Sobre determinados códigos de estética moral
Todo el mundo hablando de lo mismo. El “insólito”, “desopilante”, “viral” audio de una mujer quejándose con su agente inmobiliario que “hizo furor en las redes sociales”. La difusión de esta conversación privada se supone que abrió un debate sobre la costumbre de tomar mate, el valor de las propiedades en Nordelta y hasta la supuesta grieta entre los más adinerados. Pero quizá lo más extraordinario de la cuestión sea el modo en que se postergó la cuestión de base: ¿está bien difundir una conversación privada?
Hasta hace no mucho más de diez años “viral” sólo se usaba para hablar de patologías infecciosas. Pero con los blogs, YouTube y luego las redes sociales, el epíteto “viral” no sólo pasó a ser marca de popularidad espontánea, sino también marca del talento de sus creadores para lograr este tipo de contenidos. Hoy por hoy, ya curados de espanto, parecería ser que todo lo insólito se viraliza.
A los que se proclaman expertos en redes sociales les encanta hablar de sus estrategias para “viralizar” contenidos. Pero como explica Derek Thompson en Hit Makers (2017), detrás de cada fenómeno aparentemente “viral” hay en realidad alguien que lo transmite más bien a la vieja usanza: con una audiencia contada en los miles o millones de personas.
Incluso cuando el contenido fue generado por un usuario con una pequeña audiencia, lo “viral” aparece recién cuando lo retransmite algún medio o usuario con audiencia enorme. Para Thompson, prácticamente nada de lo llamado “viral” cumple con el modelo de infección, pero sí con el de amplificación clásica: varias instancias de transmisión de uno a muchos. El caso de la vecina de Nordelta parecería ser de este último tipo, un falso viral.
El audio fue difundido originalmente por Jorge Zonzini, un manager de artistas, en su canal de YouTube. “Nadie podía perderse un documento periodístico de ese nivel”, contó hace unos días en el programa de Coco Sily. “Quise demostrar que la viralización no sirve solamente para pasar una foto de un famoso desnudo, sino que puede lograr lo que se logró con esto: una cadena nacional de un debate de clases”, comentó.
Zonzini también dijo que un audio como este “no tiene desperdicio” y que el supuesto debate que se dio luego legitima lo que hizo. Esto hace eco de la creencia en que el posible interés público justifica la violación de la privacidad, un asunto presente incluso en el derecho constitucional. Pero según la Convención interamericana de derechos humanos, “nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio o en su correspondencia”, a no ser que esto sea para garantizar “el derecho de los otros, la protección de la salud, el orden, la seguridad y la moral públicas”. Queda como tarea para el hogar, entonces, identificar la manera en que el audio de la vecina de Nordelta atenta contra alguno de estos puntos.
Tampoco resulta convincente que esta violación a la privacidad sea una manera saludable de dar un supuesto “debate sobre clases sociales”. Es difícil ver de qué manera la violación a la intimidad en este caso es indispensable a la mejora de la vida democrática de nuestro país. Por el contrario, lo que parecería estar pasando es que la publicación de un audio “desopilante”, “viralizable” y —sobre todo— privado, habilitó al desesperado desfile de opiniones sobre “la cheta de Nordelta”. Si este es el nivel de debate sobre clases sociales que justifica la violación de un derecho constitucional, quizá el debate pendiente sea sobre la calidad de nuestras discusiones.
Tal vez el episodio no hubiera sido tan grave de haber quedado en el “qué”, pero rápidamente la atención viró hacia el “quién”. Desesperados por exquisitos clics, retuits y likes, hordas de aspirantes a Sherlock Holmes se volcaron a desenmascarar la identidad de la vecina enojada. No tomó más que un día para que el supuesto nombre y apellido de la vecina comenzara a circular, tanto por redes sociales como en los medios que se hicieron eco de ellas.
En la jerga de internet a esto se le llama “doxing” (de “docs” o “documents”), esto es, a la publicación en internet de información sensible de personas que no necesariamente son de interés público. Se hace para amedrentar, humillar, amenazar, intimidar o castigar a quien se está identificando. Pero incluso cuando parecería dársele buen uso —como cuando la actriz Jennifer Lawrence llamó a identificar públicamente a los participantes de una marcha de ultraderecha — el “doxing” no es forma de hacer justicia.
A todas luces, es difícil ver de qué modo la violación a la intimidad de la vecina y la posterior difusión de su identidad se justifican. Su audio no revela absolutamente nada que pueda caer bajo el criterio de interés público. Y aunque puede que sea divertido, que revele cierta idiosincrasia, e incluso que despierte discusiones, ciertamente esto es insuficiente para justificar el escarnio público de alguien a raíz de una conversación privada por demás irrelevante. Y de más está decir que la labor del periodista no es ganar clics a costa de divulgar información personal.
La democracia y el disenso van de la mano. La vida en una sociedad libre y democrática debe implicar la protección de nuestra intimidad y la de los demás. Incluso cuando las opiniones ajenas nos incomoden o nos parezca que del otro lado hay intolerancia, necedad, clasismo, o lo que sea. Encender las antorchas digitales y sumarse a la turba enfurecida no es hacer justicia. El mundo no se vuelve un lugar más justo por hostigar a otras personas en redes sociales o dejar su nombre vinculado indeleblemente con un episodio olvidable.
A la larga resulta más grave que miles de personas hayan discutido públicamente la intimidad de una persona cuyo “delito” fue quejarse de sus vecinos que lo que ella haya dicho. Porque aunque algunos audios “virales” no lo sean en realidad, lo que sí se viraliza es la idea de subir información privada ajena a redes sociales buscando 15 minutos de fama digital. El sueño húmedo de todo Estado autoritario es que sus propios ciudadanos se espíen y violen mutuamente su intimidad.
Que los dispositivos con los que interactuamos o las plataformas en las que pasamos gran parte de nuestro tiempo hagan ridículamente sencillo compartir y redistribuir información no significa que debamos hacerlo. Debemos recordar que no solo lo que consideramos privado cambió con el tiempo, sino que el alcance que puede tener la información una vez hecha pública nunca fue tan amplio.
Sobre todo, debemos ser conscientes de que sin el derecho a una vida privada es impensable la libertad.
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