¿Para qué sirve Twitter?
Alguna vez supimos debatir, resistir y mejorar colectivamente un poco el mundo desde la línea de tiempo; a los que creen en el discurso único y detestan la libertad de opinar y de asociarse eso nos les gusta ni un poco
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El viernes me había acostado tarde. Ya era sábado en realidad, y el último tweet de un amigo mendocino me dejó preocupado. “Está temblando, nos vinimos a la plaza de enfrente”, puso (cito de memoria). Eso fue el 27 de febrero de 2010 a la madrugada, y cuando me desperté me encontré con la línea de tiempo en llamas por el catastrófico terremoto que golpeó a Chile ese día. La línea de tiempo, time line o TL, en nuestra hermética jerga tuitera, es la secuencia de tweets que cada usuario ve y, en aquellos tiempos idos, tres años antes de que la compañía saliera a la Bolsa, reflejaba lo que habíamos elegido ver. No lo que la compañía quería que viéramos para mantenernos más tiempo enganchados.
Desde esa fatídica mañana y durante las siguientes doce horas, junto con un número de tuiteros de América latina, pero también de otras regiones (México, por ejemplo), difundimos los nombres de las personas desaparecidas durante el desastre. Hacia el mediodía ya había un sitio web que alguien había puesto en línea con esos listados. También Google subió un sitio para ayudar a las víctimas. La Cruz Roja usó explícitamente Twitter, y lo reiteraba constantemente. Lógico. Con la infraestructura de telecomunicaciones gravemente dañada, la austeridad de aquél Twitter original era casi lo único que funcionaba. (WhatsApp ya existía, desde el año anterior, pero todavía estaba lejos de popularizarse.)
Al punto que, al final del día, tras haber difundido las alertas por el vandalismo que sufrían los ciudadanos y seguir en tiempo real el tsunami causada por el sismo, Radio Cooperativa utilizó las listas de personas desaparecidas que habíamos ensamblado colectivamente en Twitter. Por un instante, y en medio de aquella desgracia, tuvimos la impresión de que el ágora global era posible. Que Twitter servía para algo. Opinábamos libremente, debatíamos y lográbamos cosas juntos.
En abril de ese año, para los 14 años del Suplemento Tecnología, les pedí a mis seguidores que escribieran la columna por el aniversario. Fue un salto al vacío, porque el terreno de las redes sociales era por entonces casi enteramente virgen. Salió fantásticamente bien.
Experimentación
Durante los siguientes cinco años participé activamente de la línea de tiempo, los 700 seguidores de 2010 se convirtieron en más de 20.000, y pasaron muchas cosas muy buenas. Por ejemplo, resistimos –no con ataques piraña, sino con argumentos y civilizadamente– un intento del gobierno de imponer un canon digital a los CD y DVD. (Sí, en serio, a los CD y DVD; la política, siempre al día, en la Argentina.) El canon nunca se hizo realidad.
Entonces Twitter salió a la Bolsa, en noviembre de 2013, y las cosas empezaron a cambiar. En todas partes, no solo en la Argentina. La red de los trinos había demostrado tener peso político (o sea, era capaz de producir cambios en el mundo real), pero ahora tenía que demostrar que podía ser rentable. Wall Street mira muchos indicadores, pero el principal es el número de seguidores. Hacia 2015 ese número, que venía lento, se estancó en alrededor de 300 millones (sus usuarios activos diarios monetizables, una métrica que empezaron a emplear en 2109, es mucho menor: 229 millones, se supo ayer, cuando publicaron el informe financiero del primer trimestre del año). Normalmente, esas no son buenas noticias para una plataforma social, porque en su intento de atraer público tienden a fomentar cualquier cosa que tenga impacto y a copiar las fórmulas exitosas de sus competidores; Facebook, cuyo espíritu está casi en las antípodas del de Twitter.
Los algoritmos empezaron a modelar la TL, y, combinados con los hilos interminables de los popes de la línea de tiempo y con las campañas de desprestigio (digitadas, subsidiadas, dirigidas como misiles), fueron una fórmula letal. De pronto Twitter se había convertido en una especie de gran grupo de WhatsApp donde da la impresión de que todo el mundo se peleaba con todo el mundo todo el tiempo, y después nunca pasaba nada.
En ese momento, que además fue bisagra en mi vida personal y por lo tanto no tenía tiempo para debates que se habían ido convirtiendo en cada vez más estériles y más violentos, me propuse un experimento. Dejé de tuitear casi por completo. Me abrí y me dediqué simplemente a observar.
