Podrían ir presos por comentar en Facebook
Luego de leer la inmensa biografía de Hitler escrita por Ian Kershaw y la indispensable crónica Auge y caída del Tercer Reich , de William L. Shirer, una cosa me ha quedado clara: podríamos estar viviendo hoy una sociedad de pesadilla. Y ni siquiera lo notaríamos.
El nazismo, como toda variante autoritaria, persiguió y destruyó de manera minuciosa, brutal y completa toda forma de disenso. No sólo arremetió contra los otros partidos (incluidos aquellos de su misma coloración y, desde luego, los opositores) y la prensa independiente hasta erradicarlos, sino también contra cualquier forma de crítica, pública o privada. Sumó a esto la obligatoriedad de poseer e inculcar Mein Kampf , so pena de ser acusado de traición a la patria, y usó la radiofonía (por entonces, una nueva tecnología) para pregonar una verdad única, definitiva, indiscutible.
La barbarie autoritaria nada tiene que ver con las ideologías; es en sí una ideología. Uno de los totalitarismos más brutales de la historia contemporánea fue el stalinismo, en la Unión Soviética, ideológicamente empotrado en la vereda de enfrente del nazismo y, sin embargo, pariente de éste (y su aliado, al principio de la guerra) en sus métodos.
El modelo no era nuevo. Descubrí, leyendo la extraordinaria biografía de Beethoven escrita por Maynard Solomon (que me recomendó mi amigo Pablo Gianera), que la Viena que vio florecer al genial Ludwig van padeció un idéntico ultraje, infectado de espionaje al ciudadano y la prohibición de leer libros extranjeros o que no hubieran sido aprobados por el gobierno.
Al revés de lo que se cree, la meta no era sólo sembrar el execrable silencio y la aprobación abisagrada y automática. Había, a largo plazo, algo infinitamente más siniestro. Habiendo borrado toda crítica, habiendo machacado de forma incesante con una sola y única verdad hasta amalgamarla a la conciencia popular, crucificando así toda diversidad, toda duda y toda posibilidad de duda, cualquier perversión sería finalmente tomada por algo normal. Viviríamos en un régimen espantoso, pero no seríamos conscientes de esto.
Hay pocos salvaguardias 100% efectivos contra las ambiciones totalitarias, pero uno se ha probado infalible: la libertad de expresión.
Sin preámbulos
Esta es una de las razones que llevó a la Asamblea General de las Naciones Unidas a adoptar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948, en el Palacio de Chaillot, enfrente de la Torre Eiffel, Sena de por medio, en la Plaza del Trocadéro.
Hay un detalle que siempre me llamó la atención en la Declaración. El primer derecho que menciona, en el preámbulo, es el de la libertad de expresión. Antes que otros, en apariencia más contundentes, como el derecho a la vida, el texto arranca garantizando la libre expresión. Bueno, es lógico: sin ella ni siquiera podría haberse redactado la Declaración.
No sé si adrede, porque la mente humana es de hacer estas cosas sin que la exigua conciencia lo note, pero la Declaración admite, sin decirlo, que la libertad de expresión es condición para la existencia de este texto fundacional y para la existencia de todos los demás derechos. Sólo los humanos somos capaces de expresarnos libremente, y sólo somos completamente humanos cuando podemos hacerlo sin miedo y sin limitaciones.
De hecho, hay una sola cosa que el totalitarismo teme: que los ciudadanos no teman expresarse públicamente.
Paradoja
Más de 60 años después está ocurriendo algo insólito.
Por un lado, los proyectos mesiánicos no se han extinguido, ni mucho menos.
Por otro, las tecnologías digitales están haciendo posible, por primera vez, que el derecho a la libertad de expresión se ejerza de forma real y masiva. Ya no es un bonito enunciado políticamente correcto. Ahora unas 2000 millones de personas pueden compartir una idea, una frase, una opinión, una imagen o un video por Internet a costos ridículamente bajos y prácticamente sin fronteras. Ni siquiera hace falta tener computadora e Internet.
Entonces, en lugar de reforzar el apoyo al derecho a la libertad de expresión, antídoto contra los regímenes autoritarios, ¡nos ponemos a promulgar leyes para limitar la libertad de expresión!
Insisto, y lo vengo diciendo desde, al menos, el caso Paul Chambers ( www.lanacion.com.ar/1263332-condenado-por-un-mensaje-de-twitter ), las leyes necesitan ponerse al día y sintonizar con un mundo donde el poder de hablar está a disposición de más seres humanos que jamás antes en la historia, y ese número crece sin cesar.
Lejos de eso, el castigo por abrir la boca arrecia.
Esta semana se supo sobre otros dos casos de ciudadanos ingleses (Matthew Woods y Azhar Ahmed) condenados por sus dichos en Facebook. Los comentarios de estos dos veinteañeros son de tan mal gusto, tan ofensivos para el espíritu y tan por debajo del coeficiente intelectual mínimo, vital y móvil, que ni vale la pena detenerse en ellos. Como la insensata broma de Chambers, que en 2010 twiteó que iba a volar un aeropuerto si no lo abrían en el plazo de una semana, las frases de Woods y Ahmed sólo demuestran que hay personas que en alguna curva se les cayó el sentido común y nunca se detuvieron a recuperarlo.
Ahora bien, como en Inglaterra los mensajes electrónicos públicos ofensivos o amenazantes son considerados delito por la ley de telecomunicaciones (promulgada en 2003), la conclusión parece cristalina: Chambers, Woods y Ahmed violaron la ley. Ahora, a la celda, a pagar la multa o a brindar las horas de servicio comunitario.
No tan rápido.
