Nuestra dieta digital de cada día ¿favorece al coeficiente cultural?
Actualizo el sistema operativo del celular y descubro una nueva herramienta que mide la cantidad de horas que estoy frente a la pantalla: cuánto tiempo le dedico a las redes sociales, si utilizo el correo electrónico o reviso otras aplicaciones, entre otros datos. Este feedback (retroalimentación) me hace preguntarme sobre lo que aprendemos cuando estamos frente a nuestras pantallas móviles.
Por más que trate de evitarlo, mis hábitos de la vida offline se adaptaron a los de la vida online. Por ejemplo, leo libros a través de la app Blinklist (su versión gratuita permite una lectura diaria, previa selección de temas de interés), donde en pocos minutos puedo ir al corazón del contenido. En pocos parpadeos puedo absorber información y nutrirme de nuevas teorías o investigaciones. Continúo con mi hábito de lectura, pero pienso si me estoy perdiendo el disfrute de otro tiempo de lectura o procesamiento, y ni hablar del hecho de que "alguien" ya hizo la curaduría de lo que es "importante" y me la sirve en bandeja.
El tiempo es tirano y en el mundo digital, eso vale más (o al menos la batería de mi dispositivo me recuerda esos límites). Por eso, mientras leo con este formato siento que gano tiempo "practicando inglés". Como sea, es una nueva negociación entre mi dieta cognitiva tradicional y mi dieta digital.
Sin embargo, ¿qué pasa con eso que no hacía antes de que todo pasara a través de mi celular? Mientras escribo, mi celular me notifica la cantidad de tiempo que le dedico a "las redes sociales", esos espacios donde nos narramos, les contamos a los demás lo que queremos que sepan de nosotros y leemos sus relatos. Lo maravilloso es que ahora podemos usar además imágenes, videos, audios. Ya contamos con una narración más liviana de texto, pero más compleja en la pregnancia emocional. Podemos no saber leer ni escribir (años de alfabetización que se desploman), pero "entendemos" lo que pasa en estos medios digitales.
Sabemos que las redes sociales están diseñadas para crear adicción e incluso conocemos algunos de sus impactos negativos como el miedo a quedarse fuera del mundo tecnológico (FOMO, por sus siglas en inglés). Con o sin propósito, aprendemos a través de la experiencia de usuario a responder a ese algoritmo del éxito: todo lo que digo u hago en la vida digital responde a las respuestas de los otros followers (o seguidores). Pero este territorio ya ha sido explorado y está en constante debate. Mi pregunta es: ¿qué tiene de positivo el uso de redes sociales? ¿En qué podría colaborar esto que tanto hacemos en nuestras pantallas?
Hace unos años conocimos el concepto de inteligencias múltiples, que vino seguido de otro, la inteligencia emocional (y el coeficiente emocional, incluso hay varios test gratuitos disponibles), poniendo en jaque la idea de que solo existe un concepto único de inteligencia (hasta ese momento solo estaba socialmente validado el coeficiente intelectual) y una única forma de medir.
El Centro de Inteligencia Cultural, que descubrí hace unos meses, define este nuevo coeficiente como la capacidad de relacionarse y trabajar efectivamente en situaciones culturalmente diversas. Advierte que va más allá de las nociones existentes de sensibilidad y conciencia cultural para destacar un conjunto de capacidades necesarias y alcanzar objetivos en entornos culturalmente diversos. Si en el mundo somos aproximadamente 7 mil millones de humanos, hablamos 6000 idiomas y estamos hiperconectados, la gran pregunta es: ¿cómo podemos traspasar las barreras culturales?
El centro se basa en investigaciones que abarcan 98 países y más de 75.000 personas, las cuales concluyen que una persona culturalmente inteligente es consciente de su identidad cultural, a la vez también puede trabajar y relacionarse eficazmente con personas y proyectos en diferentes contextos culturales. Por lo visto no se trata solamente de ser multilingüe o un ejecutivo exitoso.
Lo que sería bastante cercano a lo que nos pasa, y cada vez más va a pasar en nuestros trabajos, espacios tecnológicos recreativos (foros, videojuegos en red, etc.), especialmente en ese universo que creamos siguiendo a ídolos e influencers, entre otros, que muchas veces son y están en otros países.
Más allá de que nos cuesta romper la barrera de nuestros círculos cercanos en la era digital, las redes sociales pueden convertirse en el espacio para practicar y seguir a personas que pertenecen a otras culturas, tener un intercambio que enriquezca el debate y el ejercicio de este tipo de inteligencia.
El desafío es pensar si Internet nos permite habitar un espacio que tiene más que ver con: una armónica campaña publicitaria de Benetton (con modelos de todo el mundo unidos por un "propósito") o un cuadro que representa la torre de Babel y la desconexión entre las culturas. Y más allá: ¿podemos pensar que estamos también aprendiendo a potenciar nuestro coeficiente cultural? Ahora el próximo paso es profundizar qué definimos como cultura y cómo se aprende en un entorno digital, entendiendo que la diversidad es el toque distintivo.