Un truco infalible para ganarle a la obsolescencia programada
Un componente en tu teléfono, notebook o PC mejora toda la ecuación costo-beneficio, pero casi nunca le prestamos atención
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Estos días, y a pesar de que mis amigos economistas (que sin duda saben más) censuran mi análisis, volví a ahorrar en hardware. Suena un poco contradictorio. En una industria que va tan rápido, ¿no es comprar hardware exactamente lo contrario de ahorrar? Es posible. Tal vez llamo ahorrar a lo que solo es no gastar de más. En todo caso, al mirar los números aparecen patrones muy interesantes. En 1990 compré mi primera computadora personal. Me costó 500 dólares. ¿Qué pagué por ese dinero? Anoten. Mejor, primero, siéntense. Ahora sí, anoten.
Compré un monitor monocromático de 14 pulgadas, un gabinete del tamaño de Australia (aunque mayormente vacío), un motherboard, un cerebro electrónico, 1 megabyte de memoria y una diskettera. Nada más. Mi primera PC ni siquiera tenía disco rígido; ni hablemos de conexión de red o audio. Su cerebro electrónico era un V20 de NEC, compatible con el 8088 de Intel; es decir, el procesador de la primera IBM/PC.
Así dicho, 8088 o V20 no significa nada (salvo para los veteranos). Pero tomando uno de los varios parámetros que se usan para medir el desempeño de un chip (los MIPS), el de esa computadora era unas 20.000 veces más lento que uno actual. Si estuviéramos hablando de autos, en 1990 me habría llevado un poco más de trece años ir en coche hasta Mar del Plata. “¿Falta mucho, pa?”
Hay muchos chips actuales, cierto, pero no queremos enredarnos en los detalles. La cuestión es que, grosso modo, hace 31 años pagué 500 dólares por una computadora que era 20.000 más lenta que una actual. Pero esperen, no son 500 dólares. Son 500 dólares de 1990. A valores de hoy son unos 1000 dólares. Sumemos el precio del disco duro que le agregué al poco tiempo: unos 600 dólares de hoy por una unidad de 40 megabytes. Leíste bien, 40 mega.
Ahora avancemos la cinta (en los ’90 se usaban VHS) 22 años, hasta junio de 2012, cuando compré la computadora que estoy usando ahora para escribir esta nota. A grandes rasgos, funciona 5500 veces más rápido que mi primera PC, y además tiene gráficos de 32 bits (4200 millones de colores posibles), dos discos duros, conexión con internet, grabadora de DVD (los DVD no existían en 1990; nacieron en 1996, y hoy están extintos), audio de alta fidelidad y 8000 veces más memoria RAM. Me costó 1327 dólares. Unos 1555 de hoy.
Posiblemente, los mejores 1327 dólares que invertí en mucho tiempo, porque el equipo sigue dando excelentes servicios nueve años después. Con todo, estos días la reemplazaré por una nueva PC de última generación.
Dos preguntas, acá. Primera, ¿por qué cambiarla, si todavía sirve? Segunda, ¿cómo es posible que en un negocio donde se habla constantemente de obsolescencia programada una máquina dure tanto tiempo?
Con razón
Los motivos para cambiar de computadora, smartphone o tablet son muchos. En mi caso, hay algunos procesos, como el diseño 3D o la codificación de video, que siempre piden más cómputo. Pero este equipo que estoy a punto de cambiar todavía tiene un largo camino por recorrer. Irá a reemplazar el que usamos para ver películas y series, que a su vez tomará algún puesto más tranquilo, como servidor de backup o algo así. Ah, ¿hay todavía una máquina más vieja que sirve para algo? Así es, un equipo que acaba de cumplir 14 años de servicio (parece que siempre se me da por renovar el hardware en invierno; ¿alguien dijo aguinaldo?).
En cuanto a la segunda pregunta, sí, hay un truco, un secreto del oficio para que una máquina dure esta enormidad de tiempo. Y para entenderlo hay que intentar responder algunas preguntas más. ¿Por qué una PC se pone lenta con el tiempo? ¿Por qué le pasa lo mismo al celular? ¿Por qué esta computadora, pese a tener nueve años, no está lenta ni muestra síntomas de vejez, salvo para tareas tan específicas como inusuales?
