Thriller eléctrico de una noche de verano
Fue una noche de esas: 36°C a las 21, como 1200 por ciento de humedad y menos viento que en la Luna. Amenazaba tormenta y estaba tan pesado que la ciencia de la aerodinámica pedía a gritos una revisión completa.
Entonces se cortó la luz.
"Esto no está pasando", me dije. Pero sí, estaba pasando, y en el silencio que suele seguir a un corte de electricidad me pareció oír desde el jardín la risita sarcástica de los mosquitos. Sin aire acondicionado ni ventilador, todos los vecinos pronto tendríamos que abrir las ventanas para poder respirar, y con los repelentes eléctricos desactivados, era cuestión de minutos antes de que la invasión comenzara.
Me sentí como el protagonista de Soy Leyenda .
Encendí la linterna del celular el tiempo justo para encontrar las velas. Me llevó 5 segundos. Los cortes son tan frecuentes que el candelabro está en un lugar de fácil acceso y listo para ser encendido. Lo mismo que el aerosol contra los detestables dípteros. Justo al lado de uno de los routers Wi-Fi, una combinación que sirve para no perder la perspectiva.
Fantástico. Ahora, oliendo como un campamento de verano, sintiéndome como si me hubiera bañado en goma de pegar y con el living iluminado al mejor estilo Barry Lyndon , me senté en el sofá a meditar los próximos pasos. Mala idea. Era como sentarse sobre una estufa, así que me pasé a una silla. En la penumbra me di con la pata de la mesa ratona en el pie. Dije algunas frases en latín y cuando se calmó el dolor traté de razonar.
¿Iba a comer? Bueno, alguna cosita, pero el tema más importante no era mi estómago, sino mi cerebro. ¿Cómo podía suavizar el efecto de este odioso corte de luz en medio de una de las noches más calurosas del verano? Simple: distrayendo mi mente hacia otros asuntos.
Se me ocurrió convertir la situación en un experimento. ¿Durante cuánto tiempo podré mantener el celular funcionando? ¿Cuánta energía almacenamos, muchas veces sin saberlo, en nuestras casas? Veamos.
Miré la carga de la batería de mi smartphone y decía 30 por ciento. ¿O era 60? Bueno, era difícil distinguir el número a través de la cortina de sudor que empezaba a nublar mi vista. Me sequé la frente. Miré de nuevo. Treinta por ciento. Estaba en el horno, y nunca mejor usada esta expresión.
Tenía que ponerme a cosechar energía ya mismo. ¿Por qué el apuro? Porque una de mis desktop se mantiene andando durante unos 8 minutos luego de un corte, gracias a su UPS. Enchufé el celular a esa máquina. ¿Cuánto obtendría de eso? No mucho, 2 o 3 por ciento. Pero íbamos bien, mi mente seguía entretenida con el proyecto Rescate Energético en lugar de prestarle atención a esa desagradable sensación de estar respirando directamente de un secador de pelo y sumergido hasta el cuello en salsa fileto.
Desactivé 3G, Bluetooth y Wi-Fi en el smartphone (de todos modos, ya no había señal, por el corte), me puse una nota mental para comprar un UPS para el ADSL y el router, y me fui a dar una ducha.
Un poco más fresco, regresé al living, donde me aguardaba, con total desparpajo, una comitiva de mosquitos, sentados en el sillón y catando el buen Malbec que había abierto un rato antes y que, en esta enojosa situación, era lo único decente. Así que hube de volver al repelente, antes de ser ajusticiado por los volátiles chupasangre, y en algo así como 56 segundos ya estaba muerto de calor de nuevo y otra vez oliendo a dietil-meta-toluamida. Me quedé un rato pensando si el olor del repelente provendría del insecticida o de algún otro componente. En fin, no iba a averiguarlo en ese momento. Un minuto más tarde la desktop entró en hibernación, habiendo consumido la carga almacenada en la batería del UPS.
Desenchufé el celular y miré el indicador de carga. Había extraído 3% de esa computadora. O, más bien, del UPS. "Todo suma", me dije, intentando no perder mi natural optimismo, que a estas alturas estaba bastante estropeado. ¿Por qué no había vuelto la luz? Ya había pasado como media hora. Me reí de mi ingenuidad y estuve a punto de llamar a la empresa de electricidad. Pero la telefonía consume mucha batería, de modo que opté por otra táctica. Fui a la terraza, miré en torno y calculé la extensión del corte. Era gigante. Por lo tanto, resultaba muy improbable que el proveedor no estuviera al tanto. Lo importante era el experimento, y redoblé la apuesta: ¿podré cargar el smartphone al 100% con la energía que tengo almacenada en la casa?
"Difícil, pero no imposible. ¿Qué otras computadoras tenemos?", cavilé. Una netbook y una notebook. La primera, una HP, había fallado varios meses atrás y desde entonces no la había vuelto a usar ni a cargar. No me molesté en probar si le quedaba batería.
En cambio, la notebook, una Dell, estaba con casi 100% de carga. Una buena noticia, a pesar de que la máquina casi se me resbaló de las manos a causa del sudor. La puse con cuidado sobre la mesa y enchufé el celular al puerto USB.
