisco, Las Ventanas, Los Castillos, Los Médanos y la Casa de Loros, donde anidan aves barranqueras de gran envergadura que cruzan el aire como saetas chillonas.
En las inmediaciones de Tres Cruces ascendemos por una cuesta suave y arenosa hasta un recóndito mirador; allí nos sentamos largo rato, de cara al viento. Otros caminantes se unen a nosotras en silencio. En un cartel se lee: paquien no sabe mirar / la tierra es tierra nomás. Y ese será el lema que pondrá rúbrica a nuestro viaje: de bautismo en mi caso, de asombro renovado para Denise, la fotógrafa. A partir de aquí todo será descubrimiento por la mirada, a veces detenida, introspectiva y otras velocísima, fugaz. Pasan los pobladores a caballo con negros sombreros de ala ancha y aperos coloridos. Dos hombres y una mujer que arrean su tropa rumbo a un vallecito verde, más abajo. Denise pide permiso para fotografiarlos y los tres nos dedican tímidas, luminosas sonrisas. El Río de las Conchas, de lecho lodoso, como pintado al óleo con espátula, corre mansamente.
Hacia Tolombón
Por la RN40 llegamos a Tolombón (casi limítrofe con la provincia de Tucumán) y en sus afueras hacemos noche en Altalaluna, un exclusivo y acogedor hotel-boutique inaugurado en 2008 en una propiedad de once hectáreas con viñas propias y anchos sembradíos de pimientos. La sala de la finca ?que fuera la primera casa de la familia Michel Torino, construida en 1862? conserva su estructura original, pero la decoración es ecléctica y combina cierta sobriedad contemporánea con piezas únicas dispersas, entre ellas el escritorio Chippendale donde recibe el gerente Charles Kramer. Con la afabilidad del que conoce su oficio, nos invita a recorrer el predio y nos cuenta que dentro de seis meses tendrán spa y gimnasio en Altalaluna. Por ahora habrá que conformarse, vaya esfuerzo, con la pileta climatizada rodeada de cumbres y arboledas a 1.800 metros de altura. Muy cerca de aquí se encuentran las ruinas inexploradas de un asentamiento diaguita, a las que accedemos por un camino de olivos todavía en ciernes.
Al día siguiente hacemos un breve periplo por dos bodegas: una novísima en Cafayate y otra tradicional, de vino patero, en Tolombón. Enclavado en las estribaciones de la Sierra del Cajón, Tolombón es uno de los dos pueblos más antiguos de Salta ?el otro es San Carlos? y uno de los últimos reductos aborígenes en ser conquistados. (Cuenta la leyenda que el ánima buena del cacique Juan Calchaquí, pacificador en las contiendas, lo recorre cada noche para proteger a sus habitantes.) Allí visitamos la bodega de la familia Cabezas, con más de 45 años de tutelar tarea, donde don Antonio nos explica a grandes rasgos el procedimiento: cosechan la uva en gamelas (cajas) y las colocan en una tina de madera donde una persona, tomada de una cuerda, realiza la molienda ?otrora en patas y ahora con botas exclusivamente destinadas a ese uso?. Luego trasvasan mediante jarras el líquido al barril, donde fermenta unos cuatro meses, y de allí a la botella. "Hay que esperar una mañana fría, en que no haya viento, para que la borra quede abajo y el vino salga limpito", sentencia don Antonio. Y acto seguido nos presenta a una de las estrellas de la película Mondo Vino: su perrito Luther King.
En Cafayate
Para algunos es Capac Yac o pueblo que lo tiene todo; para otros sepultura de las penas. Hacemos pie en El Tránsito, bodega boutique de los sucesores de Pietro Marini inaugurada en 2006 y con primera elaboración en 2007 de vinos con uvas tintas Malbec, Cabernet sauvignon, Syrah, Tannat, y la blanca, autóctona Torrontés. Aquí degustamos un varietal cabernet, acompañado por quesos que acarician el paladar. En la primera bodega familiar, hoy Museo del Vino, se celebra anualmente y durante cuatro días la Serenata de Cafayate, después de cada 15 de febrero.
Esa noche, luego de probar un curioso sorbete de vino torrontés en Miranda, comemos el consabido chivito en la Parrillada De la Plaza, donde la peña arranca a las nueve de la noche y dura hasta que las velas ardan. Atención a los espíritus retozones: luego de las fantasías de malambo con lanza y boleadoras, los bailarines invitan a los parroquianos a intentar el paso básico ?planta, punta y flexión de tobillo? dejando a más de uno sumido en el desconcierto.
Rumbo a Molinos
Quizás el rasgo que mejor defina a estos parajes sea el contraste entre su agreste inmensidad y los manchones verdes de los cultivos, la tranquilizadora presencia de la mano humana. Ya nos habían dicho que, antes de entrar en la Quebrada de las Flechas, los lugareños acostumbran visitar la Iglesia de la Merced en el caserío homónimo, donde sólo viven cuatro familias. Y por supuesto allí nos dirigimos.
