Son personas mayores y están atrapadas en el abismo digital: “Por más que quieren, no pueden”
Solo un cuarto de los adultos españoles entre 65 y 74 años posee aptitudes digitales básicas como para interpretar la información en la pantalla, comunicarse o resolver problemas de la vida diaria
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“Eutanasia pasiva es que tengamos que pedir cita previa para todo. Eutanasia pasiva es que intentemos pedir esa cita previa por teléfono y nos conteste una máquina”, dice la carta que envió la pasada semana Asunción Manresa Mira a la directora de este periódico. La mujer, de 78 años, considera “muerte asistida” el agobio que supone vivir en el abismo digital. Un grito de socorro que comparte con, al menos, la quinta parte de la población española. Los adultos con más de 65 años son los que en mayor medida han visto, de manera pasiva, las sucursales de los bancos, los trámites de la Administración y la relación con el médico, convertirse en una aplicación del móvil. Un aparato donde las letras y números son chiquitines, los términos son desconocidos, o en el que al otro lado ya no siempre hay un humano. Son muchos, como Asunción, que reclaman ayuda porque ahora dependen de sus hijos, nietos u otras personas para que hagan por ellos lo que no entienden o no son capaces de hacer.
Según un informe del Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad, el 64% de la población española tiene al menos las competencias digitales básicas. Una cifra que está diez puntos por encima de la media en Europa, pero aun lejos de alcanzar el objetivo de la Comisión Europea, que es el 80% hasta 2030. Pero respecto a la edad, la brecha se dispara: solamente un 27% de los adultos entre 65 y 74 años posee las aptitudes básicas, tales como la capacidad para buscar e interpretar la información en la pantalla, comunicarse a través de herramientas digitales o utilizarlas para resolver problemas de la vida diaria.
El taller Expertclick, de la Fundación Cibervoluntarios, es una de las iniciativas españolas de rescate a los atrapados en la brecha digital. Las asistentes van llegando poco a poco en el aula de la Asociación de Vecinos La Fraternidad de los Cármenes, en Madrid, y ponen encima de la mesa sus smartphones, una libreta y un bolígrafo. Algunas traen los apuntes del último encuentro o dudas que han tenido durante la semana. Todas, mujeres con más de 60 años, han dado el primer paso para descubrir el mundo de la tecnología, perder el miedo al móvil, aprender a navegar en internet y, quién sabe, hasta hacer las gestiones del centro de salud. Cuando la voluntaria Mar Rosell cuestiona “¿tenéis dudas?”, las preguntas se amontonan.
—Tuve que ir a que me quitara lo de la seguridad. Porque me salían los números tan chiquitines, que apenas lo veía bien. Para mí es más cómodo levantar la pantalla y ya está — admite una de las asistentes.
—¿Vamos a aprender cómo poner un teléfono en emergencia? — interroga otra.
—Perdón, a mí me ha salido que ha habido cambio en los términos. Además, es que me ha desaparecido… La cámara la tenía aquí fija y ahora se me ha ido— interrumpe Antonia, de 77 años.
—Se te ha actualizado probablemente un sistema o algo. Cuando te dicen que se acepten los términos tenéis que ver si es una aplicación dónde habéis entrado y si la queréis mantener o no. Si es general, no tenéis más remedio que aceptarlo—contesta la voluntaria.
—¿Los he cambiado yo?
Antonia está intranquila. Cuando le desaparecen las cosas, o le salen mensajes que no entiende de donde vienen, le entra el agobio por no saber qué pasa dentro de la pantalla. Lo que sí sabe es añadir nuevos contactos y “maneja muy bien” el WhatsApp. “Pero todo lo que sea... ¿Cómo se llama?”, piensa unos segundos, “las aplicaciones, es demasiado complicado”, continua. Sus compañeras, una docena, preguntan unas a las otras y a la voluntaria. Así, todas a la vez. Son dudas y desahogos de quienes se sienten sofocadas por no saber usar el móvil como les gustaría. Antonia, además, no tiene Wifi en casa y solo se conecta cuando va a lugares como la asociación.
—¿Le hace falta?
—No, no me quiero complicar la vida— confiesa.
