Superproducciones, competencias online y nuevas narraciones: los videojuegos se mueven entre la cultura, la industria y la adicción
Un ensayo proclama el avance imparable de las aventuras digitales y su impacto más allá de la cultura, destaca las creaciones cada vez más arriesgadas y experimentales y analiza las principales sombras
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En un extremo de la pantalla, una pequeña línea. Enfrente, otra raya. Y, en medio, un punto moviéndose de un lado a otro. Arriba, un marcador. Y nada más. Así que al jugador de Pong no solo se le exigía destreza con el mando, para mover su raya arriba y abajo e intentar impactar aquella manchita blanca. También debía tirar de imaginación, para creerse que golpeaba una pelota en un trepidante partido de tenis de mesa.
Han pasado más de 50 años del primer videojuego de éxito comercial masivo y prácticamente todo ha cambiado. Hoy hay superproducciones millonarias, competiciones online entre miles de usuarios, tramas sofisticadas y espinosas, consolas y joysticks vanguardistas y los gráficos casi fotorrealistas apenas piden esfuerzos a la fantasía. Sin embargo, el debate de fondo se parece a menudo a esa obra pionera: dos bandos, y una disputa en blanco y negro. Justo lo contrario de lo que intenta El siglo de los videojuegos (Arpa), de los periodistas especializados Jorge Morla, redactor de EL PAÍS, y Borja Vaz, crítico en El Cultural. El ensayo parte del arrollador avance del sector para justificar su título. Por el camino, ofrece un repaso a luces y sombras de las aventuras digitales. Y, de paso, aporta una vida extra a la reflexión: matices y contexto. A continuación, se desgranan algunas claves del libro. Y de los videojuegos.
Eso es así. No hace falta leer las 219 páginas del ensayo para constatar la importancia del sector. Ni los estudios que cada vez acercan más el porcentaje de jugadores a la mitad de la población. Incluso el dato antaño más llamativo —la facturación supera la de música y cine juntos a nivel global, como recuerda el libro— casi se ha vuelto lo de menos. Basta, simplemente, mirar alrededor: pasajeros del subte que cuidan granjas en sus móviles; series y películas de éxito que adaptan videojuegos y exposiciones que los celebran; personajes icónicos, narrativas experimentales y ambiciosas; procesos creativos colosales, de muchos años y más millones, con cientos de trabajadores implicados; el desembarco de compañías como Netflix, Google o Amazon; y, a la vez, una miríada de minúsculas empresas que inventan obras más y más arriesgadas desde todos los rincones del planeta.
El subtítulo del libro, “por qué son el fenómeno cultural más importante de nuestra era”, se puede discutir. Pero la creciente relevancia es un hecho. “Las nuevas generaciones se alejan de las formas de cultura tradicionales y analógicas y abrazan cada vez más el videojuego como manera de recibir impactos culturales”, afirma Morla. “Y ese impacto lo vemos en todo lo que nos rodea: del trabajo a las aplicaciones. No son solo el artefacto cultural que más dinero mueve, sino también el que más moldea al mundo”.
¿A la mesa de las artes? Pocos clubes se antojan más selectos. Al noveno invitado, el cómic, aún se le amenaza con retirarle el carnet. Y al décimo, directamente, se le suele cerrar la puerta en la cara. Y eso que acumula méritos de sobra, como señala el libro: “El relativo acomodamiento de las artes tradicionales es inversamente proporcional al que está experimentando el mundo interactivo […] para crear títulos estupendos, críticos, exorbitadamente creativos, rupturistas, valientes e inconformistas”.
The Last of Us, Mass Effect, Red Dead Redemption 2, Journey, Portal o Gone Home suponen un puñado de ejemplos, grandes y pequeños. Y quien crea que jugar con un mando siempre equivale a disparar o meter goles se sorprendería haciendo de funcionario de aduanas de una dictadura en Papers, Please, solucionando una crisis de pareja en It Takes Two o investigando las grabaciones de una detenida en Her Story. Ya no es noticia el fichaje de actores y guionistas célebres para un videojuego; ni que haya títulos coproducidos por museos y universidades o centrados en el cáncer infantil o la salud mental; nombres como Hideo Kojima o Robert Kurvitz merecen tantas fama y portadas como artistas de otros ámbitos, según el libro.
