Un viaje en el tiempo y un diálogo esperanzador
Tenía casi seis meses y, por lo tanto, mi conciencia de lo que ocurría alrededor era bastante rudimentaria. Pero a unos 14 kilómetros de allí se ponía en marcha una máquina sobre la que, muchos años después, escribiría este artículo.
Se puede decir, con toda justicia, que Clementina, cuya denominación formal era Mercury, obra de la empresa inglesa Ferranti, fue la primera computadora científica instalada en el país. En su momento fue un instrumento de cálculo ferozmente veloz. En tan sólo 180 microsegundos era capaz de sumar o restar dos números de coma flotante. Volveré sobre estas cifras en un minuto, pero antes déjeme decirle que Clementina fue en realidad, para muchos de nosotros, una máquina del tiempo. Visionarios, Alberto González Domínguez, Manuel Sadosky y Simón Altmann fueron pioneros en situar a la Argentina en un salto al futuro cuyos frutos vivimos hoy como algo cotidiano. Un salto, también, que la historia de nuestro país se ocupó de cercenar.
El 15 de mayo de 1961 Clementina se puso en marcha en el Pabellón I de la Ciudad Universitaria, que por entonces estaba en construcción.
Cincuenta años después, el martes último estuve en el Pabellón I para moderar una charla sobre los desafíos que enfrentan las empresas de tecnología en la Argentina. Fue una experiencia extraordinaria de la que participaron el director del Departamento de Computación de la Facultad de Exactas de la UBA, Sebastián Uchitel, y los ejecutivos Daniel Rabinovich, (MercadoLibre), Osvaldo Torasso (Globant), Mariano Suárez Battan (fundador de Three Melons, hoy en manos de Disney), Diego Alonso (Guía Oleo) y Fabián de la Rúa (Toing y Blaving). Digo extraordinaria porque hubo diálogo, diálogo de verdad y no de sordos, entre dos grupos tradicionalmente separados de la sociedad: los investigadores y los empresarios.
Es imposible resolver en unos pocos párrafos las conclusiones de un debate que duró más de una hora y media, pero diré que sí, necesitamos políticas de estado urgentes para promover la participación y la inversión de las empresas privadas en investigación de ciencias básicas y de computación, entre otras. Brasil nos lleva ventaja en este sentido, y no es de ahora, como apuntó en un momento mi amigo Mariano Absatz, que estaba entre el público. Sin embargo, como dijo Uchitel, ya existen algunas iniciativas en nuestro país y, lo que es de cierta forma novedoso, están marchando, en lugar de quedarse en agua de borrajas.
Más importante todavía, en la reunión surgieron propuestas concretas de cómo establecer una conexión entre las compañías que necesitan algoritmos y los cerebros que los crean. Durante un buen rato la reunión se convirtió en un verdadero brainstorming, lo que fue fascinante, porque en lugar de intercambiar secas e inútiles consignas, estaban proponiendo ideas. Casi trabajando en equipo.
No era tan difícil, después de todo, pensé en más de una ocasión.
Lo que definitivamente me pareció más alentador: cuando terminó la charla, que podría haber seguido tranquilamente durante otra hora y media, los investigadores y estudiantes y los ejecutivos de estas empresas siguieron conversando. Tenía que volver al diario, de modo que no me pude quedar, pero mientras me alejaba los vi entusiasmados en un diálogo sin distancias espurias. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, algo de esperanza. Tal vez ciertos males que parecen imposibles de erradicar de nuestra sociedad no lo sean tanto.