Apenas llegamos nos interceptan dos hermanitos (Esteban y Luciano) que con orgullo de conocedores nos hacen reparar en dos huellas ?una de perro y otra de gato? grabadas en los mosaicos del piso desde 1827, año de construcción del templo. Una vez honrada la costumbre nos adentramos en la Quebrada: una extensión sinuosa de ritmo intermitente, durante largos trechos flanqueada por piedras oblicuas que parecen flechas apuntadas al cielo. Es como si hubiéramos llegado a un áspero finisterre que sin mayores preámbulos pudiera impulsarnos al espacio exterior. Salido de la nada, un caballo blanco ramonea unos pastos secos bajo el sol del mediodía: raro unicornio al sur del mundo. Bajo esta impresión de irrealidad dejamos atrás la fantástica quebrada y bajamos a refrescarnos en Angastaco ?cuyo nombre significa Aguada del Alto? antes de seguir viaje a Molinos.
Dicen los estudiosos que es un típico pueblo de Indias formado a partir de la iglesia y la casa del Encomendero; pero más allá y más acá del dato histórico es de una belleza incomparable. ¿Qué se puede hacer en Molinos? Caminar, caminar y... seguir caminando por las calles de piedra de trazado irregular ?algunas anchísimas y otras abruptas, angostas? bordeadas de casas pintadas de un blanco unánime, con postigones verdes y puertas dobles esquineras. Y andando a la deriva conversar con los chicos que salen a jugar a la hora de la siesta, o cruzar un puentecito semiescondido hacia un campo de pastoreo, o visitar la Iglesia San Pedro de Nolasco, de 1639, en cuyo altar mayor destaca, apacible, una imagen de La Candelaria con su pequeña corona de plata. Y por supuesto recalar en Hacienda de Molinos ?caserón histórico del siglo XVIII, hoy magnífico hotel? y tomar un tentempié a la sombra del molle centenario o admirar la vasta colección de piezas prehispánicas halladas en la zona. Y después alejarse siguiendo el curso del río Humanao, a cuya vera las casas son más amplias, con galerías de gruesas columnas y paredes rosadas como el cielo del atardecer salteño.
Seclantás y El Colte
Resguardado entre las cordilleras del Churcal y el Brealito y apodado tierra del poncho salteño ?aunque es de imaginar que varios compiten por el título?, Seclantás es, con sus 300 habitantes, el único pueblo vallisto que apoyó la causa patriótica en las luchas por la Independencia. Pintoresco y bien cuidado, ofrece dos atractivos únicos: la iglesia de Nuestra Señora del Carmen con su conjunto de imágenes populares y un calvario realizado en tela encalada; y, en lo alto de la loma, en el camposanto, la capilla mausoleo de la familia Díaz Olmos, decorada con la florentina técnica del papel calado con vaporosos motivos de cortinados y guirnaldas.
Frente a la plaza, en la que medran y perfuman imprevistas palmeras y coníferas, se encuentra la posada El Capricho, donde pasamos la noche. Es una casa de 1830, de rara historia y raro encanto, restaurada y atendida por sus dueños. Un placer ineludible para todo el que pase por Seclantás: probar la chuchoca (maíz muy cocido en horno de barro y luego hervido con zapallo y carne) y el charquisillo que sirven en el restaurante Inti-Raymi, sobre la calle principal (que no es otra que la ubicua RN40).
Nuevamente en camino, entre Seclantás y Cachi, la ruta se vuelve una línea flanqueada por cerros y ruinas de salas de antiguas fincas. Unos 12 km antes de la Puerta de La Paya ingresamos a El Colte, el famoso Camino de los Artesanos, una calle sinuosa donde, a la sombra de los algarrobos, los tejedores urden en sus grandes telares de palo ponchos y tapices de trama apretada, muchos de ellos teñidos con pigmentos elaborados a base de cebolla morada o cáscara de nuez verde. El recorrido lleva su tiempo y se hace difícil elegir, pero finalmente nos quedamos con un camino de mesa y un tapiz de don Eduardo Choque.
Cachi
Su nombre significa sal en quechua; pero en la extinta lengua k?ak?an deriva de kak ?peñón? y chin ?soledad?. A 2.280 metros de altura y a los pies del colosal Nevado, Cachi es quizás la ciudad más populosa de estos valles. Tierra de haceres y cantares donde el carnaval se celebra con ronda de copleros, a la vieja usanza. Como en todos los pueblos vallistos, la consigna es andar y perderse para encontrar (y encontrarse).
Con ese espíritu bajamos al paseo del río ?casi seco durante nuestra estadía pero torrentoso en invierno? y, ya de vuelta en el centro, visitamos la Iglesia de San José, que no tiene campanario sino remate en espadaña de tres campanas y donde el agua bendita se ofrece en una gran tinaja de barro cocido, con grifo. Pero la noche en Cachi es un capítulo aparte: además de los numerosos lugares y lugarcitos donde sentarse a beber, comer y conversar en las inmediaciones de la plaza, basta andar unas cuadras para que el silencio acompañe cualquier caminata soñadora bajo las estrellas.
