Un presente que, gracias al chip, recuerda escenas de ciencia ficción
El escritor Arthur C. Clarke acuñó en 1973 una frase que hoy es un clásico: “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Lo que puede verse en la CES 2018 que cierra sus puertas mañana en Las Vegas tiene mucho de magia, gracias a la inclusión, en casi cualquier cosa, de un chip, un sensor y una conexión a Internet. Esto transforma cualquier objeto tradicional en una computadora.
Un chip en una uña que nos dice si ya tenemos que salir del sol porque nos dañará la piel; un accesorio para un teléfono que nos mide la presión arterial; podemos hablarle al televisor y pedirle que nos muestre un programa o nos busque un dato en Internet; tener un robot que es a la vez una mascota y un asistente, y que sube las persianas o prende la alarma (y lo hace sin tocarlas: sólo porque se lo pedimos).
También están las zapatillas que detectan si nos caemos y llaman a una ambulancia, y le dan nuestra ubicación con la exactitud de un GPS; la píldora que, al tragarla, informa (en la comodidad de la pantalla del teléfono) cómo viene nuestra digestión; la bañadera que se llena al nivel que queremos, con la temperatura ideal, con sólo decir un comando en voz alta, como si fuera un conjuro. O el auto que lee nuestras ondas cerebrales y detecta, antes que de lo sepamos, cuándo estamos por hacer una mala maniobra (o una muy jugada). Todo esto puede verse en una expo de tecnología como al CES.
A veces olvidamos que hace no tanto tiempo esto era todo magia. O ciencia ficción. Hoy la lectura es sencilla: si un chip mejora las funciones de algo (cualquier cosa), ese objeto lo tendrá, tarde o temprano. Si se conecta a Internet para compartir esa información, mejor. Gracias a los smartphones, que en la última década contribuyeron a abaratar muchísimo los costos de la tecnología, los chips están en todos lados. ¿Por qué? Por la conveniencia de la gestión a distancia, por la posibilidad de tener información muy precisa sobre el funcionamiento de algo, porque la inteligencia colectiva (que es, después de todo, lo que condensan las computadoras) mejora su eficiencia.
Algunos ejemplos de lo que se ve en la CES, no obstante, parecen exagerados: ¿es necesario prender el ventilador con un comando verbal? ¿No es más fácil tocar un botón? Hay dos lecturas: una, que a veces hablarle a las cosas es más natural y flexible que caminar hasta una perilla o interruptor. La otra, que es puro tecnologismo: ponerle un chip “porque es mejor”, sin medir si su presencia genera un beneficio notorio.
¿Cómo desempatar? Evitando –al menos, al momento de evaluar el producto– la fascinación de la que hablaba Clarke, y aplicando el sentido común, con el menor prejuicio posible. ¿Me hace la vida más fácil? Entonces sirve. Corresponde, así, mirar la CES (y otros shows de su tipo) con el conocimiento de que la feria acumula medio siglo (literalmente) mostrando tanto atisbos del futuro como promesas incumplidas. No dejarse engatusar por cualquier producto porque tiene un chip, pero entender que el número de objetos que los incorpora (para bien) no dejará de crecer.