Sin licencia para hacer música
Advertencia: la que sigue es una historia real. Es también una historia fuerte. Recomiendo discreción. Las personas impresionables podrían encontrarla tal vez demasiado perturbadora.
Empezó un sábado por la mañana. Es una de las escasas franjas horarias en las que dispongo de cierto tiempo libre. Así que decidí hacer un poco de música y encendí, siempre en la misma secuencia, de izquierda a derecha, mi Roland JV-1080, el Yamaha CS-5, el MX-61, el SY-22, la consola de mezcla y el amplificador.
Para no dejar a nadie afuera (y para que no piensen que la última tormenta alteró mis facultades mentales), estos son los componentes básicos para hacer música por medios electrónicos. Roland y Yamaha son dos íconos de los instrumentos digitales, lo mismo que Korg, Arturia, Moog, Nord y muchos otros. Estos instrumentos se conectan mediante cables y hablan un lenguaje común, llamado MIDI. Aunque no es el único modo, suele usarse una computadora para grabar la obra, como audio o como comandos MIDI, aplicar efectos, mezclar y demás. El software que se usa para todo eso se conoce como DAW, por Digital Audio Workstation. Más complicado que una guitarra acústica, pero para los que nos gusta la tecnología, muy adictivo.
El más nuevo de los sintetizadores de mi modesto estudio MIDI es el MX-61, en su segunda versión. El MX-61 vino con un paquete de software compuesto por un par de instrumentos virtuales y una estación de trabajo (secuenciador MIDI, grabador de audio, etcétera), llamada Cubase, de la veterana compañía Steinberg. Obviamente, es una versión light de Cubase 9.5, pero para mis escasos talentos, resulta mucho más de lo que podría necesitar en esta vida y al menos las próximas dos. Cometí un error, sin embargo. Me dejé tentar.
Intento evitar, siempre que puedo, el software que lo obligan a uno a ingresar montones de números y letras para legitimar licencias de uso. No voy a juzgar a las compañías que protegen de este modo sus productos, porque creo que tienen todo el derecho de hacerlo. Mucho menos voy a juzgar a los que usan tales aplicaciones, porque en muchos casos, simplemente, no tienen otra opción. Los que nos ganamos la vida escribiendo podemos resolver todas nuestras necesidades con, por ejemplo, LibreOffice; pero arquitectos, fotógrafos y músicos, por citar solo tres profesiones, no siempre tienen esa posibilidad.
Así que no me voy a poner en principista. Además, Cubase es un software excelente; eso fue lo que me hizo caer en la tentación. Lo instalé, lo configuré, conecté todos los cables, y entonces, casi sin que me diera cuenta, este hobby mío de programar sintetizadores y coquetear con la música pasó a depender de un software cerrado y fuertemente protegido por una licencia de uso. Hasta entonces venía usando LMMS. Ahora había reconectado todo mediante Cubase.
Apaga y prende
Ese sábado por la mañana, luego de encender todos los equipos, le di doble clic al programa de Steinberg. Solo que en lugar de abrirse, me informó que no tenía ninguna licencia de uso instalada. Y se cerró. Que tenga usted un buen día.
Me quedé ahí, pestañeando estupefacto. Primero, porque sí tenía las licencias instaladas. Segundo, porque todavía no había terminado mi primer taza de café. Unos 10 segundos después, como se dice, me cayó la ficha. Entra en escena otro software bien conocido, también cerrado y con su correspondiente licencia: Windows 10.
Me dirán que por qué no tengo Linux en ese equipo en particular. Por dos motivos. Primero, por el SpaceEngine, una de mis principales adicciones digitales, que corre sólo sobre Windows. Segundo, porque el sistema operativo de Microsoft sigue estando en cerca del 85% de las computadoras; así que, dada mi especialización, no puedo simplemente desentenderme de Windows.
Pues bien, la última actualización de Windows 10, que ha causado varios trastornos, tocó algo en el sistema de licencias de Steinberg, que, de pronto, desconoció mi equipo. Las posibles explicaciones eran innumerables, y me interesaban realmente poco. Lo que noté, de inmediato, es que incluso con todos los papeles en regla (todas las licencias y todas las actualizaciones), todavía no podía usar un software por el que había pagado. Mi sábado a la mañana, que era para tomar un buen café y tocar un rato el piano, estaba naufragando rápidamente debido a un conflicto entre las criaturas de Microsoft y Steinberg.
