Recorrer el oeste de la ruta nacional 40 y la ruta nacional 9 conociendo su gente es una forma diferente de acercarse a Jujuy y comprender la idiosincrasia de los pueblos andinos de Cochinoca, Cusi Cusi y Santa Catalina.
La puna es Polonia, mujer colla que habita sola las Peñas de Ascalte, un paisaje rocoso con petroglifos a 3.660 metros de altura; un escenario con formas pétreas de animales que ella bien podría recorrer a ciegas, siempre con sus ovejas, con el viento, con el silencio. La puna es Eduarda, mujer colla que carga en su cuatriciclo un costillar de cordero para subirlo al cerro, asarlo con leña de queñoa y servirlo con mote, papas andinas, ensalada y hasta postre; en todo momento inmune al sol calcinante. La puna es el llamero Juan Ramón Cabezas, que cada 1º de noviembre prepara banquetes para su padre muerto en el cementerio multicolor de Cochinoca, pueblo viejo de adobe que quedó en el olvido. La puna es el matrimonio de Felisa y Luis, quienes organizan el chaku –captura y esquila de vicuñas– y la señalada –identificación de llamas– más vistosas de la región y gustan hablar de su amor de novela entre mates amargos y tortas fritas en la cocina de su finca en Santa Catalina.
Ya sabíamos que la puna es también los paisajes marcianos, la altura que escatima oxígeno, los ríos secos, el cielo azul impoluto, las hojas de coca, las mil aplicaciones culinarias de la quinua y los caminos de tierra desolados con más santuarios del Gauchito Gil que carteles indicadores. Pero este recorrido por el altiplano jujeño es algo más que el viaje típico: propicia el encuentro con algunos de los principales integrantes de las comunidades y sus historias, mujeres y hombres que, día tras día, al igual que sus antepasados, tejen la red de la puna que atrapa a viajeros como Jorge, como nosotros, como tantos otros.
Aclimatarse en los ojos del salar
En el aeropuerto de San Salvador de Jujuy nos busca Jorge Zaefferer, representante porteño de músicos que sucumbió al embrujo del noroeste hace poco más de tres años y, desde entonces, se obsesionó por dar a conocer la áspera y bella vida diaria de las comunidades comprendidas entre Abra Pampa, Cusi Cusi, Santa Catalina y La Quiaca, todas rodeadas por las Rutas Nacionales 9 y 40. Se asoció entonces con Danoa Turismo –agencia de viajes de Humahuaca– y creó La Puna 9/40, un circuito turístico-cultural de cinco días/cuatro noches de duración, que propone una constante interacción con locales. El nombre de su iniciativa proviene de la nomenclatura de las rutas principales de la provincia: la RN 9 y la RN 40.
Jorge nos lleva en su camioneta. Mientras avanzamos por la RN 9 nos cuenta los detalles de la travesía, quiénes nos recibirán en cada destino. Y nos da Sorojchi pills, las pastillas más eficaces para minimizar el mal de altura (se consiguen en Bolivia y en Perú). Dice que empecemos a tomarlas desde esa misma noche: llegaremos a la puna al día siguiente, pero hay que "aclimatarse".
Damos la vuelta de rigor por la plaza de Purmamarca y tomamos la RN 52. Llegamos al punto más elevado de la viboreante Cuesta del Lipán –Alto El Morado, a 4.170 metros– y en el descenso divisamos el Abra de Potrerillos y una extensa mancha color tiza: Salinas Grandes, nuestra primera parada en la Quebrada. Caminamos el circuito Ojos del Salar –una de las dos entradas a las Salinas– con el guía de sitio y artesano de la sal José Luis Leanio, quien habla de proporciones: que el 70% de los 212 km2 del salar pertenece a Jujuy, y el 30% a Salta. Que la mitad de este salar de origen volcánico de 10 millones de años de antigüedad es explotada artesanalmente por las comunidades, y la otra mitad, por empresas privadas que utilizan maquinaria moderna. Y que hace poco más de dos años empezó a haber guías oficiales de las comunidades cercanas. "Antes nadie cuidaba nada", comenta con un dejo de orgullo. Más allá de los piletones de extracción hechos por el hombre, aparece el sector más hermoso de esta planicie, que no tiene que ver con el comercio de la sal: los Ojos del Salar son pozos naturales de aguas dulces de intensos colores minerales que contrastan con la blancura del paisaje. Florencio Castillo, también guía de sitio de la comunidad Pozo Colorado, señala el verde azulado que transmite el cobre, el rojo que da el óxido de hierro y el amarillo del azufre en estos lagos mínimos. "Este es un lugar sagrado, no se lo toca para nada", aclara.
