Una playa, un mensaje en morse y un final anunciado: la historia detrás del código de barras
Nació en 1952, se usó por primera vez en 1974, hoy lo usan más de un millón de compañías, y en 2027 será reemplazado: esta es la historia del código de barras
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Quienes tengan más de 45 lo recordarán, y quienes sean más jóvenes habrán leído sobre el tema: a fines de los 80, en épocas de hiperinflación, las remarcaciones de precios no daban respiro. Si uno veía un producto a un precio durante la mañana, lo más seguro era que al rato ya costara más caro. Una lista de precios en poder del cajero indicaba el valor de las cosas, porque la etiquetadora, artículo por artículo, ya no daba abasto. No es la idea de esta columna amargar al lector y ponerlo a pensar en las similitudes con la situación actual. Es más, si uno lograra abstraerse de los salarios bajos, los precios altos y la inflación, podría decirse que pagar nunca fue tan simple. Y eso es porque cada producto -grande, chico, pesado, liviano, caro o barato- lleva consigo un pedacito de tecnología que hace que el intercambio de productos, bienes y servicios sea una acción sintética y concreta. No lo miramos, pero ahí está: es el código de barras.
¿Cómo sería ir al supermercado sin esos rectángulos blancos con líneas y números negros? ¿Cómo se manejaría el stock en un depósito lleno de pasillos, estantes, pallets, cajas y cajitas? ¿Cómo podrían saber en un negocio cuánto se vendió y cuánto queda de un determinado artículo sin hacer un inventario a mano? Si no fuera por el código de barras, todo eso que hoy es rápido y cotidiano sería lento y complicado.
Anatomía en blanco y negro
El código está compuesto por dos elementos: las barras y los números. Los dígitos corresponden a un código de país (para la Argentina es 779), un código de empresa, un código de producto y un dígito verificador, que chequea que esos datos sean correctos. Entre sus líneas y espacios se almacenan datos básicos como la imagen, nombre, fabricante, peso y destino de origen. En la Argentina los códigos son generados y administrados por GS1, una organización global sin fines de lucro que se encarga de identificar productos, servicios y bienes mediante estándares globales.
GS1 (acrónimo de Global Standard One) es como un club: se paga por una actividad, pero también se puede acceder a los vestuarios y al buffet. Además de ser la entidad autorizada para brindar códigos, también dan capacitaciones, ofrecen sistemas de trazabilidad o de documentación electrónica, estudios de retail y de medición de faltantes en góndolas, etc. Todo un mundo que existe, pero oculto por detrás de esas cortinas plásticas que dan a los depósitos de los supermercados.
Para ingresar al “club” es necesario registrarse como asociado en GS1 y pagar una cuota anual, cuyo valor dependerá de si se es una gran empresa, una multinacional o una pyme. Con ello ya se puede gestionar un código para cada producto, que una vez otorgado, se almacena en una base de datos con todos los detalles que la empresa registrante quiera informar: nombre, medida, peso, etcétera. Ese código, al ser universal, sirve para productos comercializados en el país, pero también para aquellos que se exportan. “Muchos productos alimenticios de la Argentina se exportan, y deben ser legibles para cada lugar donde vayan. El estándar global permite eso”, dice Gabriel Melchior, gerente de comunicación y marketing de GS1 Argentina. “No es un requisito legal, pero sí es un requisito para cada cadena de venta”.
Comprar, antes y ahora
La patente del código de barras fue publicada el 7 de octubre de 1952, y fue otorgada a Joseph Woodland y Bernard Silver. Se dice que Woodland, un ex técnico que había trabajado en el Proyecto Manhattan, estaba en la playa pensando una solución para encontrar un sistema que capture la información del producto en el momento de pagar. Se dice también que dibujó los puntos y rayas del código Morse en la arena, y que los estiró hacia abajo, formando líneas finas para los puntos, y gruesas para las rayas. Y se dice que esa idea de un Código Morse lineal fue todo lo que necesitó para patentar y luego vender su idea, que no tuvo demasiado éxito hasta bien entrada la década de 1970, y que en su versión original tenía el diseño circular.