De la juventud a la madurez. El primer videojuego, Tennis for Two, se creó en 1958. La vida del medio, pues, no llega ni a los 70 años, por más que se le compare con disciplinas seculares o incluso milenarias. “La lista de obras que han tenido que esperar años para ser tomadas en serio es larga, de las pinturas de Van Gogh a los libros de Chaves Nogales”, escriben Morla y Vaz, que recuerdan la mirada condescendiente de las élites culturales ante el nacimiento del cine. Así que el videojuego va pasando pantallas a su ritmo. En sus tramas, sus mecánicas, su tecnología y sus conversaciones.
Donde solo había ping pong en dos dimensiones hoy se pueden jugar partidos de fútbol no tan distintos de los que acogen estadios y televisiones; el sinfín de príncipes y plomeros que saltaba de una plataforma a otra para rescatar a su amada hoy se asombra ante tantas guerreras más atrevidas y poderosas que ellos; Pacman solo conocía cuatro direcciones y una hambrienta obsesión, pero los protagonistas de ahora hablan y afrontan dilemas morales, el mando vibra o suena, y el jugador siente adrenalina, escalofríos o hasta lágrimas. Tanto que, tras admirar, aprovechar o hasta copiar artes más expertos y prestigiosos como cine, pintura o literatura, muchos creadores se atreven a apostar por sus propias unicidades. “El videojuego tiene el potencial de desarrollar una caligrafía que no puede ser replicada en ningún otro medio, y que se centra en la interactividad”, apunta Morla. No hay otro ámbito artístico donde “el consumidor es tan partícipe del esquema narrativo de la obra”, se lee en el ensayo.
Complejos para bien y para mal. El aumento de la profundidad conlleva, eso sí, otro lado de la medalla. El libro lo explica, entre otros aspectos, con los números: Pong únicamente pedía girar una ruedecilla para mover la línea en la pantalla. El videojuego se ha complicado, pero su control también. El mando de la PS5, la más reciente consola de Sony, suma 19 botones. El simple aprendizaje de cómo colocar el encuadre mientras se desplaza al personaje, familiar para cualquier jugador, puede frustrar al primerizo. Ciertas combinaciones requieren incluso entrenamiento. He aquí una criba para buena parte del público casual. “Los videojuegos siempre van a exigir un cierto compromiso por parte del usuario. Hay que cruzar un umbral que muchas veces es mental, pero que no se distingue tanto de quien empieza a escuchar jazz o coge un libro de Thomas Mann”, asegura Vaz.
Hay más: el entretenimiento más envolvente es también el más caro. Por lo menos, en términos absolutos. Porque, como subraya el libro, los grandes lanzamientos cuestan 70 dólares, necesitan consolas de al menos 300, pero proporcionan decenas de horas. Aunque ahí se halla precisamente otra barrera: las aventuras larguísimas, o muy difíciles, que el usuario más empedernido adora, echan atrás al que solo busque pasar un buen rato. Finalmente, la edad también se mantiene como una frontera: por más que esté avanzando, el ensayo la sitúa en torno a los 40 años. La Wii, la consola que más hizo por ganarse a otros públicos, resultó una “ocasión perdida” para los dos autores: vendió mucho, propuso un modelo más inmediato y simple, pero se vio lastrada por la escasa calidad media de los juegos.
Leyendas urbanas y verdades. Los estereotipos asociados a los videojuegos llevan casi tanto tiempo como las propias obras. El ensayo trata, al mismo tiempo, de desmentirlos y explicarlos. Es decir, una vez más, de matizar. Los videojuegos, según los autores, tienen una parte de la responsabilidad. Otra se la asignan a su propio sector, entre prensa generalista reacia a tratar seriamente el fenómeno y revistas especializadas afectadas por precariedad, enormes presiones y relaciones a menudo demasiado estrechas con las grandes compañías. “Hay una serie de prejuicios adobados por décadas de cobertura superficial y sensacionalista por parte de unas elites que ni entienden ni quieren entender”, denuncia Vaz.
