Un recorrido por la costa sur del estado más remoto de Norteamérica a bordo de un crucero de lujo. Desde Anchorage hasta Vancouver, transcurrieron diez días entre fiordos y glaciares con desembarco en Valdez, Skagway, Juneau, Sitka y Ketchikan. Si tuviste la oportunidad de visitar Alaska, contanos tu experiencia.
Nunca pensé que llegaría tan lejos. Ni tenía idea de qué más, aparte de nieve y esquimales, podría encontrar arriba del paralelo 60. Pero me entusiasmó la idea de volar miles de kilómetros para llegar al extremo opuesto de Ushuaia. Y, una vez en las proximidades del Polo Norte, embarcar en un crucero, cuya imagen asocié de entrada con la de un rompehielos, lleno de científicos y camarotes con cuchetas. También reviví la escena de Titanic, en la que Leo Di Caprio desaparece entre los icebergs. Pero todas las presunciones y fantasías desaparecieron no bien supe que navegaría en uno de los barcos de la exclusiva naviera romana Silversea, de 186 metros de eslora y capacidad para 350 pasajeros. Ambientado en los años 30 con arañas y tapizados de estilo art déco, la dolce vita a bordo quedaba garantizada. Con buen abrigo en la valija y muchas expectativas partí en un vuelo de Air Canada rumbo a Anchorage, adonde llegué luego de hacer escala en Santiago de Chile, Toronto y Vancouver. Es decir que para llegar al estado número 49 de los Estados Unidos de Norteamérica, es preciso sortear los Estados Unidos de Canadá. Fue recién en 1959 cuando Alaska se incorporó al mapa político norteamericano, 92 años después de que el gobierno comprara la soberanía de ese territorio a Rusia por 7.2 millones de dólares. La adquisición había sido considerada un desacierto, hasta que en 1890 alguien gritó "¡oro!" y se desató la fiebre, sobre todo en el yacimiento de Klondike, en el noroeste de Canadá, próximo a la frontera con Alaska. Cuando ésta se aplacó, estalló el boom petrolero, que se concretó en 1977 con la construcción del oleoducto Trans Alaskan. No resultó tan mal negocio después de todo. Alaska es dos veces más grande que Texas, y tiene 17 de los 20 picos más altos de USA, entre ellos el McKinley, con 6.194 metros. Salida desde Anchorage Pasaron casi 27 horas hasta que por fin divisé Alaska desde el aire. A través de la ventanilla descubrí un paisaje de picos blanquísimos que me hicieron pensar en una gran torta cubierta con merengue y rodeada por un mar muy azul. Después, el blanco dio paso a las taigas, como se llaman los bosques boreales de coníferas en estas latitudes. Y de repente, en medio de esa apariencia inhabitada, apareció Anchorage. Esta ciudad no es la capital ?que es Juneau? pero sí una de las más pobladas, con casi 300 mil habitantes, y la principal puerta de entrada al estado con su aeropuerto internacional Ted Stevens Anchorage. Su puerto es híper activo, por la buena pesca y porque desde allí zarpa la mayoría de los cruceros, que son la mejor manera para descubrir este destino con escasa infraestructura caminera, donde circulan más hidroaviones que taxis y más catamaranes que colectivos. Allá lejos, la primavera se expresa con tulipanes y con la flor oficial de Alaska, la Forget-Me-Not (nomeolvides) y tiene pétalos color cielo. Pero además la estación florida viene con yapa: el sol de medianoche. Arriba, las estrellas desaparecen frente a un sol que no se esconde hasta la madrugada. En Anchorage, los nombres de las calles son números y letras como en la batalla naval, y las casitas se alternan con gift shops, que ponen reproducciones de osos a escala en la puerta para atraer a los clientes. En las peleterías venden abrigos, por supuesto, pero también sungas, porque osados que quieran broncearse en Alaska siempre hay. Aquí vi esquimales por primera vez, y no están vestidos con pieles sino con jeans, All Stars y ¡musculosa! En esta época no hace frío como para botas de nieve, pero el fresco se siente y es la excusa para probar la sopa casera de F Street Station, el bar preferido de los locales donde incluso preparan un riquísimo sándwich de cangrejo. Después de pasar un día en la ciudad, estaba lista para abordar