Desde luego, el MX-61 puede funcionar sin el Cubase, pero ya me conocen. Tengo este pequeño TOC con los problemas. Hasta que no los resuelvo, no puedo hacer ninguna otra cosa. Así que fui a la pantalla principal (el estudio MIDI tiene su propio display) y abrí el administrador de licencias de Steinberg. A ciegas –porque en ninguna parte se explica qué hace exactamente ese programa–, le pedí que hiciera mantenimiento. Trabajó un rato y me dijo que no, que no podía corregir lo que fuera que estaba mal.
Probé volviendo a ingresar los no sé cuántos números de la licencia. Tampoco funcionó. Eché mano entonces de la más antigua de las soluciones de la informática: apagar y volver a encender.
Me preguntarán por qué no lo hice de entrada, ya que era algo más o menos obvio. Bueno, también hay una explicación para eso. Resulta que el motherboard de esa computadora se lleva mal con la tarjeta de video que le agregué en el momento de ensamblarla. Sin esa tarjeta, arranca enseguida. Con la tarjeta, tarda exactamente un minuto y 45 segundos en pasar de la pantalla de arranque a cargar Windows, que a su vez tarda otro par de minutos en responder más o menos (más o menos, insisto) normalmente. De nuevo, software versus software, muy a pesar de que todos los papeles están en regla y al día (sí, también el firmware del motherboard). Así que evito por todos los medios reiniciarla. Ahora, sin embargo, era una de las pocas cartas que tenía para jugar.
Para cuando tuve la máquina operacional de nuevo, ya se habían evaporado 20 minutos de mi sábado por la mañana, y seguía en lo mismo. Cubase no reconocían las licencias. Todo indicaba que la cosa iba para largo. Me di cuenta entonces de que, si fuera un músico profesional y tuviera que entregar un trabajo urgente, este malentendido entre Microsoft y Steinberg podría estar afectando no sólo mi calidad de vida, sino también mi patrimonio.
Ya casi lo tenemos
Pasé entonces al siguiente sospechoso: el Cubase. Obviamente, probé reinstalándolo. Había una nueva versión, lanzada en mayo. Supuse que era, precisamente, la respuesta a la problemática actualización de Windows de abril último. Decidí descargarla. Setecientos y pico de megabytes. Paciencia, todo llega.
En el medio, la conexión con Internet falló unos segundos, y la descarga se cortó. Entonces descubrí algo increíble: el instalador de Steinberg no es capaz de recuperarse de una descarga fallida. Quiero decir, es algo demasiado básico para que un programa comercial y tan celoso de sus licencias no ofrezca.
Así que tuvo que empezar a descargar los 700 y pico de megabytes de cero; más tiempo perdido. Por fin, pude reinstalar el Cubase. También le llevó otro rato largo (es un programa grande). Para entonces se había ido casi otra hora de mi sábado. Enfatizo lo de mi sábado.
La maniobra no tuvo éxito. Volví a reiniciar la computadora, porque es de rigor. Cinco minutos más. Nada. Seguía con mi estudio MIDI encajado en un barrizal binario.
Quedaba una sola cosa por hacer, medité, mientras me hacía otro café y mi malhumor escalaba a valores incompatibles con una hermosa mañana de sábado. Miré el reloj. Se habían ido dos horas. Volví al estudio, saqué el hacha grande con mango rojo y desinstalé el Cubase. Cosa que también llevó un rato. Borré incluso su carpeta del directorio Archivos de programa. Reinicié la máquina una vez más. Por último, reinstalé el Cubase, que de nuevo me dio la opción de descargar la actualización de mayo. Y aunque no lo puedan creer, ¡tuvo que volver a descargar los dichosos 700 y pico de megabytes! Estaba perplejo.
Cuando menos, y luego de perder más tiempo, el administrador de licencias reconoció la instalación de Cubase (¡hurra!) y el programa, finalmente, se dignó a arrancar. Bueno, casi.
¿Y ahora qué pasó?
Estaba exultante mirando la pantalla de inicio de Cubase cuando todo se congeló con un cuadrito de diálogo que decía, lacónico, "Installing". Le di tiempo. Tal vez, esto de volver a la vida le estaba dando un poquito más de trabajo de lo normal. Diez minutos después calculé que iba a continuar así hasta el fin de los tiempos y cancelé todo.