De memoria
De la misma forma que al principio de esta nota hice hincapié en la velocidad de los cerebros electrónicos (también llamados procesadores, microprocesadores, micros, CPU o chips a secas), solemos creer que la agilidad de un dispositivo electrónico depende solo de su motor, del chip, del cerebro electrónico. Alguna vez fue (más o menos) así. Y para ciertas aplicaciones es un factor clave. Pero para el 99% de lo que hacemos con una PC, un smartphone o una notebook hay un valor más importante que la potencia del cerebro electrónico. Ese valor es la cantidad de memoria RAM.
Mis smartphones siempre terminan en un cajón porque a sus baterías se les agota la vida útil, no porque se pongan lentos. Es lo que está empezando a ocurrir con mi Galaxy S7, lanzado en marzo de 2016. Un excelente equipo con cinco años de servicio que, si no fuera porque sus baterías están al límite, todavía tendría mucha soga en el carrete. ¿Cómo puede ser?
Simple. Este S7 tiene 4 gigabytes de memoria RAM. Es decir, 4000 millones de bytes. Cuatro mil veces más que mi primera PC. Cuando salió al mercado, tanta RAM era una exageración, un despropósito, un escándalo. Pero ese valor, y no otro, es el que le permite hoy funcionar casi con la misma agilidad de cinco años atrás. Pero, un momento, ¿la velocidad no la da el cerebro electrónico?
Sí y no. Vamos a dejar de lado muchísimas cosas, pero con los datos que siguen tu inversión en hardware va a ser mucho más eficiente. ¿Qué vamos a dejar de lado? Aparte de toneladas de detalles técnicos, dejaremos de lado que la RAM también viene en diferentes velocidades, que una placa de video potente es indispensable para los videojuegos con gráficos muy realistas y que la velocidad de los discos puede asimismo imponer un cuello de botella. Pero incluso así, la memoria RAM sigue siendo el factor discreto más importante para que tu hardware dure más tiempo. PC, notebook, smartphone, da lo mismo; todos, en el fondo, funcionan prácticamente igual.
Malabarismos
El CPU hace cálculo, básicamente. Cuentas. Y las hace muy rápido. Una PC hoy puede completar 1600 millones de cuentas por segundo. Sí, van rápido. Pero tienen un talón de Aquiles. El microprocesador necesita trabajar en alguna parte. Necesita un pizarrón para hacer todo ese cálculo (la analogía es muy antigua, y como toda analogía deja cabos sueltos, pero sigue siendo muy redondita). Ese pizarrón, ese espacio de trabajo, es la memoria RAM. Cuanto más grande sea nuestro pizarrón, menos tiempo invertiremos en borrar para poder seguir haciendo cuentas.
El problema es que la memoria RAM es costosa. Mientras que la capacidad de cómputo –es decir la velocidad del chip– es barata y abundante, la memoria es escasa y cara. Sumado esto a que tendemos a creer que el cómputo es el factor más importante, la RAM queda siempre relegada a un segundo plano. Y eso es malo porque cuando la notebook, la PC, la tablet o el teléfono se quedan sin RAM no se apagan, pero para poder seguir funcionado deben hacer un complejo malabarismo que lo entorpece todo. Fijate.
Cuando tu notebook o tu teléfono agotan la memoria disponible (o memoria instalada, en la jerga), empieza a mover cosas de la memoria RAM al disco duro para hacer espacio en la RAM. En rigor, no puede simplemente borrar, sino que tiene que guardar páginas de memoria (pizarrones enteros) en el disco. Una de las contras de esta tarea es que los discos son muchísimo más lentos que la memoria RAM, y ahí es donde todo se traba, las ventanas tardan en cargar, cuesta pasar de una app a otra, y así. Se llama cuello de botella. No lo ves, pero el pobre equipo está invirtiendo mucho tiempo en hacerle espacio en la memoria al cerebro electrónico. Entre tanto, el cerebro electrónico debe esperar ocioso. Es rápido, pero no tiene donde hacer sus cuentas.