Volvemos a la RN 9 para llegar a dormir a Humahuaca. Por la ventanilla pasan veloces imágenes de las poblaciones de Maimara, Sumaj Pacha, Tilcara; cerros de unos rojos furiosísimos, mucho verdor, la bodega El Perchel, el Trópico de Capricornio y el sorprendente Hotel Huacalera, de un lujo poco frecuente en la zona. Ya es de noche cuando arribamos a las estrechas calles empedradas de Humahuaca. Nos acomodamos en el hospedaje céntrico Solar de la Quebrada y cenamos en Aisito Bar, donde la noche avanza bien quebradeña, con una exquisita sucesión de empanadas de quinua, vino tinto, salteados de llama, más vino tinto y una peña alegre y discreta con bailecitos del trío de guitarra, bombo y quena llamado Medalla Milagrosa.
Cochinoca: caminar sobre el fuego
De Humahuaca a Cochinoca se llega en unas dos horas por la RN 9 (hasta Abrapampa) y la RP 71, de ripio. Atravesamos cerros que se ven como colosales patas de elefantes y luego el paisaje se aplana: ingresamos a la puna. Aparece el Huancar, cerro en cuya ladera, por acción del viento, se formó un gigantesco médano de arena que es centro de práctica de sandboard. A la vera del camino, imágenes de Gauchito Gil, cementerios abiertos con coronas en colores chillones y las vías del futuro tren Belgrano Norte que llegará a La Quiaca.
Cochinoca se ve desde arriba, antes de llegar: un caserío ordenado de adobe y piedra con calles de tierra, iglesia antigua y paneles solares a 3550 metros de altura. Nos recibe el guía Juan Ramón Cabezas, sexta generación de nativos de Cochinoca, pueblo que perdió su protagonismo de punto obligado en el camino al Alto Perú y posterior capital departamental, cuando disminuyó la actividad minera y el tren fue desplazado a Abra Pampa (a 25 km) a fines del siglo XIX.
Aunque hay una escuela albergue que en la semana puebla de niños las calles y la plaza mínima iluminada con luces LED, la población permanente de Cochinoca son cinco familias, todas productoras de carne. Se nota la huida hacia el "progreso": muchas casas están abandonadas, ni tienen techo. "En Navidad y Año Nuevo solo queda mi madre en el pueblo, se van todos a La Quiaca", dice Juan Ramón. La madre es Eduarda, que a sus 69 años hace y deshace en Cochinoca: carga carne de llama en su camioneta y la lleva a vender a La Quiaca; recorre los cerros a toda velocidad en un cuatriciclo; abre y cierra las dos iglesias que quedan (de 1693 y 1747) de las cinco que había, pero no para misa, que ya no hay, sino para mostrar a los pocos turistas el rejunte de santitos, retablos, cuadros y tesoros de oratorios familiares de la zona que ella supo conservar. Eduarda es también una de las pocas que, en la mayor fiesta del pueblo –el día de San Juan– se atreve a caminar descalza sobre las brasas ardientes en el piso de la plaza de la Candelaria. "Es para quemar los pecados", dice la mujer con sonrisa pícara.
"Se perdieron muchas costumbres, como la señalada de las llamas o las ofrendas a la Pachamama, pero San Juan y el día de los Muertos siguen siendo sagrados en Cochinoca", comenta Juan Ramón. El 1º de noviembre a los muertos se les preparan sus platos preferidos, se los sirve en una larga mesa y se invita a la comilona a vecinos y amigos, quienes dejan un bocado de cada alimento que prueban en un recipiente. Al día siguiente, los parientes llevan esos restos de comida al cementerio y los colocan en un pozo junto a la tumba del ser querido. Juan Ramón cuenta en detalle esta ceremonia mientras abre la puerta del almacén de ramos generales que su abuela inauguró en 1920, y que funcionó hasta 1980. El negocio está intacto, con muchísima mercadería vintage de distintas décadas y es, como todo Cochinoca, un museo improvisado de un pasado de cierto esplendor puneño.
Finalizamos nuestro encuentro con Juan Ramón y Eduarda en las peñas de Ascalte, un paisaje de piedras con formas de animales, petroglifos y huellas de llamas fosilizadas. En este escenario volcánico con aroma a tola, Eduarda asa cordero para el grupo de visitantes y para Polonia, pastora y "dueña sin papeles" de este lugar. No somos sus muertos, pero la familia Cabezas igual nos sirve un banquete: a la carne se le suman exquisitas ocas (batatas andinas), mote, ensaladas varias y helado. Comemos y brindamos bajo el sol. Estamos vivos.