el Silver Shadow. En la recepción cambié mi pasaporte por la credencial del barco y me convertí, oficialmente, en miembro de este club durante los diez días venideros. Grande fue mi sorpresa cuando me encontré con Kripesh en la suite, joven mayordomo hindú vestido con un elegante pingüino negro. "Madame Connie", me dijo, "estoy para servirle". ¡Wow! Detrás de él, se extendía la suite alfombrada con baño de mármol, amenities de Bulgari, bata, pantuflas, sommier, living privado, frigobar libre, LCD, Dvd, dock para iPod, y ¡balcón privado con vista al mar! Ni en el más nimio de los detalles se parecía al camarote de un rompehielos. Cuando me quise dar cuenta, mi ropa ya estaba colgada en el vestidor de la suite. A las cinco en punto de la tarde zarpó este lujo de hotel flotante hacia remotos destinos modelados por fiordos y glaciares. Yo, mientras tanto, sólo tuve que dejarme llevar sin pensar en otra cosa que no fuera pasarla bien, porque todo, incluso las bebidas alcohólicas y las propinas, estaban contempladas. La situación más compleja que atravesaría sería decidir en cuál de los cuatro restaurantes comer, qué elegir de la carta diseñada por Relais & Châteaux, o cómo pasar el tiempo: en un show, en el casino, en la galería de arte montada en los pasillos, tomando un masaje en el spa o un baño en el jacuzzi, cultivando las relaciones públicas con otros pasajeros, o relajada en mi suite. Los fiordos College y Harvard El segundo día fue el primero de tres en alta mar. Esa mañana estaba desayunando en mi habitación, cuando por la ventana empecé a ver unos bloquecitos de hielo sobre el agua. "Buenos días pasajeros ?anunció el capitán Alessandro Zanello por altoparlante?, estamos acercándonos al glaciar Harvard; los invitamos al Observation Lounge donde el profesor Paul Weser contestará sus preguntas". Por él me enteré que en el fiordo College tuvo lugar el epicentro del terremoto que, en 1964, puso Alaska patas para arriba. Bautizado Good Friday, el temblor de 9.2 MW duró cuatro minutos, marca que lo ubicó tercero en el ranking de los sismos más poderosos de la historia. Mientras nos acercábamos al glaciar, los mozos iban de un lado a otro de la terraza, abrigados con camperas y sosteniendo bandejas con chocolate caliente, tragos de alto voltaje alcohólico y mantas para los pasajeros con ganas de disfrutar de la lectura al sol, desparramados en una reposera. Las mujeres se convirtieron desde ese día en piezas esenciales del paisaje helado, con elegantes botas, gorros y tapados de piel. De pronto estábamos frente al glaciar Harvard, al que rodean montañas nevadas y aguas cubiertas por el hielo. La imagen era absolutamente blanca, con la salvedad del cielo azul. Cada tanto se desprendía algún bloque que arrancaba aplausos, al tiempo que caía con un poderoso estruendo. A la hora de cenar, compartí la mesa con un grupo de pasajeros y comprobé que tenían algo en común: ya habían visitado la Antártida para ver pingüinos y ahora habían elegido Alaska porque amaban el frío, para ver paisajes que les quitaran el aliento y para saber cómo se sentía estar en el extremo norte del mundo. Valdez, ciudad blanca En el puerto más septentrional de los Estados Unidos sucede algo paradójico. Sus aguas están siempre libres de hielo, pero sobre la vida de sus habitantes cae un promedio de 800 cm de nieve por año. Todo desaparece bajo un compacto manto blanco; puertas y ventanas de las plantas bajas de las casas quedan bloqueadas, a los cajeros automáticos se puede entrar con el auto como en el AutoMac, y cuando la máquina despeja las calles, éstas se transforman en pasadizos en la nieve. Y tanta se acumula, que aún en primavera quedan muchos kilos desparramados por la ciudad; pero no pasa de ser un detalle más del renuevo estacional, circunstancia que los lugareños celebran decorando sus jardines con adornos que arman durante el largo invierno. De regreso al barco, me encontré con otro clima festivo: se estaba organizando la noche de gala. Los turnos de la peluquería se habían agotado y al filo de las siete, los pasillos se convirtieron en pasarelas