Las tecnologías surgen cuando hay necesidades insatisfechas. Hasta 1947 los negocios se dividían mediante un mostrador. De un lado, los clientes; y del otro, los comerciantes con su mercadería. Pero a partir de ese año surgió un concepto novedoso para el momento: que cada cliente se sirviera por sí mismo de aquello que pretendía comprar. Ese simple cambio de modalidad modificó las costumbres de todos. Los negocios y los consumidores aprendieron a intercambiar más en menos tiempo. La compra diaria pasó a ser semanal, y luego mensual; la modalidad se extendió a los negocios de ropa, juguetes, perfumería y bazar.
Entonces el código de barras se adaptó al supermercadismo para darle velocidad al intercambio comercial primero, y una solución al problema de los precios variables más tarde. El primer producto en pasar por un lector de códigos de barra fue un paquete de chicles Wrigley’s Juicy Fruit. Era 1974 en un supermercado de Ohio, Estados Unidos, y costó 67 centavos de dólar.
Fue culpa de la inflación
En 1984 algunos integrantes de la Cámara Argentina de Supermercados decidieron gestionar la incorporación del código de barras en sus productos. El motivo: en épocas de hiperinflación había que remarcar productos chiquicientas veces en un día. Una vez aprobada la solicitud, se creó la Asociación Civil Argentina de Codificación de Productos Comerciales “Código”. Supermercados Norte y Casa Tía fueron las primeras cadenas en exigir el código. Un año después, la empresa Llauró e hijos introdujo el primer código de barras del país, en su jabón en polvo Dúplex.
“Diría que hoy la principal importancia del código de barras sucede por detrás, más allá de lo que se ve en la góndola”, dice Melchior. “Hace muchos años un depósito era una experiencia personal. Allí trabajaba alguien, digamos Rubén, que sabía dónde estaba cada cosa. Y si Rubén se enfermaba, alguien lo llamaba “Rubén, ¿dónde están las mermeladas?”, y Rubén decía “D4″. Pero si Rubén no podía atender o le pasaba alguna otra cosa, nadie encontraba nada”, ejemplifica. Hoy nada de eso pasa, porque todo lo que entra y sale de un depósito -desde la materia prima hasta el producto final- está identificado con un código GS1.
En un mundo en el que los estándares son aspiracionales -ni los números de los calzados ni los talles de la ropa funcionan como referencias únicas- el código de barras cumple su labor en prácticamente todo el globo. Recién en 2010 se unificaron criterios como UPC, EAN, EPC en la norma GS1, presente en más de 150 países que brinda servicio a más de un millón de compañías de más de 20 sectores. Sin el código de barras hoy sería imposible comprar un producto en un lugar del mundo y que llegue a otro, se trate de un medicamento, una herramienta, un par de zapatillas o un electrodoméstico.
El final del código de barras
Para 2027 está previsto que todo el sistema de códigos de barra migre hacia los códigos QR y, aunque no va a ser un reemplazo definitivo, sí van a tener cada vez más presencia. El QR permite el almacenamiento de más datos, como la fecha de vencimiento incorporada, y es de más fácil lectura para los dispositivos. “El porqué es muy simple: los consumidores demandan más. Por ejemplo, en un producto para bebés, que se busca saber qué tiene y cómo está hecho, toda esa información se va a poder almacenar en un QR y leer con un celular”, dice Melchior.
“¿Qué es lo que quieren las empresas? Que compres y que pases rápido por la caja, para cobrarles a otros. ¿Qué es lo que quieren los usuarios? Comprar rápido y sin inconvenientes en la lectura. Y eso se cumple”, concluye Melchior. Aunque el QR ya fue adoptado por los consumidores como una lectura rápida, un acceso inmediato a alguna información, o a una billetera digital de pago, es menester destacar que no hubiera existido jamás sin las barras, de las que nadie sabía demasiado, al menos hasta ahora.