Para la música MIDI, 30 años no son nada
La música llegó por casualidad a mi vida. En 1969 un amigo de la familia decidió emigrar a los Estados Unidos. En el inventario de sus más queridas posesiones figuraba un Wurlitzer 4100, el primer órgano electrónico fabricado por esta compañía estadounidense fundada en 1856 en Cincinnati. Existía un pequeño inconveniente para que se lo llevara a su nueva residencia: el 4100 pesaba 100 kilos. Le salía más barato comprarse uno nuevo que mudarlo. De modo que se lo vendió a mi padre, un temprano entusiasta de la electrónica, por una suma mucho menor de su valor real. El plan era, se entiende, venderlo y obtener una diferencia interesante. En mi familia nunca había habido un músico.
Tenía 9 años cuando llegó a casa el gigantesco instrumento con dos teclados, una pedalera de octava completa, sólida banqueta y muchos (39, en rigor) botones blancos, negros y rojos. Recuerdo con claridad aquel día. ¿Vieron eso del amor a primera vista? Bueno, tal cual.
Aunque me prohibieron usarlo (no fuera acaso a romperlo), desobedecí sistemáticamente, y cada vez que mi padre regresaba a casa me encontraba practicando con el teclado. El proyecto de vender el 4100 empezó así a postergarse cada vez más y, al final, se canceló por completo. El Wurlitzer sigue conmigo y, aunque disfónico y enclenque, aún funciona. Como negocio ya no le va tan bien: vi en eBay un 4100 subastado por una irrisoria base de 50 dólares ( www.ebay.com/itm/Wurlitzer-organ-Wurlitzer-model-4100A-organ-Wurlitzer-4100A-organ-/261162581279?pt=LH_DefaultDomain_0&hash=item3cce80bd1f ). Ignoro si hay algún otro ejemplar entero en la Argentina. Sé también que mi idea de restaurarlo es bastante poco viable, a estas alturas (ver aquí: www.organforum.com/forums/showthread.php?7570-The-Wurlitzer-4100-Project). Pero el legado del 4100 ha sido para mí portentoso.
Llegan los transistores
La idea de que me hiciera músico no era del todo bienvenida en la familia, de modo que me volví un disperso e indisciplinado autodidacta (mi hermano, en cambio, se convirtió en un músico profesional, también seducido por la temprana presencia del 4100).
En la adolescencia –era inevitable– formé varias bandas, de las que el Wurlitzer formó parte honorable, pese a mis deficiencias como intérprete. Era también el integrante más sufrido. Con los sucesivos, laboriosos y trastabillantes traslados a las salas de ensayo acumuló golpes y raspones, y alguna que otra calcomanía. Entre tanto, aprendí también a reemplazar las válvulas que fallaban y a limpiar sus centenares de contactos. También le quité las patas delanteras para que no se quebraran en el ir y venir y, lo confieso, porque así se veía más cool.
Sin embargo, menos de una década después de nuestro primer encuentro, algo quedaba claro: las bandas que más me gustaban usaban sonidos que el 4100 era incapaz de reproducir, por mucho que combinara sus timbres. Así que ahorré dinero y logré comprar (creo que en 1978) mi primer sintetizador, un Yamaha CS-5.
Pese a ser monofónico (producía un solo sonido por vez), me reveló un universo enteramente nuevo de herramientas sonoras. Trabajando con sus 21 perillitas y 3 interruptores podía obtener timbres y efectos imposibles para el viejo órgano valvular. A la vez, aprendí los básicos de la programación de sintetizadores, como la modulación por medio de osciladores de baja frecuencia, los conceptos de ataque, caída, sustain y release, filtros, resonancia y sonido blanco, entre otros. Hice, en total, una cantidad infernal de ruido, además de romper un altavoz que no soportó el impiadoso embate de este sintetizador analógico que no sabía de eufemismos. Un desastre. Poco después, en la casa del baterista de mi banda, destruimos unos vidrios experimentando con un Korg VC-10 (mejor conocido como Vocoder: http://en.wikipedia.org/wiki/Korg_VC-10 ). Su mamá no estaba para nada contenta, pueden imaginárselo.