Números imposibles
Decía que Clementina era una máquina del tiempo y que era ferozmente veloz. Lo primero es sólo una metáfora sobre la que volveré hacia el final de esta nota; lo segundo es cuestión de fechas. Hablé por teléfono con Santiago Ceria, director ejecutivo de la Fundación Sadosky ( www.fundacionsadosky.org.ar ), y estuvimos haciendo números. A 180 microsegundos por cada suma o resta, aquella supercomputadora que acaba de cumplir 50 años -somos dos, Clementina- era capaz de completar unas 5500 cuentas por segundo. ¿Era así?, le pregunté a Santiago, porque el dato lo extraje del folleto original de Clementina ( www.dc.uba.ar/events/cincuenta/otros ), pero a la vez el Servicio Meteorológico Británico también tenía una Ferranti Mercury, a la que llamaban Meteor ( http://www.metoffice.gov.uk/corporate/pressoffice/anniversary/computers.html#steps ) y era capaz de 30.000 cuentas por segundo. Santiago me explica que hay unas cuantas cosas por considerar en el momento de establecer la velocidad de una de aquellas máquinas, pero me asegura que mi conclusión es correcta: Clementina, que debe su nombre a que podía programársela para que con sus pitidos entonaran la canción Oh my Darling, Clementine , era capaz de hacer más de 5500 sumas o restas en un segundo.
Eso hace que una PC de escritorio sea unas 18 millones de veces más rápida que Clementina. Cincuenta años pueden parecer mucho (¡no me lo diga!), pero ninguna otra tecnología ha avanzado 18 millones de veces en el curso de la vida de una persona. No son 50, son como 500.
(A todo esto, los pitidos no tenían una función musical, sino que se usaban para informar sobre el estado de la depuración de los programas, entre otras cosas.)
Con todo, y para ponerlo en contexto, la Ferranti Mercury ya era inalcanzable para los humanos; Clementina hacía en un segundo lo que a cualquiera de nosotros le llevaría 90 minutos. "Y sin errores -me aclara Santiago-, que es uno de los principales problemas de realizar cálculo a mano." Muy cierto.
"Clementina ocupaba una habitación -dice Ceria-, eran 18 módulos de 2 metros de alto y 50 cm de profundidad y 80 cm de ancho." Le pregunto si ya era binaria. "Sí, sí, usaba aritmética flotante y todo en base 2. Eso sí, los bytes eran de 10 bits, no de 8 como en una PC."
Santiago me pasa esta dirección ( www.magicasruinas.com.ar/revistero/argentina/computadora-clementina.htm ) donde están las fotos y el artículo publicado en 1962 por la revista Vea y Lea . Más fotos de Clementina aquí: www.mincyt.gov.ar/noticias/noticias_detalles.php?id_noticia=134
El equipo había costado 152.099 libras esterlinas, o 4,5 millones de dólares de hoy. Dado que mi PC es 18 millones de veces más rápida, debería haberme costado, redondeando, 81 billones (sí, 12 ceros) de dólares. Puesto que no pagaríamos mucho más de 2000 dólares por una PC moderna, el precio se ha desplomado más de 40.000 millones de veces.
De nuevo, números que se van de escala, demostrando que no han pasado 50 años, en términos de tecnología, sino muchísimos más.
¿Cuánta memoria tenía Clementina? "Cinco kilobytes, a valores de hoy", me dice Ceria. Así que mi PC tiene unas 800.000 veces más RAM.
Nada analógico, nada mecánico, nada de lo que los últimos 10.000 años de desarrollos técnicos nos enseñaron a percibir sirve aquí. Por ejemplo, en términos inmobiliarios, por el mismo dinero que en 1961 usted compraba un departamento de 90 metros cuadrados, hoy obtendría uno de 72 kilómetros cuadrados; eso es algo así como 15 barrios porteños.
Todo lo que quiera usar para comparar perderá sentido. Velocidad, sigamos. Un automóvil de 1961 hoy podría ir y volver del Sol (150 millones de kilómetros) seis veces en una hora. Un viaje a Mar del Plata insumiría algo así como una milésima de segundo. Un coche de esa clase costaría, además, una millonésima de dólar.
Para los que quieran saber cómo se construían programas para la Mercury de Ferranti, aquí está el manual de Autocode ("Algo un poco al estilo del Fortran", me dice Santiago), escrito por Ernesto García Camarero, del por entonces recién estrenado Instituto de Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires: www.dc.uba.ar/events/cincuenta/El-Lenguaje-AUTOCODE.pdf
La alternativa al Autocode era un ensamblador, llamado Pig-2. Sí, Pig-2.
