No, Google, no soy un robot
Dos historias que demuestran que la concentración es perniciosa para la innovación y que a la vez contiene el germen de su propia anulación
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Los colosos de internet están en la mira de la administración del presidente estadounidense Joe Biden. Puso a dos temibles adversarios de estas compañías (Google, Facebook, Amazon y demás) en cargos clave. Nombró a Lina Kahn al frente de la Federal Trade Commission y nominó a Jonathan Kanter para liderar la División Antimonopolio del Departamento de Justicia de ese país.
Como existe un número de personas dispuestas –por fanatismo o por dinero– a hacerle el juego a lo peor de la dirigencia (aquí y en cualquier otro lugar del mundo), lo que seguiría al párrafo anterior sería en general un intercambio interminable de eslóganes panfletarios, insultos irreproducibles, descalificación repugnante, verdades a medias, mentiras descaradas y, cada tanto, alguna frase tímidamente razonable que se perdería en este escandaloso intercambio, más propio de animales salvajes que de personas civilizadas.
Por lo tanto, me gustaría contarles un par de historias pequeñas, cotidianas, para que vean hasta qué punto es menester que la dirigencia se ponga al día y comprenda que el pecado capital de estas compañías, que son por otro lado excelentes en términos tecnológicos, es la concentración. El síntoma, como se verá enseguida, es que actúan de forma inapelable, resultan prácticamente intocables y son por completo opacas. El principal problema de la concentración es que cancela la posibilidad de surjan nuevos Amazon, Facebook, Microsoft, Apple, Google y así, pero también actúa en contra del interés del usuario, y eso, como espero demostrar en los párrafos siguientes, es un arma de doble filo.
Documentos, por favor
La primera historia tiene que ver con Instagram, una compañía que Facebook adquirió el 9 de abril de 2012 por 1000 millones de dólares. Hoy es el lugar donde hay que estar para que pymes, microempresas y emprendimientos personales prosperen. Se necesita también de alguien que sepa de marketing digital, una disciplina no solo nueva, sino en constante evolución (precisamente porque los actores principales y sus algoritmos son, salvo que les convenga, opacos). Pero el caso es que ahora hay que estar en Instagram.
En Instagram –como en su momento hizo Twitter y hace poco intentó reincidir– es posible verificar tu cuenta. La cucarda azul con una tilde de verificación (o palomita, como la llaman en otros países) es un activo para cualquier organización, sobre todo si es pequeña, y en particular para los individuos que están intentando llevar adelante un proyecto.
Por lo tanto, el trámite y los requerimientos para obtener dicha verificación deberían ser del todo transparentes, sin ambigüedades ni zonas sombrías. Nada de eso ocurre. Los requerimientos parecen más o menos razonables hasta que se le exige al candidato que sea un “personaje notable”. Ya me conocen. Amo las definiciones. El sitio de Instagram dice, textualmente: “Tu cuenta debe representar a una persona, una marca o una entidad conocida a la que las personas busquen con frecuencia. Revisamos las cuentas que aparecen en varias fuentes de noticias y no consideramos el contenido pagado o publicitario como fuente durante la revisión.” Esa es la definición de “notable” que ofrece Instagram.
No sé si es inmediatamente obvio, pero tal definición es recursiva. La verificación va a contribuir a que seas notable, pero para tener la cucarda azul tenés que ser notable. Recursiva y una bella contribución a la inequidad. O sea, el notable se hará más notable, mientras que el que fue a Instagram porque esperaba encontrar lo que se supone que debe ser internet –es decir, una cancha nivelada– descubre que está sujeto al juicio inapelable de una sola compañía, Facebook, y que los notables, por ser notables, le sacan rápidamente más ventaja. Kriptonita para la innovación, en suma.
El argumento de que Instagram “no considera el contenido pagado o publicitario como fuente durante la revisión” es un pastiche inexplicable. Facebook vive de la publicidad y las pymes e individuos que se suben a Instagram deben pagarle a Facebook (entre otros) para promover sus marcas o sus nombres. O sea, pónganse de acuerdo, muchachos.
Por si esta opacidad no fuera suficiente, durante el proceso de verificación, Facebook te pide una foto del DNI. Sí, del DNI, o de algún otro documento que te identifique. Y después te hacen elegir en qué área sos notable (en serio). A partir de ahí se hace el silencio y quedás sometido al proceso de revisión, que puede resolverse enseguida o dejarte en el limbo. Sé que suena terrible, pero solo soy el mensajero.