El resultado es tan interesante como significativo: durante los últimos cinco o seis años mi número de seguidores quedó en alrededor de 23.000. No solo no subió, a pesar de que sigo publicando en el diario y todo lo demás, sino que tampoco descendió. Es prueba clara y distinta de Twitter es una burbuja. Incluso así (tal es el poder de la vox populi), logró triunfos clave (como el movimiento #NiUnaMenos y las marchas ciudadanas autoconvocadas), pero el dato más relevante a la hora de juzgar una cuenta de Twitter, los seguidores, no cambió en absoluto. “¿Perdón, si no tuiteás no sumás seguidores?”, me preguntaba un amigo ayer, incrédulo. Exactamente. Salvo, desde luego, que seas una celebridad y salgas en la tele con escándalos a cada rato. Aunque no tuitees nunca nada.
Está bien, era algo que ya sabíamos, solo quise probarlo de primera mano. Pero pone en tela de juicio casi todo lo que creemos acerca de Twitter y obliga a reformular la pregunta: no es para qué sirve Twitter, sino, en todo caso, para qué sirve Twitter hoy. ¿Sirve para algo?
Megáfono
Ya lo he dicho un número de veces, pero por completitud lo reitero acá: el mundo es mejor con Twitter que sin Twitter. Ahí donde todavía es posible (en la Argentina, por ejemplo; no así en otras democracias occidentales), en Twitter uno puede opinar lo que se le de la gana. Aunque sea una canallada, a mi juicio es mejor que las personas puedan opinar a que la opinión esté vigilada y castigada. Primero, porque opinar es un derecho inalienable. Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y es un derecho inalienable porque el miedo a opinar es el mecanismo primero y más insidioso que emplean los totalitarismos para imponer una voz única. O pensás como nosotros o te despedazamos en público. En las redes, esa ejecución es pública y viral. El nazismo y el stalinismo empezaron atacando este derecho. Así que no importa si la opinión es una pavada. Lo preocupante es que las personas empiecen a tener miedo de opinar. Eso está pasando en Twitter hoy. “Hay cosas que yo ya no tuiteo”, me decía un tuitero de fuste con el que hablé estos días.
Por supuesto, hay leyes. Es un delito calumniar, injuriar o incitar a tus votantes a que asalten el Congreso de la Nación, por citar un ejemplo trágico. Pero fuera de lo que dicta la ley, opinar es un derecho inalienable. Se llama libertad de expresión. Hace casi 30 años que defiendo ese derecho en internet desde esta columna. Por eso creo que el mundo es mejor con Twitter que sin Twitter. O, si se quiere, con Internet que sin Internet. Twitter es solo un servicio más de la Red.
Sin embargo, también es cierto que supimos ser mejores en Twitter de lo que somos hoy. Musk bate el parche (poco convencido y poco convincente) de que “quiere recuperar la libertad de expresión en Twitter”. Pero el problema no es ese. El problema es que el ágora global se ha convertido en campo de batalla. La TL se ha degradado. No siempre, no todo el tiempo, y sigue habiendo tuiteros que son un lujo.
Pero hoy, más de una década después del terremoto de Chile, este Twitter copado por las celebridades, los políticos y los trolls, difícilmente podría haber brindado ayuda en una catástrofe. Discursos de barricada, sí. Insultos y defenestraciones, sí. ¿Pero ayuda real y concreta, como en 2010? No lo creo.
Eso sí, Twitter es muy funcional a los negocios de Musk. Con 83 millones de seguidores, es su megáfono. Así que fue y se lo compró. Ese mismo día la red perdió 20.000 usuarios, que se fueron a Mastodon, y al día siguiente las acciones de Tesla se desplomaron. A Wall Street no le gustan los problemas. El ruido y la furia. Y Twitter es todo eso. Es bardo. Es jaleo. Además, vamos, un megáfono de 44.000 millones suena como un poco caro. Para peor, a principio de esta semana, cuando Elon Musk pagó esa enormidad de plata, Twitter ya estaba en decadencia. En la Argentina, más o menos el 89% de los ciudadanos (después de leer su informe financiero de Q1, creo que incluso más del 89%) no le presta ninguna atención a lo que pasa en Twitter. La red social más insolente y desfachatada está sucumbiendo a la mordaza del miedo al linchamiento y a los interminables hilos de los poderosos. Eran 140 caracteres, muchachos, no discursos mesiánicos de nueve horas.
Además de haber pagado una barbaridad de dinero (el doble de lo que desembolsó Zuckerberg por WhatsApp, sin actualizarlo por inflación), Musk equivoca el diagnóstico. Si quisiéramos recuperar Twitter deberíamos preguntarnos para qué sirve. Y Musk solo parece estar pensando en para qué le sirve a él. Es más, si se enfoca en esto, quizás al final dé marcha atrás. Salvo que esté pensando en algo mucho más grande, fiel a su estilo. Ser presidente de Estados Unidos, por ejemplo; se lo pidieron (por Twitter, claro). La Constitución de ese país se lo impide, porque no es estadounidense por nacimiento. Pero tampoco estamos en condiciones técnicas de colonizar Marte, y el magnate alienta ese proyecto. Eso es lo que tiene Musk. Le hace creer a sus idólatras que todo es posible. Y, por supuesto, le creen.
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