Slackware, la distribución pionera de Linux, cumplió 25 años
El 17 de julio de 1993 (fue un sábado) nacía una de las primeras estrellas del por entonces novísimo, inexplorado y mayormente incomprendido cosmos del software libre. Ese día, un joven ingeniero estadounidense llamado Patrick Volkerding, lanzaba Slackware. No fue la primera distribución de Linux (distro, en la jerga), pero, increíble como pueda sonar, 25 años después, el proyecto Slackware es la más antigua distribución de Linux que sigue activa. No sólo eso, sino que el mismo Volkerding todavía la mantiene y el espíritu original, el de la simplicidad y el ser bien Unix, permanece.
Es dos meses más antigua que Debian, que cumplirá los 25 en septiembre, y ambas tuvieron una característica en común, su prolífica descendencia. Como se sabe, Debian está en la base del popular Ubuntu (y de varias otras docenas de distribuciones). Pero Slackware contribuyó con una de las ediciones más importantes del sistema operativo libre: SuSE, de origen alemán, que estuvo en manos de Novell y que hoy le pertenece a la compañía británica de software Micro Focus. (En rigor, como compañía, SuSE precede a Slackware, pero la primera versión salió en colaboración con Volkerding.) Red Hat, la otra distro muy antigua que sigue vigente, nacería un año y tres meses después de Slackware.
No es casual, pues, que Slackware haya sido mi primer contacto con Linux, en 1995 (las fechas se me han ido borroneando, pero fue varios meses antes del fastuoso lanzamiento de Windows 95). En esa época era prácticamente imposible bajarse un sistema de Internet, primero porque todavía no había llegado, y, más tarde, porque el ancho de banda era exiguo; así que comprábamos los CD (Sí, CD). Recuerdo una colección de seis discos llamada Infomagic, que incluía Slackware, Red Hat (que empezaría a cotizar en Bolsa en 1999), el sistema de ventanas (sí, venía aparte), todo el código fuente y la documentación. Gasté toneladas de toner imprimiendo y estudiando durante meses para sacar andando mis primeros Linux, y para poder hacer algo útil con el sistema (eran tiempos en los que con sólo instalarlo te graduabas de crack).
No, ni soñarlo, no había nada ni remotamente parecido a la interfaz gráfica de instalación de que disfrutamos hoy, y, por otro lado, había que familiarizarse con conceptos de Unix que resultaban bastante ajenos. Los discos, por ejemplo, no se identificaban con letras. Y había miles de programas chiquititos que hacían tareas muy específicas. Era una gran idea, porque de este modo era más fácil mantenerlos y corregirlos. Pero los que veníamos de DOS o de OS/2 teníamos que empezar un poco de cero. Lo único que ayudaba era que teníamos alguna idea de cómo operar en la terminal (la pantalla negra con comandos de texto), aunque la de Linux era como sentarse en una Ferrari. En la Red circulaban, como bromas macabras para principiantes, comandos que te borraban por completo el disco duro. Había que tener cuidado al pisar el acelerador.
Pero qué tanto, en esos seis discos, que por supuesto conservo, había un tesoro: éramos por fin libres de estudiar, editar y compartir el código fuente. No recuerdo muchos momentos tan emocionantes en mi larga experiencia con las computadoras como cuando un Linux arrancaba y aparecía la pantalla para loguearse. De tanto verla, se me ha grabado esta frase, formada por el nombre predeterminado de la máquina y el prompt de registro:
darkstar login:
Fanático de Grateful Dead, Volkerding había elegido como nombre predeterminado para cualquier máquina con Slackware el título de un álbum de la banda (y el de una de sus canciones). Después podías cambiar ese nombre con el comando hostname.
Lo de Grateful Dead tiene todavía otra vuelta de tuerca, relacionada directamente con la filosofía del software libre. Al revés que casi cualquier otra, la banda le permitía a su audiencia grabar los conciertos. Volkerding solía asistir a los recitales (unos 75, dijo en un reportaje) con equipos de grabación y cintas magnetofónicas.