Las varias barreras de la inclusión
El rechazo, el decir “yo no quiero” o “no me hace falta”, suele ser una de las primeras barreras que enfrentan a la hora de acercarse a la tecnología. Luego está la dependencia de alguien que les ayude con tiempo y dedicación. Es lo que ofrece Mar Rosell y otros voluntarios de la fundación. José Manuel Moro Picado, un informático jubilado de 66 años, ya ha apoyado a unas 300 personas en localidades cercanas a Valladolid. Según cuenta, muchos de los asistentes le agradecen porque a veces sus propias familias no tienen la paciencia. Y el desconocimiento genera miedo. “Cuando le entregas un smartphone a una persona que no lo ha tenido nunca, lo desconoce totalmente. Que comprendan eso es lo que más nos cuesta”, explica a EL PAÍS por teléfono.
A estas dificultades se suman las limitaciones físicas propias de la edad, como la pérdida vista y el oído. También está el lenguaje, que muchas veces son palabras o frases que nunca habían escuchado. Les cuesta entender qué son los “términos y condiciones”, el “PIN de seguridad” o por qué hay que rechazar las “cookies no deseadas”. “Hay cosas que no entiendo, estoy sola en casa y no sé hacerlo. Además, no me arriesgo a meterme porque puedo borrarlo. Y luego no me acuerdo”, dice Berta, de 77 años, que se maneja muy bien con los trámites y la banca, “pero sin teléfono”.
María, con 61 años, es la más joven del grupo. Ha acudido al taller porque “necesita aprender” a navegar en internet. No quiere hacer compras en línea porque “le da cosa” meter los datos de la tarjeta. Tampoco complicarse con la gestión de citas del centro de salud, pero eso sí, quiere poder comprar un billete de tren. “La aplicación la tengo instalada, pero es que aquí no la veo. No sé si la tengo en algún sitio”, señala mientras escrolea de un lado al otro de la pantalla de su móvil. Por ahora, dice que va “directamente a Renfe”, pero espera que después del taller pueda planear sus próximos viajes sin salir de casa.
Yolanda Rueda, fundadora de Cibervoluntarios, sostiene que una persona que necesita pedir ayuda para hacer un trámite administrativo está en situación de vulnerabilidad digital. Pero más allá del papeleo, las otras esferas de la vida, como el ocio o la cultura, también se han trasladado a la pantalla. “Siempre hablamos de las partes burocráticas y parece que solo somos ciudadanos, somos vistos como personas que pagamos a Hacienda, que tenemos que hacer gestiones por internet o pedir la cita médica. Pero la tecnología también es para seguir aumentado conocimiento, estar informados, hacer tu compra. Eso le da autonomía e independencia”, añade Rueda.
María Ángeles Gutiérrez, de 73 años, relata que la vía telemática se ha convertido en la única para llevar a cabo las tareas y actividades que durante toda su vida se han hecho con otras personas. “Tenemos que ponernos al día porque estamos cada vez más para atrás. No puedes ir a los bancos. Ahora todo es tecnología”, dice. Del transporte al ocio, de la cultura a la información, todo dentro en una pantalla. “El teléfono también lo tengo conectado con el reloj, veo como duermo o el estrés, se me entra el WhatsApp, me marca los pasos que he hecho. Hoy 7650″, prosigue. Este año su hijo le ha dado una Alexa. “Le hago preguntas, por ejemplo, cuál es la temperatura para saber qué ropa me voy a poner, si va a llover... También pido que ponga la radio o la tele”, cuenta por teléfono desde Tudela de Duero, una localidad de Valladolid.
Igualmente, ha participado de los talleres de Cibervoluntarios y hoy en día explora “sin miedo” a las aplicaciones de su móvil. Usa YouTube para ver recetas de cocina o cosas de costura, los mapas para ubicarse cuando sale a la calle y la cámara para leer a los códigos QR en los restaurantes. A la lista de cosas que sí o sí hay que hacer con un móvil o una computadora, se puede mencionar los de billetes de tren, autobús o avión, que a veces es casi imposible comprarlos personalmente, o los transportes por aplicativos VTC, como Uber, Bolt y Cabify, en ciudades donde hay estos servicios.
Gutiérrez se considera una excepción para alguien de su edad y se solidariza con las compañeras y compañeros que no tienen las mismas habilidades. “Cuando lo tienes que aprender es muy difícil, no es como de pequeñas, que ibas al colegio y aprendías a leer (...) Hay un grupo de gente que no está tan avanzado como yo. Por más que quieren, no pueden. Es complicado”, concluye.