¿Qué pasó con las tabletas?
Un repaso por sus predecesores y por los últimos 11 años de su historia
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Internet en tus manos.
Esa era prácticamente la promesa con la que hace 11 años Apple presentó su primer iPad. El producto no era una respuesta ante la competencia, que en ese momento estaba enfocada en vender netbooks, sino que representaba la inauguración de un segmento nuevo, prácticamente replicando lo que había sucedido con el primer iPhone cuatro años antes.
Según Apple este aparato no era una tablet. El iPad era un iPad, del mismo modo en que el iPhone no era un teléfono sino un iPhone. Apple había creado un producto y con él una categoría, que solo podría ser ocupada por sus dispositivos.
El iPad y sus precedentes
Y, sin embargo, el concepto de tableta en computación no era para nada nuevo. Ya en 1945 había aparecido la idea de escribir sobre una pantalla y en los años 60 abundaban sus representaciones en la ciencia ficción, como aquellos portapapeles de Star Trek (1966) o aquella pantalla portátil de 2001: Odisea del espacio (1968). Incluso en 1972 un joven Alan Kay presentó su Dynabook, una “computadora personal para niños de todas las edades” que con su forma vertical, dividida entre teclado y pantalla, no solo se adelantó a las tabletas sino también a las computadoras portátiles y smartphones.
En esta prehistoria podríamos incluir a los primeros PDAs (del inglés ‘Asistente Digital Personal’) como los de PalmPilot o el horrendo Newton MessagePad de Apple de los años 90, pero incluso el término “Tablet PC” recién se comenzó a usar a partir del 2000 gracias al empuje de Microsoft, que a pesar de sus esfuerzos no logró que el formato despegara. Los modelos que existían eran caros e incómodos, y no quedaba claro cuál era realmente su conveniencia fuera de contextos militares e industriales, por ejemplo.
Por entonces las pantallas táctiles eran generalmente resistivas, y registraban un solo punto. Se veían peor que una pantalla no táctil, pero eran relativamente baratas frente a las capacitivas, hoy prácticamente las únicas que se usan, que detectan el contacto de los dedos en varios puntos en simultáneo, y lo hacen en forma instantánea; las pantallas resistivas -como las de las palmtop- son de plástico y requieren un mínimo de presión.
Cuando en 2010 se presentó el iPad el escepticismo abundaba, quizá con buen motivo. Vaticinar su fracaso es un deporte practicado hasta hoy. “A ver quién puede decirme la diferencia entre un teléfono grande y una tableta”, comentó al respecto Eric Schmidt, por entonces CEO de Google. En efecto, el iPad era un iPhone con una pantalla de 9,7 pulgadas, y es cierto que hasta entonces las tablets solo habían servido para recordarnos la comodidad de usar una computadora.
No es que el iPad no fuera bien recibido, pero su recepción no estuvo ni remotamente cerca de lo que había sucedido con el iPhone. La historia de las tabletas, de todos modos, acababa de ser inaugurada.
La eclosión del mercado de tabletas
Samsung, Motorola y BlackBerry no tardaron en presentar sus propios modelos de tabletas, que sin un sistema operativo a medida se seguían sintiendo como teléfonos grandotes, usualmente lentos y sin un atractivo claro.
Pero a diferencia del iPad, caracterizado por el milimétrico control de Apple tanto del software como del hardware, el ecosistema parcialmente abierto de Android daba a los fabricantes la posibilidad de experimentar, por así decir. Por ejemplo, en 2012 Asus presentó su PadFone, un teléfono de 4 pulgadas que podía conectarse a una pantalla de 10 pulgadas literalmente metiéndolo adentro. Simpático, pero no mucho más.
El bienio 2013-2014 fue definitivamente el punto máximo del mercado de las tabletas, con unas 450 millones de unidades vendidas, probablemente por la novedad, pero también por la oferta cada vez más amplia de modelos de parte de Samsung, Lenovo o Amazon, que por un lado buscaban replicar el éxito del iPad y por otro ofrecer algún aspecto diferencial.
Un recorrido personal
Mi primera tableta fue una Asus TF101, que compré en 2012, y su gracia era combinarla con un teclado para convertirla en una suerte de netbook. La experiencia, sin embargo, estaba lejos de lo que podía esperarse de una computadora portátil, pero aún así rápidamente se convirtió en uno de mis dispositivos favoritos.
Estudiando en la facultad la tableta era indispensable. Leer en un monitor se vuelve rápidamente agotador y poder hacerlo en una pantalla liviana, del tamaño de un cuaderno, cambia completamente la experiencia. Para escribir, por supuesto, seguí usando la computadora.
En 2015 la cambié por una Lenovo Yoga Tab 2, que tenía una cómoda “patita” para pararla, un detalle de diseño que gustó tanto que hasta el día de hoy la marca lo sigue aplicando. Este tipo de diferencias quizá menor es lo que los fabricantes de tabletas Android aprovechan para ganarse un espacio propio frente al lugar dominante de Samsung y Apple.