Así que, como solo soy el mensajero, le pedí a Instagram que me diera más detalles sobre el proceso de verificación, por una serie de quejas más que atendibles que había recibido. Me pidieron unos días para contestar. Pasaron dos meses exactos. Entonces volví a insistir. La respuesta fue: “Dejame que vuelva a hacer push para volver a vos con novedades”. A lo que respondí que dos meses es muchísimo tiempo para un diario y que una respuesta tardía es lo mismo que no tener respuesta. Les di tiempo (más tiempo) hasta el día siguiente. Desde entonces han pasado tres semanas.
Así que, simplemente, ignoraron mi solicitud. No se dignaron a responder. Ni siquiera con el link que puse arriba, con los requerimientos. Eso es concentración.
Instagram sigue siendo uno de mis servicios favoritos, y no vi su potencial el mes pasado, sino hace casi diez años. Pero todo cambia, y hoy Instagram forma parte de un conglomerado que siente que puede decidir sobre nuestras vidas sin dar explicaciones. La visita de Mark Zuckerberg al congreso estadounidense fue prueba elocuente. Pidió disculpas (de nuevo), no dejó ni medio dato concreto, y se volvió a California.
Arma de doble filo
La otra historia involucra a Google. Para proteger un poco mi privacidad uso una VPN. VPN son las siglas de Red Privada Virtual en inglés. Son de rigor en las compañías medianas y grandes para conectarse de forma remota con los servidores de la empresa, y hay varios proveedores bien conocidos en la industria.
Prefiero, sin embargo, usar la VPN creada por el Consejo Europeo de Investigación Nuclear, el CERN, la misma organización donde nació la Web. Se llama Proton VPN, está excepcionalmente bien hecha, corre sobre los principales sistemas operativos (incluido Android) y su gente responde las consultas de la prensa enseguida (enseguida es en 15 minutos). Obviamente, para que funcione a una velocidad aceptable, debido a la infraestructura que requiere una VPN, hay que pagar un abono anual. Lo hago sin problemas. Es un requisito de mi trabajo. Pero a Google no le gusta.
Cuando estoy usando esa VPN en particular (aunque me dicen que también ocurre con otras), Search me pide que verifique (ay, esa palabrita) que no soy un robot mediante un clic y varios captchas visuales. No, Google, no soy un robot.
Los motivos técnicos son comprensibles (aunque la explicación conduce, inexorablemente, a las Condiciones de uso de sus servicios), tanto como los reparos de Facebook antes de verificar una cuenta de Instagram. Search podría creer que mi solicitud está generada de forma automática y quizá no del todo saludable. Lo entiendo, de verdad. Pero no es mi problema. Además, Bing, de Microsoft, no me pide que verifique nada cuando uso la VPN. Quiero decir: si sos Google, deberías resolver el problema de los bots y el software malintencionado puertas adentro, no hacerles pagar a justos por pecadores.
“Solo podemos especular acerca de qué está haciendo Google [respecto de esta verificación], ya que no son precisamente transparente en este sentido –me dijo Andy Yen, investigador del CERN y líder de ProtonVPN, cuando lo consulté sobre esta inconveniencia–. Pero es claro que si los usuarios emplean ProtonVPN esto les dificulta el rastrear a los usuarios. No hay duda de que imponer estos captchas para desalentar el uso de las VPN beneficiaría la vigilancia masiva y los sistemas de rastreo de Google”.
En total, como no estoy dispuesto a seguir haciendo clic en semáforos, autobuses (SIC) y cruces peatonales cada vez que necesito buscar algo, me pasé a Bing. Lo más significativo de este sospechoso prurito de Google es que he venido a descubrir que Bing anda muy bien. Y esto también es concentración.
Es decir, aparte de Estados que le pongan coto al abuso de monopolio, la concentración tiene un techo infranqueable: el público. Google me ha perdido como cliente de su buscador; francamente, nunca pensé que pasaría algo así. Pero si Bing puede dejarme pasar sin llenar veinte formularios, ¿por qué no puede hacerlo Google? Me encantaría poder seguir usando Search, pero si tengo que estar probando mi inocencia, no me sirve. Ahora, ¿cuál es la razón principal por la que Microsoft me deja pasar sin problemas? Que no tiene una posición dominante en el negocio de las búsquedas.
Biden y su administración todavía tienen que demostrar que están a la altura de los tiempos. No es fácil. Debería promover una revolución en la dirigencia poniendo en posiciones de poder a una rara clase de sujetos, los que combinan conocimientos técnicos profundos –quiero decir, de nivel universitario– con los económicos, corporativos, industriales y los que conciernen a los derechos de los usuarios. No abundan.
En cambio, el público es implacable. Más implacable y más inapelable que los colosos de internet. Instagram está de moda y seguirá siendo así durante un tiempo. Search es el mejor buscador del mundo, concedido. Pero el encandilamiento en las redes es tan fulminante como el desencanto. Y eso sí que no se puede regular.
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