de vestidos largos y fracs. Ni un pasajero iba a renunciar a celebrar la vida con un gran banquete en el restaurante principal. Hacia Skagway vía el glaciar Hubbard La navegación siguió hacia el sur para ingresar en el Inside Passage. Esta es una región escabrosa, un reino de fiordos (esas bahías profundas y estrechas esculpidas por los glaciares durante el Cuaternario) abriéndose paso entre abruptas paredes montañosas, islas ásperas e imponentes moles heladas. Al glaciar Hubbard lo avistamos camino a Skagway, y a mí se me antojó inconmensurable, pese a sus 122 km de largo, 11 de ancho y sus más de 450 años. Por casi dos horas, sus hielos fueron el blanco de las cámaras. Un día después anclamos en Skagway. Sin saberlo, ya conocía algo de su historia. Había visto el dibujo de una hilera de caminantes estampado en las patentes de los autos. Y resultó que esa ilustración era una de las más representativas de Alaska y, en particular, de esta ciudad donde nace el Chilkoot Trail, el arduo sendero que llevaba a los buscadores de oro hasta la mina de Klondike en el que hoy se practica un exigente trekking de cuatro días. La tortura de los mineros recién terminó en 1898, con la construcción del White Pass. Así se llamó el tren que aún trepa las montañas, entre bosques y cascadas congeladas, hasta la frontera con Canadá y que es considerado el imperdible de Skagway. Sobre todo porque la obra fue declarada International Historic Civil Engineering Landmark, al igual que la Torre Eiffel y la Estatua de la Libertad. El pequeño centro comercial de Skagway revive con cada crucero. Las tiendas de suvenires desbordan, y en las calles se ven chicas que cantan disfrazadas con trajes de época y niños que venden limonada casera. Pero el verdadero hot spot es un mercadito chino que ofrece wifi por u$s 5 la hora. El boliche desborda porque conectarse desde los cruceros es caro y en Skagway no existe el concepto de free-wifi en ningún café. Es divertido ver cómo la gente habla frente a las cámaras de sus celulares en todos los idiomas para conectarse desde el lejano norte. Juneau, capital aislada Si no fuese por el crucero, sólo podríamos haber llegado por aire. Esta es la única capital de los Estados Unidos sin acceso terrestre. En la ciudad, el primer busto que se ve no es el de un prócer sino el de Patsy, un perro sordo que se ganó el cargo de "saludador oficial" de los cruceros durante los años 30. Bien cerca, en el mismo puerto, el otro emblema es Tracy´s King Crab Shack, un puestito especializado en tortas de cangrejo Dungeness, que sólo se pesca al norte de los Estados Unidos. Dicen que su carne, dulce y tierna, es adictiva. Y el mejor remedio para compensar el atracón, es tomar allí mismo un shuttle hacia el glaciar Mendenhall, uno de los pocos accesibles con vehículo y a minutos del puerto. Se lo puede observar desde el aire, en helicóptero, o desde el agua, en canoa; pero la manera más económica ?y más linda? es caminar su sendero que, 45 minutos después, concluye junto a una potente cascada que cae a metros del glaciar. De vuelta al barco, reservé una mesa en el solárium. Esa noche grillé en la pierrade una porción de halibut, que devoré en compañía de una copa de vino blanco italiano y del insólito sol nocturno. El halibut es un gran pez de cuerpo chato, pariente lejano del lenguado y más cercano del rodaballo, y como éste, habita en las profundidades de las gélidas aguas nórdicas. Sitka, Rusia en América Lo primero que vi fue un puñado de islitas que emergían como manchones de bosque sobre el océano. Detrás, la figura del volcán Edgecumbe que, según dicen, se parece al monte Fuji de Japón. La ciudad de Sitka, ubicada en la isla Baranof, fue lo más cerca que alguna vez estuve de la tierra de los zares. Allí desembarcaron los rusos por primera vez, en 1741; atacaron el fuerte de los indios Tlingit y, en 1808, la proclamaron capital de la Rusia americana. De los Tlingit quedaron los gigantescos tótems, que todavía pueden apreciarse en el bosque del Parque Nacional Histórico de Sitka. De los rusos, la catedral ortodoxa de Saint Michael, erigida