Este año tuve que cambiarla por la Yoga Smart Tab, una versión actualizada del mismo modelo, y me sorprendí al hacer la cuenta de cuántos años pude confiar en ella. En esto las tabletas se diferencian de los teléfonos, cuyo recambio suele empujarse, artificialmente, cada uno o dos años, generalmente a través de la pérdida de soporte de su sistema operativo.
En la segunda mitad de la década pasada el declive de las ventas se mantuvo lento, pero firme. Por un lado ya no había novedad y con un recambio lento de dispositivos, la motivación para comprar una tablet, cuya vida puede extenderse cinco años, es baja. Pero también cada año los teléfonos tienen pantallas más grandes, suficientemente cómodas para leer o mirar videos, y el atractivo de las tablets se perdió.
Es como si las tabletas siempre hubieran decepcionado, quizá por expectativas mal depositadas. Las tablets son una “bestia provocadora”, cuyo atractivo siempre es puesto en comparación con sus alternativas. Un teléfono es más portátil y fácil de usar si estamos en movimiento, una computadora es más potente y versátil, y para leer es más cómodo hacerlo en una pantalla de tinta electrónica como la del Kindle.
Con teclados, lápices, o la ansiada función de dividir la pantalla, se intentó empujarlas como reemplazo de laptops para un público que nunca lograron convencer. Pero la experiencia siempre fue consistentemente mala fuera de un par de escenarios muy específicos.
Quizá el problema fuera esperar demasiado de aparatos cuyo diseño nunca estuvo destinado a la productividad en vez de enfocarse en sus virtudes. La tableta es probablemente el dispositivo de consumo de contenidos por excelencia. Su tamaño y peso la hacen ideal para sostener, aunque no en la calle, y leer o mirar lo que sea. Y en ese aspecto el formato es imbatible.
Hasta que llegó la pandemia. En 2020 la venta de tabletas creció por primera vez desde 2014. Y para cuando el público estuvo listo para darles una nueva oportunidad, la oferta nunca había sido más interesante. Desde renovadas versiones del iPad, las Surface de Microsoft, las Fire de Amazon, el retorno de Xiaomi que había dejado el segmento en 2018, hasta las nuevas ofertas de Samsung y Lenovo, las tabletas parecen haber vuelto victoriosas.
Hace unas semanas pude probar la nueva Lenovo P11, que se vende junto a un teclado y un lápiz. Hacía años que no atinaba siquiera a intentar reemplazar mi laptop ya no para leer sino para escribir y trabajar. Pero como suelen señalar sus reseñas, la experiencia en Android aún no está a la altura de lo que ofrece una computadora. Su pantalla, de 11 pulgadas, me resultó inmejorable para leer y tomar notas, y sus cuatro parlantes la convierten en un notable sistema de entretenimiento, pero no es una herramienta de productividad. Lo de siempre.
Curiosamente, la competencia de las tabletas Android ahora la encarnan también las Chromebooks, cuyo sistema operativo hace años se especula que podría eventualmente fusionarse con Android. Modelos como la Samsung Chromebook Plus o la Lenovo Chromebook Duet no solo ofrecen una mejor experiencia como laptops sino que son completamente compatibles con la oferta de aplicaciones de Android.
Tabletas en pandemia
En la actualidad las tabletas ofrecen un balance interesante entre comodidad, capacidad y movilidad. En un contexto en el que las personas se vieron forzadas a pasar más tiempo en sus casas, y sillones, la oportunidad era imperdible. Al mismo tiempo, la facilidad con la que se instala una app en una tableta es superior a la de instalar un programa en una laptop. Ante la adopción masiva, y forzada, de clases remotas, la incorporación de una tableta para videollamadas probablemente fuera más amena y barata que la de una computadora.
La explicación más plausible, de todos modos, probablemente esté en su tamaño. Si vamos a mirar una pantalla todo el día, cuanto más grande es generalmente más cómoda. Este año dorado de las tabletas, a pesar de todo, probablemente se esté terminando. Con la vuelta a clases presenciales alrededor del mundo las ventas volvieron a bajar.
Las tabletas son bichos raros, eso seguro. Duran más, y se cambian menos, que los teléfonos, más parecido a lo que pasa con las laptops. Y sin embargo son lo suficientemente distintas de ambos. En los tres casos se trata de “computadoras”, una noción que parece resignificarse constantemente. Pero ante la necesidad de editar un video, escribir alternando entre decenas de ventanas o incluso programar, las computadoras, en su sentido convencional, siguen siendo las preferidas.
Es precisamente esta situación a la que Apple está apuntando, ampliando la compatibilidad de sus teléfonos, laptops y tabletas con aplicaciones que corran en todos ellos.
No queda claro qué pasará con el mercado de las tabletas, pero eso tampoco debería sorprender. Ahora que suficiente tiempo pasó, con sobrados aprendizajes de errores pasados, reconocer que no todo dispositivo viene a desplazar a otros, que sus casos de uso difieren y que quizá las tabletas no son para todos, tal vez logre que les demos una nueva oportunidad.
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