Paradoja temporal
Los que tuvimos la fortuna de estar en contacto desde muy temprano con estas tecnologías somos como paradojas temporales, viajeros del tiempo. Seis años después de que Clementina se pusiera en marcha, mi padre trajo otra computadora de un tipo semejante para hacer la tipografía en frío del diario La Prensa. Era, como la Ferranti Mercury, enorme y hablaba por medio de cinta perforada. Recuerdo hasta el olor de esa cinta amarilla que, naturalmente, haciendo las veces de pantalla, lo inundaba todo. Aquella máquina había sido bautizada Carola. Carola era la malhumorada, caprichosa y tiránica perrita de mi abuela materna. La computadora, lo presencié como testigo muchas veces, no tenía un carácter menos voluble, solía colgarse o escribir textos sin sentido, y conseguía que todos estuvieran pendientes de ella. Dos lecciones que, anécdotas aparte, todavía hoy me son útiles.
Menos de una década después llegaron a casa las calculadoras electrónicas de menos de un kilo, todo un avance. Es más, en la panadería que todavía existe en la esquina de la cuadra de mi casa, vi funcionar durante años una de las cajas registradoras mecánicas, inmensas y manuales. Todavía la tienen, claro está, de adorno. Así que una calculadora del tamaño de una caja de zapatos parecía de otro planeta.
En la secundaria, cuando las computadoras personales todavía estaban lejos y para casi todo el mundo la sola idea de programar era propio de gente despeinada con guardapolvo blanco o de personajes del futuro en impecables naves espaciales, llegó a mis manos aquella HP65 con la que hice mis primeros pininos en programación; no estructurada y rudimentaria, pero el concepto era fantástico, en el sentido de que parecía propio de las fantasías que leía en las novelas de ciencia ficción: ¡estaba instruyendo a una maquinaria a que me ayudara con las pruebas de física!
Para cuando llegó la Commodore y la PC y todo lo que ahora es cotidiano, yo tenía una vida de estar en contacto con computadoras. Por eso no puedo dejar de pensar que los expertos cometen un horrible error al criticar (o mofarse) de las personas que hoy caen en trampas como la del botón No me gusta de Facebook. Lo digo porque he vivido la historia completa y estos 50 años han visto cambios que equivalen a mucho más de una vida, cambios que en una vida es imposible digerir. A menos que hayas tenido, como dije, esta rara fortuna de haber conocido una computadora con nombre de cuzco mordaz a la misma edad a la que aprendías a leer y escribir.
Ese no es el caso de la mayoría, y por eso con tanta frecuencia confunden realidad con virtualidad. No es ni culpa ni falta de discernimiento. Es que han sido catapultados en apenas cincuenta años a un mundo que, cuando éramos chicos, estaba en el futuro remoto.
Seguimos charlando con Santiago y me contó que la historia de Clementina también llama a reflexionar sobre lo que pudo ser y no fue, como destacó en el acto de celebración el ingeniero Jonás Paiuk, jefe de mantenimiento de Clementina. Paiuk expuso todo lo que por entonces habían avanzado en Exactas para construir una máquina con tecnología propia.
Estuvieron cerca, pero esa larga noche de intolerancia y demencia que pronto se abatiría sobre la nación truncó el proyecto.
"En su momento -me dice Santiago- hablábamos de igual a igual con los grandes centros de computación del mundo".
Esto ya no es de ninguna manera así. Por eso, ambos, la historia de Clementina y la reunión del martes en el Pabellón I de Exactas están relacionadas. Antes de terminar nuestra charla telefónica, Santiago me dice: "La misión de la Fundación Sadosky es allanar el camino para que la industria, las empresas y los investigadores trabajen juntos".
Una enorme misión. Insisto sobre el concepto: el almanaque dice que pasaron 50 años, pero otros países han viajado cientos de años en el futuro en este medio siglo. Así que pocas cosas son tan importantes como recuperar el sueño del gran Sadosky.
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