Sin saberlo, estaba viviendo una revolución musical sin precedente: los instrumentos musicales electrónicos estaban volviéndose más poderosos, accesibles y livianos. El CS-5 pesaba sólo 7 kilos. ¡Lo podía llevar debajo del brazo!
Muy pronto esta industria incorporaría, además, las tecnologías digitales, ampliando sus horizontes y reduciendo costos y dimensiones de forma inédita.
Pero se enfrentaría, también, a un dilema.
¿Charlamos?
Con la digitalización los instrumentos musicales se volvieron capaces de hablar entre ellos. ¿Qué significa esto? Que se podía ejecutar ( disparar , en la jerga) un sintetizador por medio del teclado de otro. O, como Pat Metheny (a quien entrevisté en 1983), ejecutar un sintetizador utilizando una guitarra. Además, como todos los dispositivos digitales son parientes, el sueño de hacer música usando una computadora (hoy algo obvio y cotidiano) se hizo realidad.
Los instrumentos electrónicos analógicos (como mi CS-5, el célebre MiniMoog o el antes mencionado VC-10) también podían usarse para controlar otros instrumentos, pero lo único que podían comunicar era que una tecla (una nota) había sido apretada o soltada. Nada más. Así que las mil sutilezas del sonido sintético se perdían en la traducción. Un sintetizador analógico no podía disparar acordes ni decirle a otro que la tecla había sido presionada con más o menos fuerza.
Los bits cambiaron eso para siempre. Los instrumentos musicales digitales podían ahora hablar con fluidez y lujo de detalles. Sí, pero para que dos máquinas se comuniquen hace falta un idioma común. Ése fue el desafío al que se enfrentó la industria de la música hacia fines de la década del 70. ¿Qué era más conveniente? ¿Competir y destriparse hasta que una compañía impusiera su formato propio, como estamos habituados a que ocurra en informática? ¿O era mejor acordar un lenguaje común, abierto, universal y libre?
Tal vez porque los músicos son expertos trabajando en equipo, la industria de la música electrónica optó por la segunda alternativa y en enero de 1983 presentó la norma MIDI (por Musical Instrument Digital Interface ; interfaz digital para instrumentos musicales), un protocolo de comunicación serial para aplicaciones musicales. Es decir, el idioma común que desde entonces hablan todos los instrumentos musicales digitales, así como los programas para componer y secuenciar, las máquinas de efectos y hasta las luminarias de un escenario.
Treinta años después, y sin modificaciones, MIDI sigue reinando en todas partes: cuando oímos un disco o un MP3, en los recitales, en los estudios de grabación, en las bandas de sonido de las películas, en nuestras computadoras. De hecho, podés conectar tu flamante iPad a un adaptador MIDI y usarla para componer música.
Con MIDI no sólo se puede transmitir cuál tecla se tocó y soltó, sino también con qué fuerza se apretó esa tecla (esto se llama velocidad, en la jerga) o si la presionamos más fuerte luego de tocarla ( aftertouch ) para, por ejemplo, producir vibrato. Todavía más, la norma hizo posible seleccionar otro sonido en un instrumento digital remoto. Y mire esto: si uno toca un piano digital conectado vía MIDI con una computadora en la pantalla va apareciendo la partitura en tiempo real. Viceversa, MIDI hizo posible trabajar el pentagrama en pantalla e incluso ir más allá de esta forma de escritura, dando lugar a innovadoras formas de expresión musical, como acertadamente consignaba la reseña de estos días en The Verge ( www.theverge.com/2013/1/28/3923488/midi-turns-30-revolutionary-open-music-standard-lives-on ).
¿Se equivocaron las empresas que acordaron MIDI al cooperar entre sí, abandonando de forma consensuada la posibilidad de imponer un formato dominante? Todo lo contrario. Salvo excepciones, las compañías que hace tres décadas revisaron, homologaron y suscribieron a la norma MIDI siguen hoy vigentes, liderando el mercado de los instrumentos digitales: Kawai, Korg, Oberheim, Roland y Yamaha son las más conspicuas. Estoy persuadido de que si estas organizaciones se hubieran masacrado para lograr la supremacía de su propio formato, casi todas estarían hoy difuntas. Y habrían malgastado toneladas de dinero en esta batalla, en lugar de invertirla en investigación y desarrollo. La conozco de cerca y puedo testimoniar que la industria de la música digital es de las más innovadoras y creativas de la actualidad.