Los Mamaní y el valle de Marte
En Cochinoca no hay donde quedarse a dormir. Seguimos viaje a Cusi Cusi: son 72 km de ripio por las RP 71 y 70, para luego empalmar por la RN 40. Pasamos por el pueblo "nuevo" de Liviara y sus dunas, y por el cinematográfico paisaje del Abra de Lagunas, sitio sagrado con rocas enormes. A Cusi Cusi se ingresa por su parte "fabril": una planta procesadora de quinua (la primera y única de Jujuy), un taller de piezas de ónix y otro de producción de fibra de camélidos, trabajos en cooperativas que se pueden apreciar, si es que justo hay alguien que atienda.
A continuación, se abre un caserío de adobe de unas 20 manzanas, con anchas y ventosas calles de tierra y olmos siberianos, un par de hospedajes, dos comedores, un almacén y un locutorio con la única señal de internet de la zona. Estamos a 3.800 metros sobre el nivel del mar y la puna se siente. Nos tranquiliza saber que hay una salita de primeros auxilios con tubos de oxígeno disponibles.
Almorzamos platos típicos en el prolijo restaurante El Llamero, de Santos Mamaní, principal productor de carne y fibra de llamas de Cusi Cusi. El hombre, que tiene más de 400 animales, habla con voz pausada de la esquila, la desparasitación y la señalada, principales actividades de los llameros. Jujuy posee unas 140.000 cabezas de llamas, que representan el 70% de la cantidad a nivel nacional.
Cándido Mamaní, que no es pariente de Santos, es otro hombre importante en Cusi Cusi: es el presidente de la comunidad Orcho Runa y el propietario del Valle de Marte –también conocido como Valle de la Luna jujeño–, una asombrosa formación geológica que ocupa un hoyo de 1,2 km de largo por 1 km de ancho. Caminamos con Cándido por este valle desértico rodeados de farallones, riscos y domos de diversas alturas, formas y tonos ocre, rosados, grisáceos y rojizos que nos obligan a mirar en todas direcciones sin querer fijar la vista en ningún punto, para no perder la panorámica del escenario natural. "El valle está dentro de una finca de mi familia, yo venía de chico siempre, hasta jugábamos al tenis en la parte más plana", cuenta el comunero. Y agrega que no hay información certera acerca de la geología del valle, que "desde hace un tiempo están estudiando su composición varios alumnos de la Universidad Nacional de Jujuy".
De regreso al pueblo nos alojamos en el hostal Rincón de Cusi, de Rubén Quispe quien, al día siguiente, nos lleva al "Pueblo Viejo" o Kakahara, asentamiento original de Cusi Cusi en 1890, cuando formaba parte de Bolivia (hasta 1940). Antes de llegar a la iglesia de piedra junto a las ruinas del poblado, atravesamos un bucólico mallín con cortaderas, atravesado por el río Cusi Cusi. Al campanario de la iglesia se accede por una escalera exterior: Jorge se trepa y da tres campanadas.
Antes de partir, visitamos el taller de ónix del artesano Clemente Mamaní (sí, otro Mamaní) y la moderna planta de quinua, que maneja una cooperativa de 20 socios desde 2009. Compro un kilo del "superalimento" y me alegro al saber que una maravillosa máquina ya le ha retirado la saponina, esa sustancia que obliga, si no, a tantos lavados.
La Santa Catalina de Felisa
Vamos de Cusi Cusi a Santa Catalina, pueblo de 180 habitantes, a 3.800 m. El camino es hermoso. Avanzamos por la RN 40, a esta altura una huella que atraviesa una falla geológica con deslumbrantes cerros multicolores y multiformes. Nos detenemos en el pueblo fantasma San Juan de Oros, con lindísima capilla custodiada por cientos de llamas. Sus moradores se retiraron a Misa Rumi, primer pueblo solar de la provincia, ubicado a 5 km de allí. Antes de llegar a destino, transitamos 11 km por el lecho del río Granados, que corre por un estrecho cañadón.