primero en 1844 y reconstruida luego del incendio de 1966. Hito histórico de Sitka, su cúpula celeste guarda una llamativa simbología religiosa. Otro icónico punto de interés es la laguna Swan, espejo de agua artificial que crearon para fabricar hielo valiéndose de las bajas temperaturas. Era cuestión de esperar a que el agua se congelara, entonces la fraccionaban en bloques cúbicos y la vendían a California. Sitka fue sede del primer faro que tuvo Alaska y, aseguran, del cuarto aeropuerto más temible del mundo. También fue cuna de una de las mejores bromas que se hicieron por el día de April´s Fool, que se celebra cada 1º de abril en distintas partes del mundo. Sucedió en 1974: Oliver "Porky" Bickar hizo creer a la gente que el volcán Edgecombe había entrado en erupción; valiéndose de un helicóptero, depositó dentro del cráter varias bombas de humo y unas 70 cubiertas que prendió fuego para simular el humo. El buen genio de los ciudadanos hizo que todavía sonrían al recordar la anécdota. A Ketchikan por el fiordo Tracy Arm Para llegar al último enclave del pasaje, el barco navegó entre los inmensos farallones del fiordo más angosto que se puedan imaginar, el Tracy Arm. A medida que avanzábamos, éste parecía estrecharse más y más, al punto que pensamos que el capitán Alessandro no lograría atravesarlo. Pero el suspenso terminó cuando por fin vimos el glaciar Sawyer. Estábamos solos frente a una imagen de icebergs, focas blancas y una masa de hielo azulada; salvo nuestras voces, no se registraba otro sonido. Amanecimos en Ketchikan. Dicen que la lluvia es parte del paisaje de esta ciudad en la que caen 400 cm3 al año. Su historia comenzó a escribirse junto con la del salmón enlatado, cuando en 1885 se montó una pequeña fábrica que prosperó hasta devenir industria y el sencillo pueblo de pescadores se posicionó como "capital mundial del salmón enlatado". Las noches de Ketchikan también dieron que hablar cuando, en 1903, un conjunto de casas construidas sobre pilotes junto al río Creek se convirtió en zona roja. Mineros, pescadores, leñadores y cualquier hombre con ganas de fiesta rondaban por esta calle donde las chicas disponibles se dejaban espiar entre las cortinas de encaje de los burdeles. La madama más respetada fue Dolly Arthur, que comadaba Dolly´s House, un prostíbulo que, desde que se prohibió ejercer el oficio más viejo del mundo, en 1953, funciona como museo. El resto de los cubículos se transformaron en locales de curiosidades gourmet y objetos de diseño. Ketchikan tiene una particularidad que la hizo conocida y son sus empinadísimas calles-escalera, una ingeniosa manera de resolver el acceso a las casas que se construyeron en lo alto de la montaña y, como hay muchas, tienen carteles con nombres, como cualquier calle. Por último, uno de los principales atractivos de Alaska, el Misty Fjords National Monument, está aquí. Se trata de un parque natural de 5.700 km2 de fiordos y acantilados donde se resguarda el insólito Eddystone Rock, un pilar de basalto de más de cinco millones de años que emerge, solitario, en medio del canal de Behm. Hacia Canadá Avanzamos por los últimos tramos del Inside Passage para dirigirnos rumbo a Vancouver. El día comenzó a acortarse, y la mística del sol de medianoche también fue menguando, poco a poco. Había terminado la aventura en la lejana Alaska. La noche previa al desembarco, la tripulación cumplió con el rito de la despedida en el auditorio. Estaban casi todos ahí, mayordomos, mozos, mucamas, maquinistas, orgullosos de recibir los aplausos de los huéspedes por su intachable labor. "Mañana se van a encontrar en sus casas, preparando la comida, tendiendo sus camas? Y nadie va a hacerlo por ustedes. Eso sólo sucede acá, y por eso les decimos hasta pronto", subrayó el director del crucero, convencido de que volvería a ver más de una cara a bordo. Después de haber llegado a la última frontera, aún sin haber conocido el mundo entero, sentí que ya podía cantar, convencida, I´ve been everywhere junto a Johnny Cash.
Por Connie Llompart Laigle. Nota publicada en revista Lugares 208.