Con la tercera hora escurriéndose velozmente rumbo al mediodía, dos cosas eran ciertas. De haber tenido que entregar un trabajo, ya estaría en problemas. Serios, tal vez. Segundo, era evidente que el Cubase no iba a funcionar en la nueva versión de Windows (que, como saben, se instala te guste o no). Por fortuna (o por todo lo contrario), la lucecita roja titilando en mi TOC no me dejaba pensar en otra cosa. Lo iba a resolver a como diera lugar. Así que me fui al supermercado.
El cartelito con la leyenda "Installing" volvía a mi mente cada cinco minutos. No es que pensara voluntariamente en el problema. Pero eso significaba que mi cabeza seguía dándole vueltas al problema mientras yo iba cargando los víveres para la semana en el changuito. Es casi lo único bueno de ser obsesivo.
Otra hora después, y tras guardar las compras, subí corriendo a mi estudio. Creía tener la solución. Resulta que el MX-61 funciona también como un sistema de sonido (o sea, puede reproducir la música de Spotify o las notificaciones del sistema). Para eso necesita, claro, un controlador. ¿Estaba instalado? Sí, estaba instalado. "Bueno –le dije, empuñando de nuevo el hacha de mango rojo–, vos sos el último sospechoso que me queda. Te vamos a reinstalar."
Busqué en el sitio de Yamaha alguna versión nueva, pero no, estaba la misma de antes, fechada en diciembre de 2017. Así que quité el driver y lo reinstalé. Suena raro, ya sé. Pero les conozco las mañas a las máquinas.
Los controladores (o drivers) suelen ser pequeños, así que en un pestañeo lo tenía de nuevo corriendo. Con algo de ansiedad le di doble clic al Cubase, y adivinen qué. Arrancó lo más contento, como siempre. Miré la hora: se habían esfumado cuatro horas y media y ya era tiempo de almorzar. Así que para cuando me fue posible sentarme al piano se habían ido casi seis horas. Y además tenía otras cosas que hacer. No hubo música ese día.
Está bien, si mi carrera hubiera estado en aprietos, me habría salteado el almuerzo y seguramente habría llegado a tiempo con la entrega. Pero de todos modos esa pérdida de tiempo fue un despilfarro inexcusable. Imagino que las licencias y el código cerrado son importantes para estas compañías, pero no cabe duda que el tiempo de una persona es muchísimo más importante. Entre otras cosas porque no tenía forma de volver a mi sábado a la mañana temprano. El tiempo se va y no vuelve.
La otra parte del contrato
Vuelvo a decirlo. Cubase me encanta. Pero un cortocircuito con una actualización de Windows condujo a que la licencia (que poseo legítimamente) quedara en el limbo. También estropeó el controlador para el MX-61. Es cierto, lo arreglé. ¿Pero cuánto tiempo va a pasar hasta que vuelva a fallar? Se supone que ahora sé como resolverlo. Falso. Mañana se podría romper otra cosa. Además, ¿es necesario tener varias décadas de experiencia con estas máquinas para poder hacer un poco de música?
La próxima vez que alguien me pregunte por qué prefiero el software libre le contaré esta historia. Ahora, ¿hay software para hacer música de forma profesional y que a la vez sea libre? Ese no es el punto, ni cerca.
Hay software cuya ingeniería cuesta demasiado dinero para poder mantenerlo sin un capital detrás. En otros casos, ciertas plataformas (Pro Tools, de Avid, en la industria musical) han ganado una supremacía que los hace inevitables. De hecho, la lista de estaciones de trabajo para hacer música es muy extensa y hay para todos los gustos (Sonar, FL Studio, Ableton Live, Presonus, Reason, Reaper, LMMS, Tracktion, Logic Pro, y más). La mayoría son cerrados. LMMS es libre. Tracktion es libre, pero no gratis (salvo que compiles por las tuyas el código fuente).
Así que no, la cuestión no es si hay una plataforma de software libre para hacer música (o diseño arquitectónico, da igual). La cuestión es que si una compañía quiere proteger su código con una licencia, entonces es menester que respete la otra parte del trato. Es decir, que las implemente de tal modo que, pase lo que pase, si el usuario no tiene su software flojo de papeles, las licencias nunca fallen.