Probablemente sea cierto que muchos de los juegos más conocidos incluyen amplias dosis de violencia o un entretenimiento simplón. Pero “casi todas las grandes superproducciones poseen innegables ambiciones culturales en las que esos estereotipos no se aplican, salvo la violencia, que es un recurso como cualquier otro y debe ser naturalizado como en la literatura o el cine”, apunta Vaz. Pese a la ausencia de estudios definitivos, la presunta relación entre matar o herir con el mando y hacerlo en la vida real sigue generando titulares y controversias. Eso sí, “un gran número de las empresas que se dedican a esto son negocios que buscan hacer el máximo dinero posible en el menor tiempo posible”, contextualiza el libro. Lo que hace sombra a cientos de artistas empujados por su talento creativo y a sus obras, tan complejas como atrevidas, sobre todo en el mundillo independiente.
Otra etiqueta habitual, la de “adictivos”, también tiene doble lectura según los autores. “Aunque las evidencias científicas no sean concluyentes, sí que hay un número potencial de jugadores que juegan de manera compulsiva, donde la actividad ocupa un lugar en su vida que no debería, un desorden que les perjudica […]. ¿Son los videojuegos culpables? Algunos sí. Otros jamás. Es muy difícil volverse adicto a un juego narrativo con un principio, un nudo y un desenlace”, apunta el libro. “El principal problema es que si estamos empantanados en los mismos debates agotados de siempre nunca podemos profundizar en las innovaciones narrativas, estéticas y mecánicas que se plantean”, agrega Vaz. O en todos los efectos beneficiosos a nivel cognitivo, entre otros, que enumera el ensayo.
Derrotar a los problemas. Haría falta mucha habilidad con el mando para afrontar a todos los villanos del sector. Machismo, acoso y explotación laboral (crunch), una porción de público muy reaccionaria y ruidosa, cajas de recompensas de pago que pueden inducir al usuario a gastar compulsivamente (loot boxes), productos lanzados demasiado pronto y con fallos técnicos o secuelas prolongadas hasta la saciedad. El ensayo los afronta casi todos, a la caza de respuestas complejas como los propios problemas.
Así, señala que, efectivamente, durante años los juegos se dirigieron a un público de jóvenes blancos heteros, el mismo colectivo que los creaba. Y resulta innegable el poder de directivos sedientos de dinero fácil, poca originalidad y aún menos riesgos. Pero el ensayo también señala la guerra que surgió dentro del propio sector hacia el progreso y la inclusión. “Por una parte, hay un grupo muy crítico que afea conductas denunciables (el caso de machismo en Ubisoft o Activision, por ejemplo, o las denuncias de crunch)”, apunta Morla. Quejas que, en su opinión, han servido para mejorar mucho ambos aspectos en los videojuegos. Por otro, el libro habla de “audiencia tóxica” y “minoría muy vociferante” para referirse a quienes viven la disputa entre Sony y Microsoft como un acto de fe o masacraron de reseñas negativas The Last of Us. Parte 2 por sus protagonistas femeninas y sus personajes LGTBIQ+.
“Las secuelas no son un problema, porque las mecánicas se van refinando con cada nueva entrega. Es normal que existan sagas”, considera Morla. En cuanto a las loot boxes, pide distinguir entre las que exigen o no dinero. Cree que las primeras deben regularse: “Hay que poner un ojo en las más abusivas”. Y más cuando puede acceder a ellas un público menor de edad.
Finalmente, “los fallos técnicos [bugs] pueden ser sintomáticos de la mala gestión, pero también hay que tener en cuenta que los videojuegos hoy son millones de veces más complejos y grandes que hace 30 años, por lo que todo se complica exponencialmente. El nivel de pulido técnico cada vez se valora más, con una comunidad más exigente en ese aspecto”. Morla agrega otra preocupación: “Las grandes superproducciones están alcanzando niveles pantagruélicos: cientos de millones de presupuesto, seis o siete años de desarrollo. No sabemos si ese modelo es sostenible o es una burbuja que va a explotar”.
A jugar. El ensayo incluye una lista, calificada de “modesta, parcial e incompleta”, de obras maestras, ordenadas por dificultad creciente de acceso para el público. De ellas, Morla y Vaz seleccionan cinco, fáciles de jugar: What Remains of Edith Finch, Inside, Stanley Parable, Braid y The Legend of Zelda: Breath of the Wild.
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