Piedras en el camino difícil
Como he dicho muchas veces, aunque con Linux la emoción era fascinante, la frustración solía aparecer de visita. Para los que no toleramos un problema sin resolver, era un estímulo extraordinario para seguir aprendiendo; para los que necesitaban producir algo con la computadora era muy piantavotos. A veces las cosas simplemente no andaban. A veces tiraban errores en algún idioma extraterrestre (cuyo significado había que buscar en resmas de documentación).
Aunque hoy suene extravagante, Linux le enseñó a toda una generación de usuarios curiosos más computación que todos los manuales de usuario del mundo. Por ejemplo, puesto que el código fuente estaba disponible, el uso y costumbre no era distribuir el instalador de un programa. No le dabas doble clic a algo y en dos minutos lo estabas usando. No, señor. La libertad tenía un costo. En los primeros Linux (y eso fue así durante bastante tiempo), tenías que descargar el código fuente, configurar la instalación y compilarlo. Para eso, necesitabas acceder (al menos, echar un vistazo, la ñata contra el vidrio) al sancta sanctorum de la revolución digital: el código y los guiones de compilación.
Grosso modo, el código fuente es lo que escribe el programador en un lenguaje comprensible para la mente humana; por eso se los llama lenguajes de alto nivel (como C, Java o Python). Al compilarlo, esas instrucciones se traducen al lenguaje de máquina, cadenas de unos y ceros que el cerebro electrónico puede ejecutar. El resultado se llama binario, por ese motivo.
Es una buena práctica, porque, por ejemplo, el compilador puede adecuar el código fuente a las características de la plataforma de hardware en la que pretendemos ejecutar el software. Pero en no pocas ocasiones, al intentar compilar, surgían errores de dependencias. Eso significaba que hacía falta bajar una biblioteca necesaria para completar el proceso. Esa biblioteca, obviamente, debía ser compilada, lo que solía arrojar más errores de dependencias. Y así.
Recuerdo haber pasado todo un día para instalar un software para la producción de audio digital (DAW, por Digital Audio Workstation). El camino fácil era ir a un comercio o, más adelante, a un sitio Web, y comprar cualquier DAW disponible para Windows o Mac. Pero uno sentía que eso era rendir una parte de su libertad a cambio de confort. Y no nos parecía un buen negocio. Además, al final, luego de mucho remar, hice andar esa dichosa DAW. Y todas las otras cosas que usé en Linux.
El poder de la memoria
Estos días bajé la versión más nueva de Slackware, la 14.2, y la instalé en una máquina virtual. Fue un viaje al pasado sorprendente, porque mal o bien, veintipico de años después, recordaba esos pasos y comandos que hoy han sido reemplazados por clics. En una media hora, una versión de 64 bits de Slackware estaba diciéndome de nuevo:
darkstar login:
El 17 de julio de 1993 Volkerding tenía 27 años, y, frustrado, como muchos otros, con la inestabilidad y el complejo proceso de instalación de una distribución precedente, llamada Softlanding Linux System (SLS), le hizo una cantidad de retoques, más que nada para ayudar a su profesor de inteligencia artificial de la universidad del Estado de Minnesota (Moorhead), que quería instalar un Linux en su casa. Pero SLS no solo no le prestó atención, sino que reclamó derechos sobre los guiones de instalación. Así que Volkerding escribió sus propios guiones y lanzó la nueva distribución. Haría historia.
Lo mismo le ocurrió a Ian Murdock, que resolvió crear Debian, luego de lidiar con SLS. Murdock falleció en 2015, en un confuso episodio que tal vez fue un suicidio, aunque, hasta hoy, no hay certezas al respecto.
El nombre de la distribución de Volkerding es un tributo a la ficcional Iglesia de los Subgenios, cuyos adeptos deben tener una cualidad distintiva, ser slack. Por supuesto, tal cualidad nunca es claramente definida. Típico guiño hacker.
Slackware tiene el privilegio de haber sido mi primer Linux. Fue mi primer paso en un mundo raro y realmente complicado, pero prometedor. Fue amor a primera vista. Eso es imposible de olvidar.
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