En Santa Catalina, un apacible pueblo de adobe levantado junto al río, nos recibe la encantadora Felisa Solís, propietaria del Hostal don Clemente, una casa familiar de ocho habitaciones que conserva intacto el espíritu hogareño. Felisa es docente, dirige dos colegios prestigiosos en Salta, es coplera amateur y, principalmente, una mujer de 73 años que sabe contar historias. En cada comida (casera, exquisita), ella se ubica en la cabecera de la larga mesa del patio techado y cuenta, por ejemplo, que después de enviudar se reencontró con su primer novio, Luis, un amor prohibido, y lo convirtió en su compañero de vida. Que su padre vendía el oro que sacaba del río en el almacén de ramos generales, ubicado en el actual lobby del hostal. Que en el río se lava la ropa de los que acaban de fallecer para esa misma noche quemarla y enviar a dos arrieros a lo alto del cerro para saber quién será el próximo finado en el pueblo. "A la mañana siguiente, los arrieros deben azotar a la futura víctima para alejarla del destino fatal", asegura. La siempre sonriente y pituca Felisa habla de las fiestas patronales, de las "galladas" y otros festejos cuando caminamos por Padilla, la calle principal, empedrada, donde se suceden la iglesia, la Municipalidad, la escuela y el Museo Regional Epifanio Saravia (casi siempre cerrado).
Por la tarde visitamos su finca, un campo de dos mil hectáreas con 400 llamas y ovejas, donde Felisa y Luis organizan las fiestas más pintorescas de la zona: la señalada y el chaku (arreo y esquila de vicuñas), en el que participan más de cien personas. Ahora nos deja colaborar en el arreo de llamas y somos testigos involuntarios del carneo de un par de corderitos. La tarde termina de la mejor manera: con tortas fritas hechas por Luis, quien también ceba mates abrazado al termo, mientras Felisa entona unas coplas que nos hacen lagrimear de emoción. Volvemos al pueblo y ella, que ya nos trata como a parientes, nos enumera los ingredientes del frangollo que nos dará de cena: es una sopa con maíz blanco, zapallo, cebolla de verdeo, chorizo colorado y panceta.
Final de barro y gran vista
A 47 km de Santa Catalina está Casira, pueblo alfarero. La mayoría de las 38 familias que lo habitan se dedican a lo mismo: hacen cerámica en los fondos de sus casas. Sin torno, formando chorizos a la vieja usanza, modelan y hornean ollas, sartenes, vasijas, platos, macetas y adornos que venden a precios más que convenientes. Silvia Villegas, una de las alfareras, cuenta que aunque la arcilla se acabó en la zona hace unos años y tienen que ir a buscarla a Toqueiro, el tono rojizo final aún se lo da la tierra local.
El fin del viaje es la trepada al filo de El Angosto, el poblado situado más al norte del país, a unos 30 km de Santa Catalina. Desde el filo de la montaña, a más de 4.000 metros, apenas se divisa el caserío rodeado de verde, al costado del río San Juan y al amparo del volcán Lipes. Enfrente está Bolivia, con su onírica Reserva Nacional de Eduardo Avaroa. Es el punto cúlmine de la travesía antes de llegar a almorzar en La Quiaca y emprender el regreso al aeropuerto de San Salvador.
Si pensás viajar...
Hay estaciones de servicio sólo en San Salvador de Jujuy, Humahuaca y Abra Pampa.
CÓMO LLEGAR
La Puna 9/40. Santa Fe 410, San Salvador de Jujuy. C: (0388) 485-2067.jmzaef@gmail.com. El circuito completo Puna 9/40 de 5 días y 4 noches incluye todos los traslados desde y hacia el aeropuerto de Jujuy, alojamiento, todas las comidas (con excepción de la cena de la primera noche en Humahuaca) y bebidas no alcohólicas y paseos guiados en cada destino.
HUMAHUACA
Solar de la Quebrada. Santa Fe 450. T: (0388) 742-1986.Hotel céntrico con 10 habitaciones de tres categorías con TV por cable, calefacción central, wifi, bar, servicio de lavandería, quincho y solárium.
DÓNDE COMER
Aisito Resto Bar. Buenos Aires 435. T: (0388) 488-6609. Cálido restaurante de comidas típicas, abre todos los días para almuerzo y cena. Empanadas de quínoa. Tamales. Cazuela de llama, guiso de quínoa y locro. Aceptan tarjetas de crédito.
CUSI CUSI
DÓNDE DORMIR
Hostal Rincón de Cusi. Calle principal de Cusi Cusi s/n. No tiene teléfono. Es un hostal sencillo con tres habitaciones dobles.
SANTA CATALINA
DÓNDE DORMIR
Hostal Don Clemente. Santa Catalina.. T: (0387) 498-0303. Casona con ocho cálidas habitaciones (algunas con baño compartido), living, comedor, wifi, calefacción. Ofrece comida casera.
Nota publicada en revista Lugares 262.