Videojuegos: a 30 años de su lanzamiento, ¿por qué seguimos jugando a Mario Kart?
Hay algo sutil y complejo en la interacción entre artefactos y personas que hace que algunas cosas sean efímeras y otras (pocas) trasciendan
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En 1992 un japonés diseñó un juego tocado por la gracia, Mario Kart, un simulador de carreras divertidas que ha sido un éxito desde entonces. Han pasado 30 años y nunca ha dejado de encontrar jugadores por millones: fue el cuarto juego más vendido de Super Nintendo (1992), el segundo de Nintendo 64 (1996), GameCube (2003) y Wii (2008), el más vendido de la Wii U (2014) y de momento el segundo de la Switch (2017).
Pero lo más llamativo es que Mario Kart ha logrado todos estos éxitos sin cambiar en nada esencial. Todavía se maneja con cuatro botones y hasta el semáforo que da la salida suena igual. ¿Cómo es posible? Los videojuegos de hoy son mucho mejores que los de 1992, tienen mejores gráficos, mejores mecánicas y mejores historias. Hay otras franquicias longevas, como los simuladores de fútbol de Electronic Arts, pero el FIFA 22 es un juego muy diferente a la versión de 1993.
Mario Kart tenía algo que lo hizo perdurable. Pero, ¿qué? ¿Qué hace que un producto tecnológico, que normalmente sería fugaz, resulte inmejorable al primero intento? No tengo una respuesta firme, pero la clave tiene que estar en la interacción entre artefactos y personas. Es algo sutil y complejo, muy difícil de predecir. Por eso no sabemos anticipar qué juegos serán divertidos ni qué herramientas acabaran resultándonos útiles y naturales como una segunda piel. Esas virtudes solo se manifiestan a posteriori, cuando el objeto que sea existe entre nosotros.
Un ejemplo son las videollamadas. Durante décadas se pensó que estaban destinadas a sustituir a las convencionales, pero no es lo que pasó. En términos de eficiencia robótica, está claro que un minuto de video transmite más información que un minuto de audio. Pero ese cálculo ignoraba aristas humanas, como que a menudo prefieras no transmitir tanta información, quizás el color de tu pijama o lo despeinado que vas. También fue una sorpresa que las llamadas acabaran desplazadas por una comunicación todavía más rácana: los mensajes de texto. No anticipamos que las limitaciones que impone escribir serían ventajosas para nuestras interacciones: te obliga a pensar qué decir; reduce la verborrea (porque cuesta más teclear que hablar); y es asíncrona, lo que significa que puedes fingir que no has leído un mensaje y contestarlo luego: “Perdona, te acabo de leer”.
No es sencillo diseñar algo que las personas apreciemos, que resulte suficientemente agradable, cómodo o armonioso.
Encontré más ejemplos hojeando un libro fascinante de arquitectura y diseño urbano, publicado en 1977, A Pattern Language: Towns, Buildings, Construction. De las plazas públicas dice que son necesarias y deben ser grandes, pero advierte “si son demasiado grandes, parecen y se sienten desiertas”.
A la hora de iluminar una casa, te explica que evites las luces uniformes, que nos desorientan, porque “la luz exterior casi nunca es constante”. A cambio: “Crea áreas alternas de luz y oscuridad a lo largo de un edificio, de manera que la gente ande naturalmente hacia la luz cuando estén yendo a sitios importantes: asientos, entradas, escaleras, pasajes, lugares de especial belleza”.
También pone ejemplos de espacios que tienen éxito por motivos diferentes a los evidentes, como pasa con los cafés callejeros: “Proporcionan un lugar único, especial de las ciudades: un lugar donde la gente pueda sentarse perezosamente, legítimamente, para estar a la vista y mirar el mundo pasar”.
Hay cosas que simplemente funcionan.
Google habrá cambiado su algoritmo millones de veces, pero se usa igual que el primer día: escribes lo que sea que buscas y se te devuelve una lista con lo más pertinente.
Es lo mismo que pasa con la hoja de cálculo. Hace 30 o 40 años Lotus y Excel popularizaron el uso de una cuadrícula de celdas para manejar datos y aplicar fórmulas. Y esa forma de presentar la información sigue siendo utilísima para muchos trabajos.
O piensen en otro diseño perdurable: el libro. Tenemos teléfonos que graban video y parlantes que predicen la lluvia, pero el objeto-libro ha resistido impertérrito a la revolución digital. Uso un Kindle cada día y le encuentro algunas ventajas, pero sus mayores virtudes son las que heredó de su antecesor. No me sorprende, porque el libro ya era un producto tecnológico fantástico, casi inmejorable, capaz de hacer con tu cerebro algo alucinante, algo parecido a la magia. Es un artefacto que te sumerge en otro mundo mirando tinta sobre un fondo blanco.
¿Y el secreto de Mario Kart? Era y es perfecto para jugar con amigos. Pueden correr dos personas en la misma consola, y da igual si uno es experto y el otro novato, porque los dos van a divertirse. Más aún, van a poder competir… porque el juego hace trampas. Si corres contra tu veloz sobrino, y te va ganando, los dos sabréis que vas a recibir ayudas —setas turbo para adelantarlo o caparazones para atacarlo—, y aunque esas mecánicas igualadoras suelen molestar en otros videojuegos, en Mario Kart simplemente encajan: son carreras de broma donde se arrojan bananas a los adversarios.
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