Pero hay algo mucho más importante. Décadas de música están almacenadas hoy en formato MIDI, que es abierto y público, y un documento MIDI creado hace 30 años es perfectamente compatible con un software de producción musical lanzado al mercado antes de ayer. Es decir, ningún compositor teme que su obra vaya a quedar atrapada en el cepo de un formato propietario, cerrado e ininteligible cuya supervivencia depende de la suerte de una sola compañía. A su modo, MIDI se convirtió en la nueva partitura; después de todo, también el pentagrama es una tecnología que nadie reclama y a todos beneficia.
El arte no envejece
Se ha dicho que MIDI es un ejemplo de longevidad, y esto no sólo es cierto, sino que es indispensable en las artes. Un automóvil o un smartphone se vuelven obsoletos. Un instrumento musical jamás envejece. Cualquiera que tenga una guitarra o un piano sabe que son casi seres vivientes, no meras maquinarias. Con los digitales ocurre exactamente lo mismo.
Por eso para los músicos (amateurs o profesionales) la longevidad de la norma MIDI es mucho más que una linda frase. Observe.
Hacia finales de la década del 80 la combinación del 4100 y el CS-5 estaba mostrando sus limitaciones en mis perpetuos, desordenados e inconstantes experimentos. Así que volví a invertir y, en 1990, compré un Yamaha SY22 (6,8 Kg), un sintetizador polifónico cuya tecnología de síntesis vectorial había sido desarrollada por la compañía Sequential Circuits, creadora de algunos de los sintetizadores más icónicos de la historia, como el Prophet-5, antes de ser adquirida por Yamaha en 1987. Dato no menor: fueron dos ingenieros de Sequential Circuits, Dave Smith y Chet Wood, los que habían planteado en 1981 la Universal Synthesizer Interface , una idea que dos años más tarde conduciría a la norma MIDI.
El SY22 poseía algo que lo diferenciaba de todo lo que había tenido hasta entonces: venía con los tres enchufes MIDI de rigor (in, out y thru). Durante un tiempo no les encontré ninguna utilidad. Pero un día instalé una placa MIDI en una de primeras PC y pude componer en pantalla o programar un ritmo para acompañarme, ritmo que era ejecutado de forma autónoma (y algo robótica, en esa época) por la PC.
En 1994 o 1995 adquirí mi primer instrumento musical sin teclado ni cuerdas, un módulo Roland JV-1080 (5 Kg). Este sintetizador tenía un aspecto extravagante, mezcla de videocasetera con autoestéreo y, además, ¿qué clase de mundo era ese en el que un instrumento no tenía cuerdas, teclado, boquilla, ni tan siquiera un elemental parche?
El mundo de la norma MIDI, claro. Para ejecutar el JV-1080 usaba (todavía uso, de hecho) el teclado del SY22. Dicho en jerga, el SY22 funcionaba como master. Es más, también podía disparar los sonidos de la placa de audio de la PC. ¡Sí, señor, las plaquitas de audio de cualquier PC contienen un bonito sintetizador polifónico! Oh, sí, también las hay profesionales, por supuesto, y el hecho es que en 50 años (el Wurlitzer 4100 es de 1959) habíamos pasado de 100 kilos a menos de 200 gramos.
En resumen, y aunque cueste creerlo, mi estudio MIDI está conformado hoy por máquinas que han sido fabricadas durante un período de 22 años, incluido un tecladito de escritorio que compré el año pasado (300 pesos) y que uso para jugar con el software de música FL Studio. Todos estos componentes se entienden sin obstáculo gracias a la inteligencia corporativa que se puso de manifiesto con la creación de la norma MIDI, 30 años atrás. Creo que es una contundente lección que demuestra que los estándares abiertos y la cooperación son una receta que origina riqueza y estabilidad, incluso en medio de los meteóricos avances técnicos actuales.