Por supuesto, la obsolescencia adopta muchas formas, pero la RAM es un asunto omnipresente. ¿Por qué? Porque todos los dispositivos necesitan RAM.
Una aclaración al paso, aunque no menor: en el teléfono lo que se llama “Almacenamiento” es el equivalente al disco duro de tu notebook. El Almacenamiento no es (repito, no es) la RAM. Un teléfono hoy anda en 2 a 6 GB de RAM, salvo casos excepcionales. Dos ya es muy poco, anotate eso.
Doble o nada
OK, ¿pero hay una regla para calcular cuánta memoria RAM es la que hay que elegir para que el equipo dure más tiempo? Sí, claro. Mi mejor consejo es elegir un equipo con al menos el doble de lo que el mercado considera mucha RAM. Por ejemplo, hace nueve años –cuando compré la PC que estoy usando ahora para escribir este artículo– cuatro giga (4 GB) de memoria era mucha RAM. Por lo tanto, le puse ocho. Parecía mucho. Pero solo era cuestión de tiempo.
Si no podemos pedir más RAM, como ocurre con teléfonos y tablets y ciertas notebooks, hay que elegir el modelo con más memoria. Ah, ¿es el más caro? Vaya casualidad.
La PC que acabo de armar (1443 dólares) tiene 16 GB de RAM, porque hoy un buen número está entre 6 y 8. ¿Dieciséis no será mucho? Todo lo contrario. En este momento, con los servicios básicos, el procesador de texto, algunas pestañas del navegador y Spotify, Windows ya está consumiendo casi 5 gigabytes de memoria. Si intento ejecutar algún proceso muy exigente en memoria (una máquina virtual, por ejemplo), fácilmente podría superar los 8 gigas, y ahí todo se pondría lento. Así que 16 GB no es mucho, y probablemente lleve ese número a 32 en breve. Eso ya es exagerado, ¿no?
No, mucha RAM nunca es demasiada. Puede parecer un gasto injustificado los primeros dos o tres años, pero a medida que la tecnología avanza, el software hace cada vez más cosas. Para eso necesita más capacidad de cómputo y más RAM. ¿Entonces no habría que cambiar toda la computadora? No exactamente. Podemos evitar comprar una máquina nueva cada dos años si de entrada le ponemos mucha memoria. Veamos los números, una vez más.
En este momento, trabajando normalmente, mi PC está usando el 60% de la RAM, pero solo el 6% de la capacidad de cómputo. ¿Por qué tanta diferencia? Por muchos motivos, pero en los hechos disponemos de mucha más capacidad de cómputo que de memoria. Por lo tanto, y salvo casos muy especiales, un teléfono, una PC o una notebook siempre van a necesitar más RAM, no más capacidad de cómputo. Por eso también, cuando uno mira la letra chica, descubre que el teléfono más caro siempre es el que tiene más memoria. No existen teléfonos muy costosos con poca RAM, porque poca RAM conduce inexorablemente a una pésima experiencia del usuario, y eso es lo que ninguna compañía quiere que le ocurra al cliente que invierte un montón de dinero en su marca. (Dicho sea de paso, también el espacio de almacenamiento en los teléfonos es caro y suele mover mucho el costo del equipo, pero no hay que confundir ambas cosas.)
Vuelvo un segundo a la economía. El precio de una computadora se ha mantenido notablemente estable durante los últimos 30 años, en el orden de los 1500 dólares (en la Argentina), pero lo que obtenemos es tanto más abundante que cuesta entenderlo. Mi nueva PC es (grosso modo) 20.000 veces más veloz, tiene 16 millones de veces más memoria RAM y 50.000 veces más espacio de disco que la primera que compré, en 1990. De haberse mantenido el precio estable, me tendría que haber costado más de 10 millones de dólares. El cálculo está forzado, pero es revelador.
En tecnología, las palabras que la industria elige a veces confunden bastante. Memoria suena a recuerdos. Eso está bien para el disco duro o el almacenamiento de tu teléfono, pero no para la RAM. Siguiendo con la clásica analogía, si el microprocesador es el cerebro, la memoria RAM vendría a ser la mente. Y ya saben. Todo está en la mente.