Encendí 3G y lancé algunos tweets y fotos de Instagram mediante el smartphone, además de un puñado de SMS. No quería que, habiendo sobrevivido al calor, los mosquitos, la falta de oxígeno y mi pésima vista, terminara por aniquilarme el aburrimiento. (La idea de ponerme a leer, que suele ser mi primera opción cuando se corta la luz, era por completo inviable. Mi incomodidad física me impedía ese nivel de concentración.)
Después resolví que tipear en el teléfono era demasiado fastidioso. A causa del calor era como manipular un pan de manteca sensible al tacto. Opté entonces por cambiar de estrategia y convertí el smartphone en un hotspot, para salir con la notebook a Internet por 3G. Craso error.
Usar el celular como hotspot consume tanta batería que luego de un buen rato, noté dos cosas de lo más ofensivas.
Primero, que el celular ya no estaba cargándose. Más bien, lo que ocurría era que no se descargaba, absorbiendo energía de la notebook casi al mismo ritmo que la consumía, manteniéndose así en 31 o 32 por ciento.
Segundo, y no sé si no era peor, el proceso había puesto al telefonito y la notebook como a 2 millones de grados, y la verdad es que no necesitaba más calor en medio de la canícula asfixiante.
Regresé al plan original y dejé el teléfono cargando, sin usar ninguno de los dos equipos. Pero el mal ya estaba hecho y había malgastado una energía preciosa.
Media pila
Ambos equipos se pasaron todavía otra hora enlazados por ese vínculo de parasitismo voltaico, hasta que la notebook se dio por vencida. Había conseguido un 50% de batería en el celular. Todavía era relativamente temprano, seguía sin luz y me aguardaba la poco atractiva perspectiva de dormir en un contexto más parecido a una sopa que a un dormitorio. Para peor, mi humilde proyecto de distracción parecía haberse estancado. Estaba a medio camino de llegar al 100% de carga y ya no tenía de dónde sacar más electricidad. Un momento..., ¡por supuesto que sí!
Unos días atrás me habían regalado un cargador portátil. No sabía cuánta energía le quedaba y me llevó un rato encontrarlo (ser ordenado no figura entre mis virtudes), pero al final di con el accesorio y lo conecté al celular.
Estos cargadores son muy pequeños, algo así como 25 centímetros cuadrados y medio centímetro de ancho. Este modelo en particular no alcanza para cargar al 100% la batería de 1650 mAh de mi smartphone, pero con lo que ya tenía podría seguramente alcanzar mi meta mínima de no quedarme sin celular en medio del apagón. Y, tal vez, alcanzar el 100 por ciento.
En un plazo que no recuerdo (los minutos parecen horas cuando uno está muy incómodo), el cargador agotó su entrega y se apagó. Nada mal. Había logrado un 80% de carga.
Ya era medianoche. La luz seguía sin venir. La tormenta, que llegaría quizás a la madrugada, había levantado una leve brisa, que entraba al living proveniente del patio, junto con el perfume de algunas flores. Un alivio exiguo, pero un alivio al fin.
Eso sí, no había logrado cargar a tope el smartphone. Había conseguido sacarle energía a un UPS, una notebook y un cargador portátil, y ya. ¿Eso es todo? La pregunta no era retórica. ¿Tan poca electricidad guarda uno en una casa en el siglo XXI? No, un momento. Me acordé de algo y salí para mi estudio, tropecé dos o tres veces más, y volví con otro cargador portátil, uno de esos que usan pilas comunes. Lo puse sobre la mesa. Lamentablemente, no tenía pilas cero kilómetro. Las únicas disponibles estaban en los controles remoto. Iba a ponerme a medirlas con el voltímetro, pero desistí. La escena de mirar la pantalla del instrumento a la luz de las velas me pareció demasiado grotesca.
Recordé que también me habían regalado alguna vez un par de cargadores solares, pero no me había ocupado de prepararlos para el primer uso y estaban en cero. Casi sin ninguna duda, era el final del experimento. Debía darme por vencido. Un 80% no estaba nada mal, ¿no?
Entonces, en la penumbra, sonreí con malicia. Había descubierto un almacén de energía prácticamente inagotable dentro de mi propia casa. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Había estado todo el tiempo ahí, delante de mis narices (o casi). ¡Kilos de energía, literalmente!
Me levanté de un salto, listo para poner en práctica esta idea ganadora. "¡Que vengan los cortes! –vociferé– ¡No me dejarán sin celular!" Pero mientras iba camino al garaje para encender la radio del auto y cargar el smartphone por USB me di cuente de que tal vez –sólo tal vez– estaba llevando las cosas un poquito al extremo. Me detuve, lo pensé mejor, di media vuelta y regresé refunfuñando al living. "Era una buena idea, no obstante", me dije, mientras optaba, dada la hora, por intentar conciliar el sueño.
Fue una larga noche y no dormí nada bien, como se pueden imaginar. El corte duró en total 29 horas. Así que tuve que usar el USB del auto para cargar el smartphone, al día siguiente, mientras viajaba hacia el diario (gané 5% con eso; es un viaje corto). Durante el día lo dejé al 100% usando mi computadora en la Redacción y compré algunas pilas en el quiosco antes de regresar a casa. Eso y más velas.