Alcalá de Henares, la ciudad ilustre donde nació Miguel de Cervantes
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Nieves E. Morán. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
"Por la calle de Alcalá la florista viene y va…", se canta en la zarzuela Las Leandras, lo cierto es que con nardos o sin ellos, después de atravesar la famosa puerta madrileña, se está en camino a la ciudad Patrimonio de la Humanidad que alberga antiguos tesoros. El viaje es como un espejo de nombres: Calle de Alcalá – Puerta de Alcalá – Puerta de Madrid – Calle de Madrid y en poco rato se llega a Alcalá de Henares.
La primera ciudad universitaria del mundo nos hace sentir pequeños e incultos. Por los claustros de la Universidad pasaron príncipes y gentiles y hombres de leyes y artistas que dieron esplendor a la humanidad.
El silencio da marco al andar por las estrechas y sesgadas callecitas que llevan al corazón de Alcalá, el Colegio Mayor de San Ildefonso, diseñado en 1499 por el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros para ser el epicentro de la primera ciudad del conocimiento. Los patios se abren, clásicos. El primero, llamado Santo Tomás de Villanueva, diseñado en 1618, deja sentado su origen con esta frase: "Donde una vez hubo barro ahora hay piedra".
Le sigue otro, más modesto y por último, el Trilingüe que debe su nombre a las tres lenguas clásicas que se enseñaban en sus aulas: latín, griego y hebreo.
La austeridad de los patios desaparece de pronto en las vibrantes decoraciones del Paraninfo, ejemplo de arquitectura y decoración mudéjar, renacentista y plateresca. Esta es la joya de la corona. Es un honor recorrer estos espacios que han contribuido a la cultura del mundo desde el siglo XVI y que han servido como modelo a otras universidades europeas y americanas.
Hacer un alto para almorzar se hizo imprescindible y, como ya sabemos, la cocina española es apetitosa -¡imposible desdeñarla! - y se necesita tiempo para gozar de los sabrosos platos.
La dama del futuro
Mientras esperábamos ser atendidos en una mesa de un animado restaurante, apareció una anciana zahorí y se paró, muy erguida, a mi lado. Llevaba en sus manos arrugadas y oscuras varias ramas de perfumado romero fresco, en claro contraste con la larga falda sucia que vestía. El lugar estaba colmado, pero ella no se movía de mi lado adivinando, tal vez, mi intención de darle una moneda para que siguiera su camino.
Nunca me interesó conocer el futuro de antemano, pero la mujer estaba, al parecer, decidida a ofrecerme su ancestral habilidad, aunque sus palabras sobre la condición humana no fueran novedosas.
Dicha su profesía giró sobre sí misma y se fue con el mismo sigilo con el que había aparecido. Sobre la mesa quedó una rama de romero.
Más tarde, en la calle Mayor, 48, en el lugar contiguo al Hospital de Antezana, donde quedó establecido que nació Miguel de Cervantes se puede sentir el aura cervantina e imaginar cómo vivía una familia acomodada en los siglos XVI y XVII. El patio central tiene el pozo original de piedra que proporcionaba el agua a la casa y lo rodean la sala de recibir con sillas de brazos dispuestas alrededor de un brasero, la "sala aderezada para comer"- que hoy llamamos comedor- y la cocina con chimenea, ambientada con utensilios domésticos y tinajas de barro. En la planta baja también se halla el "estrado de las damas", un lugar donde las mujeres se sentaban sobre almohadones para leer, interpretar música, hacer labores, rezar o simplemente, conversar. En esta habitación donde promediando el siglo XVI se reunían las mujeres de la casa en tertulia, estaba la zahorí de las manos arrugadas y oscuras aferrando su ramo de romero fresco conversando en voz apenas audible con una de las jóvenes guías de la casa museo. Sin mirarla, percibí su sonrisa…
El deslumbramiento de las horas de sol había acabado. A media tarde la tormenta se cernía sobre la ilustre ciudad de Alcalá que en pocos minutos se convirtió en estrepitoso aguacero. Se hizo necesario guarecerse. Los soportales de la Calle Mayor están allí desde hace siglos para acoger al paseante y allí fuimos. Esta ciudad es absolutamente española, y si se la mira a través de la lluvia, se verá su distinción no exenta de cierta melancolía cuando los estudiantes se han ido a casa y dejan de derramar sus voces y risas en las antiquísimas calles empedradas. Después de un rato, ya no se respiraba agua en la Calle Mayor y fue siendo hora de regresar a Madrid.
Mientras saboreaba una torrija recién elaborada y terminaba el chupito de dulce pacharán en la terracita de un pequeño bar, vi pasar a la anciana zahorí con sus ropas empapadas, abrazando una mata de romero recién cortado y a paso vivo como si persiguiera su propio torbellino. Quise darle alcance, pero antes de llegar a la plaza de Cervantes, la perdí de vista. Irremediablemente. Si no fuese por la rama de romero que hoy veo seca y oscura en un cuenco sobre mi mesa de trabajo, creería que haberme cruzado con aquella anciana fue solo un sueño…
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