¿Tiene sentido que sigamos leyendo libros?
Google celebró a Gutenberg, pero nos la pasamos mirando series y videos de TikTok. O de YouTube, para el caso
- 10 minutos de lectura'
Esta semana Google reemplazó su logo en el buscador por una ilustración (las llaman doodles) que conmemoraba a Johannes Gutenberg, el maguntino que inventó la imprenta de tipos móviles y, con eso, el libro en serie. En 1455 publicó su Biblia en 42 líneas y aquí estamos, en un mundo creado esencialmente por los libros. No parece, pero es así. De no haber derribado con su artilugio los diques y controles fiscales que se le imponían a la transmisión de información en la Edad Media, no habríamos desarrollado ni las ciencias, ni las democracias, ni nada de lo que damos hoy por sentado.
Y un poco nos quedamos en eso. En que el libro es cultura. Que la persona leída sabe más cosas. En realidad, depende de qué lea, pero no entremos en detalles. Vamos a lo que importa. Se lee poco. En un mundo inundando de estímulos audiovisuales interactivos que causan satisfacción dopaminérgica inmediata, se lee poco. En particular, salvo honrosas excepciones, los alumnos llegan a la universidad con una cantidad total de libros leídos que, francamente, espanta. Hago un censo, dos veces por año, en uno de mis cursos en la universidad. A los veintipocos, el número de libros de literatura (no manuales, no monografías, no reglamentos) que han leído está en el orden de los diez o quince. El número más alto que me dieron fue 50.
Obviamente, lo anterior suena a viejazo. Viejazo mal. Hablar de los jóvenes es un viejazo, porque, primero, uno puede ser joven independientemente de la edad. Y viceversa, ojo. Y segundo porque crea más grieta: jóvenes versus no tan jóvenes. Leídos versus iletrados. Y, para replicar el discurso digital de moda, las nuevas tecnologías pueden transmitir información de formas mucho más eficientes, inmersivas, gamificadas y todo el resto del menú de palabras altisonantes. Sí, por supuesto. Me dedico a esto desde mucho antes que la mayoría de los gurús naciera.
Así que lo sé de sobra. La cuestión no es que las nuevas tecnologías pueden transmitir la misma cantidad de información que los libros. Como me dijo un amigo una vez, y como aparece en The Matrix, llegará el día en que nos conectemos a algo y en un instante sepamos todos sobre cosmología, botánica, cocina vietnamita o música barroca. No. La cuestión es todo lo que un libro enseña más allá de la información que transmite.
Por eso, como habrán notado, no hice ninguna diferencia entre el libro de papel y el libro electrónico, y es ahí también donde el dibujito de Google de esta semana está muy bien, pero, viniendo de los gestores de YouTube, suena como el homenaje a una pieza de museo. Y el libro está lejos de ser algo así. De papel o de bits, da lo mismo: lo estamos mirando de la forma equivocada.
Todavía encandilados
El doodle de esta semana tiene que ver no exactamente con algún aniversario de Gutenberg, sino con que en 2000 el museo de Gutenberg en Mainz (Maguncia, en español; de allí el gentilicio maguntino) inauguró una exposición para celebrar sus 100 años de existencia.
El libro en serie –o sea la imprenta de tipos móviles metálicos– fue tan disruptivo, tanto más que todos los dispositivos novedosos de los últimos 40 años, que todavía seguimos encandilados con su primera función: transmitir información, algo que en su época estaba circunscripto a un pequeño grupo de poderosos.
La onda expansiva llega hasta hoy, y seguimos asociando el libro con la cultura, con la ilustración, con el conocimiento, si no acaso con la sabiduría. Transmitir información es importante, y por eso la actividad estuvo (y sigue estándolo, en los Estados policiales) muy vigilada. Con internet de por medio, más una serie de tecnologías que superan al texto sobre papel en muchos sentidos, es natural que tengamos la sensación de que el libro es algo superado.
Querible, simbólico, prestigiante, pero superado. El doodle de esta semana suena más a nostalgia que a actualidad. A pesar de su poderío, Google cae en la misma hipnosis: confunde el libro con un sistema de transmisión de información o con el equivalente antediluviano de las series (Salgari, Conan Doyle) y las películas (Cervantes, Hugo, Verne, Homero).
Es una confusión, insisto. El libro (o, si lo prefieren, la lectura) es asimismo un método de entrenamiento personal que casi no tiene parientes. Y, como tal método, que pasaré a describir enseguida, funciona mucho mejor si es de papel. Por eso, y no por otro motivo, la hija de una amiga mía, que tiene 12 años, no quiere saber nada con los ebooks. No es el único caso.
Concentración
El libro no te la hace fácil. No hay efectos especiales y solo estimula la visión con simbolitos pequeños y monótonos. No tiene banda de sonido para que el momento de tensión sea más tenso, ni expertos en casting para que así como ves al traidor digas: “este es el traidor”. Lombroso rules.
No obstante, en algún momento aprendemos a leer libros y todos esos atributos del cine se vuelven innecesarios. El gran escritor emplea la más alta tecnología imaginable, la de nuestra mente, para sumergirnos en su universo. Si la lectura empieza más o menos temprano y si se convierte en un hábito, habremos incorporado algo que es patente cuando uno mira a alguien leer. La concentración. Miren al lector. Está recorriendo unas insignificantes hileras de simbolitos monótonos con los ojos, y sin embargo está más allá de este mundo, en otro, concentrado al máximo.
Se ha dicho que una alta capacidad de concentración es un rasgo propio de los genios. No lo sé, pero sin llegar a tanto, una persona que lee libros es una persona capaz de hacer algo, lo que sea, sin dispersarse, incluso en condiciones ambientales adversas. ¿Sienten que esa destreza está en falta? Caramba, qué casualidad.
