Desconectarse para volver a conectarse. Detenernos en el aquí y ahora, aunque sea por un momento cada día, parece haber logrado configurarse como una solución milagrosa que de una patada nos lanzará al futuro. No hay nada que temer: solo debemos meditar.
Desconectarnos se volvió un lugar común, privilegio de aquellos que podemos estar conectados, pero una carga pesada por el mismo motivo. La conversación viró glacial pero firmemente hacia la recuperación de las virtudes de la vida desconectada y con esta floreciente postura discursiva brotaron las alternativas a la abrumadora vida conectada. Una de ellas —quizá la más popular, o al menos la más ruidosa— es la de la meditación como válvula de escape. Desconectarse para conectarse mejor.
Ahora oficialmente fomentado por Apple y Google a través de sus respectivos sistemas operativos, la desconexión involuntaria —aquel reconocimiento implícito de que la forma en que nuestros dispositivos están diseñados no es compatible con una vida plena—se volvió aspiracional. La idea de tomarse cada tanto un "shabat digital", junto con la adopción de cierto minimalismo, se instaló entre las personas que más conectadas están.
Por qué desconectarse
Lo que no debería ser tan rápidamente dejado de lado es la consideración de por qué necesitamos desconectarnos en primer lugar. La meditación como ejercicio de autocuidado termina sosteniéndose sobre una aceptación del mundo tal como es, y se vuelve un recurso para que encontremos la comodidad en aquello que nos hace mal. Si algo es realmente útil al capitalismo es nuestra aparente infinita creatividad para aprender a lidiar con sus aspectos más deleznables.
Pero también es deliciosamente tentador pegarle a quienes proponen la desconexión. Sea porque muchas veces la propuesta esconde cierto cinismo o bien porque desde la aparente inocencia detrás de la sugerencia de apagar nuestro celular la conversación se aleja de un punto fundamental: no hay nada de natural en que nuestras experiencias digitales sean lo abrumadoras, angustiantes, solitarias, ansiógenas y deprimentes que son.
En una particularmente punzante columna, Evgeny Morozov se metía con la meditación como el último chiche de Silicon Valley y lo resumía en dos alternativas: desconectarse para recargar energías y volver a pleno a conectarnos, o bien desconectarse como acto subversivo y ejercicio de sabotaje a las tácticas adictivas implementadas por quienes forjan nuestras vidas digitales.
La economía de la atención
Una posibilidad mucho más interesante que la perpetuación de los ciclos de conexión, malestar, desconexión es la de la incorporación de las categorías de tiempo y atención al discurso político. Muy probablemente no estemos demasiado lejos de eso, con estados como Dinamarca incorporando un "embajador tecnológico" con oficina en Silicon Valley. Como defiende Morozov, necesitamos nuevas prácticas, nuevos diseños, nuevas instituciones.
Como señala el profesor de derecho Peter Doran, recuperando el pensamiento de Félix Guattari, una de las características principales del capitalismo contemporáneo es la dinámica a partir de la cual las expresiones culturales masivas moldean nuestras personalidades y estas, a su vez, terminan moldeando la producción de demás bienes culturales.
Y en tanto nuestras vidas en gran parte se redujeron al consumo a través de pantallas, expresadas en forma de elecciones y transacciones, la economía de la atención se centra directamente sobre la forma en que usamos nuestro tiempo. No podemos mantener la vigilia eternamente y es sobre el momento de elegir que todo mecanismo alimentado por un modelo de negocios ligeramente perverso se afirma.
Nuestra atención, medida, pesada y analizada, se volvió moneda de cambio. Y el corolario de la economía que sobre estas interacciones descansa es el aumento de nuestra vulnerabilidad ante la adicción, la soledad, la ansiedad, la depresión y la alienación de nuestro mundo más inmediato. La complejidad del mundo se vuelve insoportablemente abrumadora y nos refugiamos detrás de pantallas. Menudo aquí y ahora el que debemos habitar.
Mindfulness para llevar
Afortunadamente, a toda economía de la atención le llega su programa de meditación empaquetado: el imperativo del autocuidado se instala con la consigna de adaptarse o perecer. Y así el mindfulness funciona como antídoto a nuestra tendencia al hiperconsumismo, a la insoportable presión por mantener alta nuestra productividad y bajas las distracciones. Doran incluso menciona que la incorporación de la práctica de la meditación en algunas empresas se propone para preparar ante una eventual reducción de personal.
La práctica de la meditación en torno a la atención es incorporada en nuestras vidas con un problema fundamental: deja de lado el origen de aquello que nos angustia en primer lugar. Enseñar prácticas de meditación ignorando esto es incluso una traición a la forma en que el mindfulness, en su origen budista, fue concebido.
En su concepción inicial, el mindfulness es una práctica de meditación que promueve la observación de nuestros patrones de pensamiento y emociones que rara vez cuestionamos. Su objetivo es deshacerse de nuestra identificación con muchas de las cosas que a menudo pensamos. De aquí que de esta práctica suela percibirse la sensación de liberación y de más "espacio mental" (exactamente a lo que alude el nombre de Headspace, una de las más populares apps para meditar).
Esta sensación de liberación se expresa en la disminución de nuestra ansiedad acerca de cómo nos ven, nuestra productividad o incluso acerca del futuro, exactamente el tipo de inseguridades que las publicidades explotan para torcer nuestro comportamiento. Pero en su nacimiento el mindfulness no podía separarse de sus implicancias éticas, que trascienden la práctica de meditación en sí.
La meditación mindfulness, en este sentido, es el ejercicio de la buena atención (samma sati) y no de la atención incorrecta (miccha sati). Esto es: mientras que la primera implica la conciencia de las estructuras de poder y las dinámicas que estas suponen, la segunda es el simple ejercicio de la atención en torno a un fin, con una perspectiva individual y restringida a la mera experiencia personal.
Doran recupera a la filósofa madrileña María Puig de la Bellacasa, cuya investigación gira en torno a la noción de conocimiento situado: el conocer y el pensar son inconcebibles si no prestamos atención a las relaciones que atraviesan ambas intelecciones.
Desconectarnos para volver a conectarnos, pero atentos a por qué estamos dispuestos a hacerlo.
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