¿Por qué nos seducen tanto los contenidos que desaparecen?
Ahora se sumó Twitter y confirmó que nos atrae lo que está disponible solo por un breve período. Tal vez tenía razón el poeta Yeats, cuando escribió: "Man is in love, and loves what vanishes". El verso ha sido traducido al español como "El hombre ama, y ama lo que desaparece". Sí, tenemos esta marcada debilidad por lo efímero, y no me extraña. Tampoco nosotros somos para siempre.
Por otro lado, exhibimos una fuerte obsesión con la trascendencia. Lo dejó claro el poeta Horacio: "Exegi monumentum aere perennius", escribió en una oda en la que se jactaba de haber creado "una obra más duradera que el bronce". No le faltaba razón, hay que reconocerle eso.
Así que tenemos una naturaleza muchas veces contradictoria. Buscamos perpetuarnos, pero al mismo tiempo hacemos un culto de lo efímero, desde las flores hasta las Stories de Instagram, un concepto creado por Snapchat como espíritu de su servicio. Al replicarlo en Instagram, Facebook desactivó Snapchat, que prometía convertirse en otra red social significativa. Delicias de la concentración en las industrias de la tecnología e Internet.
En fin, la cuestión es que alguien se toma el trabajo de producir un contenido, en ocasiones con lujos que antes solían verse solo en la tele o en el cine, pero esa Story estará disponible solo durante 24 horas.
Aquí viene la parte en la que el ludita de fuste se pone a rezongar contra todo, desde la cultura de la imagen hasta la volatilidad en "los tiempos que corren". Para empezar, los tiempos no corren. Pero, dejando de lado eso (tampoco caminan, ojo), cuando uno empieza a quejarse del tiempo que le ha tocado vivir es porque ya tiró la toalla, favor de anotar.
Tengo la impresión de que las Stories (Fleets, como las llama Twitter) no solo nos atraen porque son efímeras y porque si mañana no van a estar disponibles entonces hay que aprovechar ahora (¿Carpe diem?), sino por otro motivo. Uno mucho más terrenal.
Estadísticas inhumanas
Deténganse un instante a observar a vuelo de pájaro las redes sociales (y la web en general, o, si lo quieren, toda internet). Dicho en pocas palabras, sus estadísticas son abrumadoras. De ninguna manera están a nuestra escala, la escala de las personas. No tenemos quince amigos en Facebook, sino más de 3000. No sos nada si no contás con –al menos– 10.000 seguidores, y algunos los acumulan de a decenas de millones. Se envían cientos de miles de millones de mails por día; los sitios de música ofrecen decenas de millones de canciones, y YouTube recibe 13.000 millones de pedidos de página (o equivalentes; hits, en la jerga) cada 24 horas. Podría seguir, pero es bastante claro que se trata de dimensiones sobrehumanas, aun sin abundar en estas cifras que escapan a nuestra comprensión.
Con los contenidos ocurre lo mismo. Promedio, si sos un usuario mesurado, vas a ver 50 fotos y videos por día solo en Instagram. Más de 18.000 al año. Nunca antes de Internet y de las redes sociales habíamos mirado esta cantidad de fotos y videos. Pueden sumarle WhatsApp, Facebook y Twitter. Entonces, de cierta forma, el cerebro tiende a colapsar, sobrepasado por la sensación clara y distinta de que es imposible seguir todas las cuentas que nos podrían interesar y mucho menos ver todos sus contenidos.
En ese escenario cruel para la mente, que se subió entusiasmada por la generosidad de las redes (spoiler: no existe tal generosidad), se recortan, también claros y distintos, los contenidos efímeros. Son un alivio. Por un lado, sabemos que no se nos van a ir acumulando pendientes, videos y fotos que no vimos, que tenemos que ver, que alguna vez vamos a ver. Por otro, es una forma de sincerar algo que sabemos desde siempre: casi todo lo que posteamos es perecedero. Con algunas excepciones, es verdad; por ejemplo, Instagram viene a funcionar como el viejo álbum de fotos. Pero eso es porque hay todavía otra avalancha de bits: las miles de fotos que tomamos con el teléfono y que nunca volvemos a mirar. La desmesura digital encuentra en lo evanescente un límite, y le damos la bienvenida porque casi nada de lo humano soporta una existencia sin fronteras. Salvo, tal vez, la poesía.