Abstracción
La impericia para pensar en abstracto es grave. Si a alguien le cuesta entender el ancho de banda expresado en bits, pero lo entiende expresado en litros por segundo, ese es un problema de abstracción. Los libros, en especial los de literatura, son maestros tempranos en este sentido. La lectura de novelas y cuentos obliga a ejercer la madre de todas las abstracciones, de un modo semejante al del músico que mira una partitura. No, no ve manchitas en un pentagrama. Ve música. Oye música. De chicos, con nuestras primeras lecturas, aprendemos a abstraer el texto, que deja de ser una hilera de simbolitos monótonos y se convierte en escenas, personajes, aventuras, historias.
Me dirán que es obvio. OK. Pero después no vayan por ahí diciendo que hay problemas de comprensión de texto. Porque los que empezamos muy temprano a leer libros nunca sufrimos tal dificultad. Leer dejó de ser leer para convertirse en disfrute, y no hay disfrute sin comprensión de texto.
Puede no parecer del todo importante, así que los invito a que hagan este ejercicio. Escriban una frase en español –por ejemplo “La casa es blanca”– en Google Translate. Pásenlo a singalés, un idioma que hablan 16 millones de personas. Y van a entender rápidamente lo que quiero decir. El grado de abstracción que requiere la lectura es tan colosal como transparente.
Frustración
La tolerancia a la frustración es una de las destrezas personales más importantes que puedan imaginarse. La razón es bastante simple: en esta vida no siempre obtenemos lo que deseamos. Nadie. Ni el más rico y poderoso. Así que cuando vean a una persona adulta enfurecerse ante la frustración, ahí tienen a un sujeto profundamente perturbado. O, por lo menos, con la madurez de un crío de tres años.
Pues bien, leer libros es frustrante. ¿Por qué es frustrante? Porque no todos los libros son para uno. O uno no es para el libro. Como sea, especialmente cuando somos chicos, vamos a empezar muchos libros que seremos incapaces de terminar. Porque está mal traducido (con el ruso y el francés ocurre mucho), porque es de un nivel demasiado avanzado (nadie empieza a leer libros con Ulyses o Rayuela) o porque, simplemente, nos aburre. Puesto que buscamos leer, habrá obras que frustrarán este intento. Una y otra vez. Es algo que todos los lectores experimentamos en muchas ocasiones, sobre todo al principio, cuando la lectura es todavía una actividad ardua.
Pero persistimos, a pesar del fracaso. Hasta que la pegamos con un libro que nos encanta, sumamos más millas, nos entrenamos durante otras 300 o 400 páginas, y nos volvemos así mejores lectores. Si quieren saber qué posibilidad de éxito tiene un emprendedor, pregúntenle si ha leído mucho.
Memoria
La memoria atraviesa su peor momento. Por aquello de que todo está en internet. Ya he tocado esta falacia, y no me gusta repetirme. En todo caso, para ponerse uno a reflexionar, una buena memoria es clave. No se puede reflexionar y cotejar a la vez. O lo uno o lo otro.
Leer literatura nos obliga a ejercitar la memoria. Tenés que acordarte los nombres y las características de los personajes, qué hicieron antes, que dijeron, etcétera. En algunos casos, la obra lleva esa exigencia al extremo, como La guerra y la paz. Pero cualquier libro nos ayuda a ejercitar la memoria, y la memoria no es un apéndice inútil. El teléfono es un apéndice que usamos para chequear un dato. No al revés. Porque primero tenemos memoria, y por eso podemos verificar si ese dato está bien o no. Si no tenés ningún dato, internet no te sirve para nada.
Imaginación
¿Cuántas veces oyeron la frase “no tengo nada de imaginación”? Tal vez tuvieron suerte. Pero no es mi caso. Así que me puse a pensar. ¿Qué es tener imaginación?
Es una palabra en la que se suelen poner montones de capacidades intelectuales que a veces tienen bastante que ver con la imaginación y a veces, no. Tener imaginación no es que se te ocurran ideas (aunque la imaginación ayuda). Ni es que seas un guionista nato (aunque es raro que un guionista no tenga una gran imaginación). Imaginar es cerrar los ojos y poder visualizar algo, lo que sea, a voluntad. ¿Cuándo ocurre eso? Casi nunca. No hace falta. Y cada vez menos. Vivimos tiempos explícitos.
Pero ocurre todo el tiempo cuando leemos un libro.
Ahí las leyes del mundo real se subvierten. Si al abrir los ojos a la mañana ves tu mesa de luz, el reloj, el velador y la ventana (y, si tenés suerte, varios libros apilados), en la página no hay nada. Nada de nada. Texto. Simbolitos monótonos. Bueno, sí, hay lenguaje. El escritor hace su parte (si es un buen escritor), pero el que está poniéndole un rostro a Frodo o a Madame Bovary sos vos. Para que la magia del escritor funcione, tenés que poner en marcha un número de habilidades, desde conocer el significado de las palabras y, si no es así, buscarlo en un diccionario (eso requiere constancia) hasta ejercer la imaginación y pasar de los simbolitos monótonos a ver algo en tu mente. ¿Es más complicado? Sí, pero en resumidas cuentas imaginar es eso: ver (o percibir mediante otros sentidos) en tu mente lo que quieras, a voluntad, sin estímulos externos. Eso se practica, y solemos arrancar con los cuentos que nos cuentan de chiquitos antes de ir a dormir. Como todo músculo, si no se ejercita, se atrofia. Los libros son una especie de gran gimnasio de la imaginación.
De todo esto, que no es poco, estamos privándolos a los chicos cuando no les damos el ejemplo y caemos en la hipnosis de la pantalla. Prueben volver a leer. Se llevarán una sorpresa.
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