Desde 2010, Chambers apeló tres veces. Dos fueron ante la Corte Suprema de Justicia; la segunda, acompañado por el actor Stephen Fry y el comediante Al Murray. En esta ocasión, la condena fue anulada, aunque hacía rato que los abogados de la fiscalía consideraban que el castigo era un disparate. Los jueces cayeron al final en la cuenta de que estaban por condenar a alguien por hablar.
Chambers había cometido una monumental estupidez, considerando que el terrorismo tiene la costumbre de hacer volar cosas en zonas donde hay mucha circulación de público, pero el primer juez sabía de sobra que el sujeto no tenía ni la intención ni los medios para atacar el aeropuerto de Doncaster.
Cuando menos, el caso Chambers (que perdió dos empleos a causa del proceso) podía asociarse, tomado literalmente, con una velada amenaza. No lo era, y todo el mundo sabía que no iba a volar nada. Pero bueno, se puso peligrosamente cerca del delito.
En cambio, la reciente condena a Woods se basa en sus dichos –repugnantes y retorcidos– sobre April Jones, una nena de cinco años desaparecida en Gales, y Madeleine McCann, la niña de 3 años desaparecida en 2007 en Portugal. Esto le costará, en primera instancia, 12 semanas preso. Se están tomando precauciones para que no lo linchen. Que ofendió a muchos, no cabe duda.
Ahmed, por su parte, hizo un comentario sobre el asesinato de seis soldados británicos en Afganistán. Con un GPS mental evidentemente mal calibrado, opinó que "todos los soldados deberían morir e ir al infierno". Cuando vio las primeras reacciones, lo borró. Pero no fue suficiente. La madre de uno de los militares llegó a leerlo y lo denunció a la policía.
La lista de casos como estos sigue, y el hecho es que los ciudadanos de una nación democrática están siendo perseguidos por hacer comentarios en las redes sociales. No son responsables de acoso, difamación o sedición, y no forman parte de una campaña para incitar la violencia contra un individuo o un grupo de individuos. Sus dichos son basura, pero son basura expresada libremente. Esto debería enorgullecer a los ingleses. Al revés que en el régimen de las camisas pardas o en la Rusia de Stalin, la gente dice allí cosas sin pensar. O así era hasta ahora, al menos. ¿Después de esto, empezarán los ingleses a pensar dos veces lo que ponen en línea? Eso se llama autocensura, y es algo mucho más dañino para una sociedad que la más desubicada y desagradable de las bromas.
La justificación que dan los jueces para estas condenas parece límpida y tranquilizadora. Dijeron: "Con la libertad de expresión viene también la responsabilidad. Los sujetos condenados no estuvieron a la altura de esa responsabilidad".
Bueno, permítanme disentir. Para empezar, y de acuerdo con lo que las naciones más civilizadas acordaron en 1948, la libertad de expresión es un derecho humano, es inherente a nuestra humanidad, no se lo puede condicionar al uso que hagamos de él. Así que el razonamiento está viciado desde la base, porque confunde la libertad de expresión con los delitos que pueden cometerse usando las cuerdas vocales. Es como limitar el derecho a la vida porque para un delito es menester estar vivo.
Pero hay algo más.
Entiendo que un mundo donde la gente no dice barbaridades ni estupideces de forma pública sería muy lindo, y que la ley de telecomunicaciones inglesa quizá tenía ese pacífico (e imposible) escenario en mente, pero condenar a un ciudadano porque hace una broma de mal gusto puede derivar fácilmente en persecución política. Porque, ¿qué es ofensivo? ¿Qué es mal gusto? ¿Cuándo una broma es horrenda, cuando involucra a una niña desaparecida o también cuando involucra un modelo sociopolítico?
Sé de sobra, y me ocurre al escribir estas líneas, que es muy pero muy difícil no desearle un castigo a este joven que, borracho (es lo que Woods arguyó en su defensa), hace comentarios repulsivos sobre dos nenas desaparecidas. Me cuesta no desearle esas 12 semanas a la sombra. Pero cuando me calmo, cuando pienso en lo riesgoso que es legislar contra la palabra dicha, contra lo que se expresa públicamente, me doy cuenta de que antes que la celda este Woods debería haber tenido mejores padres.
Pero, entonces, ¿simplemente hay que permitir que se propalen estas inmundicias? En mi opinión, sí. Son un costo de ser libres, y me parece un costo pequeño, comparado con lo que cualquier limitación a la libertad de expresión podría acarrear.
Por esto Stephen Fry y Al Murray acompañaron a Chambers en su segunda apelación ante la Corte Suprema. Porque el humor, herramienta de crítica política fundamental, es una de las primeras víctimas de esta clase de leyes.
Por eso el periodismo en masa levantó la voz contra las condenas de Woods y Ahmed; sabemos con qué facilidad se encuentran excusas para calificar nuestras notas y opiniones de ofensivas, inconvenientes, hasta peligrosas.
Y algo más, antes de irme. Estas leyes son inútiles. Basta mirar cinco minutos la línea de tiempo de Twitter para descubrir que, por el motivo que sea, las bromas de mal gusto, el sarcasmo más cruel, los comentarios irremediablemente esquinados circulan sin pausa. Posiblemente esta clase de humor renegrido funcione como una válvula de escape, no lo sé. Lo cierto es que no constituye de ninguna manera una rareza.
Dadas las reacciones adversas que despertaron estas condenas, la justicia inglesa va a sentarse ahora a debatir la forma de interpretar la sección de la ley de telecomunicaciones de 2003 que fiscaliza lo que decimos en Internet (la 127). Espero que al hacerlo recuerden las palabras de su compatriota, el gran poeta John Milton, que en 1644 escribió: "Denme la libertad de saber, hablar y debatir de acuerdo con mi conciencia, por sobre todas las otras libertades".