Pernoctamos y pasamos parte del día siguiente en Miraluna, un conjunto de cabañas a 7km del pueblo, camino a La Aguada. Un lugar para llegar y quedarse (no olvidar provisiones y vituallas); allí uno se siente como en casa, y hay viñedos, huerta orgánica y senderos para recorrer por cuenta propia o bien, acompañados por María Emilia y Luciano, se pueden realizar excursiones de variado alcance en jeep o a caballo.
Al caer la tarde, llegando ya la oración, volvemos a Cachi resueltas a retomar nuestros paseos por sus intrincadas callecitas.
Payogasta + La Poma
Sobre el único tramo asfaltado de la RN40, La sala de Payogasta ?antes casa de la finca de Julio Ruiz de los Llanos? es epicentro de múltiples propuestas y actividades en los pagos arribeños. Este hotel-boutique recién inaugurado tiene todo lo que hay que tener: 12 habitaciones sobriamente decoradas, muchas con vista al Nevado, con pequeño estar y aldabas en las puertas, estufa a leña e hidromasaje entre otras lindezas y comodidades. Y además propone una serie de recorridos que permiten apreciar los tres ejes principales de la vida vallista: las comunidades, el paisaje y los sitios arqueológicos.
Alejandro Alonso, socio gerente, nos tienta con las excursiones a caballo, que pueden durar desde una hora a siete días (esta última es una cabalgata a 4.200 metros de altura que se organiza a fines de abril con guías de alta montaña). Y nos cuenta que se puede participar de las corridas": así llaman a la señalada de la hacienda, que hay que reunir haciendo el chaco ?un cordón de gente? pues parece que las vaquitas payogasteñas no son mansas. También se puede ir a pie al Potrero de Payogasta, donde se yergue una de las dos únicas akayankas ?pared triangular de piedra y barro de ocho metros de altura que habría sido el frente de un templo incaico? del país. (La otra está cerca, en las ruinas de Tastil.) Y también a pie, o en sulky, al Pucará de Cortaderas o a Las Pailas, una ciudad preincaica. Pero se viene la noche y preferimos comer la sabrosa cabraleta (provoleta de queso de cabra grillada con hierbas) que sirven allí mismo e ir a descansar. Porque al día siguiente intentaremos llegar adonde llegan los valientes.
Dos maravillas conmoverán a quien se anime a seguir hasta La Poma: el pueblo viejo y los hitos del camino desde Payogasta. Hay que retomar la RN40 en zigzag y cuesta arriba acompañando la margen oriental del río Calchaquí (no es un trayecto fácil y dicen que en verano es aún más arduo por las lluvias, pero vale la pena hacerlo). El primer mojón es La Virgencita, en el km 4.538, un sendero al borde del agua que conduce ?sin carteles y hora de caminata mediante? a un valle poco visitado e ideal para acampar por las noches.
Un poco más adelante, entre los km4.542 y 4.546, están Los Graneros ?silos de más de 500 años de antigüedad excavados en la roca? y el Campo Negro: una pendiente tapizada de piedra pómez presidida por el volcán Los Gemelos (bizarría geológica de dos cráteres), que hizo erupción hace miles de años y creó estas renegridas vastedades calcinando la tierra con su lava.
En el km 4.548 la propuesta es bajar a pie por un desfiladero empinado hasta el Puente del Diablo, un túnel natural de un kilómetro de longitud que en realidad es un techo sobre el río ?también producto de la erupción volcánica? del que penden estalactitas (toda una aventura para espeleólogos y aficionados audaces cuando baja la corriente).
Y finalmente pasear por La Poma, el pueblo viejo (lo que de él ha quedado tras el terremoto de 1930) de color rojo sediento, cuyo mayor encanto es haber suspendido el tiempo; porque permanece intacto, engastado como una joya adusta en el desierto pétreo.
Salimos por Payogasta rumbo al Parque Nacional Los Cardones. A manera de despedida, contemplamos las dos grandes cadenas montañosas ?Palermo y Cachi? que dominan el área e iremos dejando atrás. Tomamos la Recta del Tintín y atravesamos un llano absoluto, moteado de cardones, donde de vez en cuando se avista algún burro indómito. Una recta perfecta de 12 km ?hoy asfaltada? que los incas trazaron usando antorchas como jalones y que acaso simboliza, después del encantamiento de los valles, la tensión de la libertad. Y así iniciamos el descenso por la majestuosa Cuesta del Obispo, unos 20 km de curvas y pendientes brumosas que nos llevarán de regreso a Salta. Como quien entra en las nubes.
Por Teresa Arijón
Fotos de Denise Giovaneli.
Publicado en Revista LUGARES 156. Abril 2009.