Medio siglo de música electrónica: cumple 50 años el Minimoog
Este año será particularmente interesante para la tecnología. Por ejemplo, en noviembre el microprocesador cumplirá medio siglo. Parece que fue ayer, y por un lado, sí, cincuenta años en términos históricos no es mucho. Pero para las nuevas tecnologías representa una enormidad.
El microprocesador, también conocido como cerebro electrónico o CPU (por Central Processing Unit), estuvo desde el principio en el centro de la revolución digital. Medio siglo atrás, la novedad fue que un solo circuito integrado contenía todos los componentes para hacer cómputo. El primer dispositivo comercialmente exitoso de esta clase fue el Intel 4004, de 1971. Tenía 2250 transistores; hoy, los CPU cuentan sus transistores de a miles de millones.
Ese mismo año ocurriría algo mucho menos conocido y vistoso, pero cuyas consecuencias serían muy, digamos, sonoras. En 1971, una modesta compañía neoyorquina que había arrancado fabricando amplificadores, que se había diversificado en un territorio apenas explorado, el de los sintetizadores, y que se encontraba al borde de la bancarrota, lanzaría un instrumento musical revolucionario, el Minimoog.
Moog es el apellido del doctor en ingeniería física Robert Moog (1934-2005), que había fundado la compañía y que se había puesto a hablar con los músicos para idear una nueva forma de crear sonidos. Sus gigantescos sistemas modulares lo hicieron célebre, de la mano de Keith Emerson, excepcional tecladista de ELP, y Wendy Carlos, la intérprete del popular Switched-on Bach. Moog, literalmente, inventó la industria de los sintetizadores y, con eso, la de los instrumentos electrónicos en general. Existieron algunos antecedentes, como el RCA Mark II y los órganos de Hammond y Wurlitzer (tengo un modelo 4100 en casa; pesa 100 kilos), pero Moog sentó las bases de una nueva forma de crear sonido. Es decir, partir de formas de onda puras e ir modificándolas mediante filtros, envoltura, osciladores de baja frecuencia y así.
Pero los primeros sintetizadores de Moog tenían el mismo problema que las primeras computadoras y, como intentaré demostrar pronto, todas las tecnologías disruptivas en sus orígenes. No voy a entrar en demasiados detalles, porque pueden distraernos, pero la cuestión central era que esos primeros sintetizadores eran grandes, pesados, difíciles de usar, costosos y no se vendían en las casas de música. ¿Les suena?
Por supuesto que sí. Lo mismo ocurría con las computadoras, antes de la Apple II y la IBM/PC. De un modo análogo, los primeros e inmensos sintetizadores de Moog eran en general propiedad de los estudios de grabación. Pocas bandas podían darse el lujo de tener esas bestias en sus salas de ensayo personales. Además, cada módulo debía conectarse con los otros mediante cables (de ahí que todavía usemos el término patch en programación de sintetizadores), y cada uno tenía varias perillas e interruptores para controlar sus parámetros. Dicho simple: preparar uno de estos primeros sintetizadores para el show requería horas de trabajo.
Peor todavía, no podías sentarte a crear con estos instrumentos, simplemente porque no tenías uno en tu casa. Los músicos saben desde siempre que un instrumento puede ser de por sí inspirador; es más, hoy los fabricantes de sintetizadores suelen destacar como argumento de venta cuán inspirador es un equipo en particular. Bueno, de eso, en 1970, nada.
Menos es más
Entonces empezó a flotar en el aire, dentro de la compañía Moog, la idea de crear una versión reducida, quizá portátil, de esos gigantes gentiles que todos querían, pero pocos podían tener. El paralelismo con las computadoras es de lo más significativo, porque muestra un patrón. Del mismo modo que el microprocesador reducía y concentraba la computación a un solo dispositivo, Moog se propuso reducir y concentrar sus primeros, inmensos, pesados, complejos y costosos sintetizadores en una máquina portátil. Al principio, hubo que hacer concesiones (del mismo modo que ocurrió con las computadoras personales de 8 bits) y el nuevo prototipo fue visto como una suerte de accesorio portátil de los sintetizadores modulares. Medio siglo después, tenemos, en equipos de tamaño y precio similar, estaciones de trabajo musicales que en 1971 habrían parecido cosa de ciencia ficción.
Pero así nació así la idea del Minimoog y se desarrollaron durante un par de años y muy artesanalmente varios prototipos. Por fin, en 1971, empezó a despacharse el icónico Modelo D (cuya imagen ilustra la apertura de esta columna), que se convertiría en el más famoso sintetizador de todos los tiempos. Pero también, como el Ford T, puso en marcha una industria y, en la actualidad, es bastante raro que algo que oímos en la radio, en Spotify o en el cine no sea alguna clase de sintetizador. Sí, claro, sigue existiendo el inigualable instrumento acústico, las guitarras eléctricas no han perdido vigencia y nada como una batería real. Pero te asombrarías de la cantidad de instrumentos que oís a diario y que, suenen como suenen, son en realidad sintetizadores. Todo eso arrancó con el Minimoog en 1971.
El Minimoog medía algo más de 70 cm de ancho, el espacio justo para un teclado de tres octavas y las dos ruedas de control a la izquierda, una de modulación y la otra para pitch bend, un sello característico que hoy está presente en todos estos instrumentos; tenía 43 cm de profundidad y tan solo 14,5 cm de alto, con el panel de control replegado. Pesaba 14 kilos y medio, lo que para nuestros estándares actuales es muchísimo, pero para la época era un milagro. Hacía síntesis analógica sustractiva con 3 osciladores y añadía un generador de ruido blanco. No había que cablear nada; incluso en vivo, movías cuatro o cinco perillas, apretabas un par de botones, y listo, ya tenías el sonido (el patch) para la siguiente canción. Lo podías llevar de acá para allá. Y, lo que es más importante, lo podías pagar. No solo porque costaba 1595 dólares (unos 8500 de hoy), sino porque fue el primero de su estirpe en venderse en los negocios de música. Como un piano o una guitarra, digamos.
Fue tan colosal el éxito del Minimoog que, increíble como pueda parecer, medio siglo después, sigue conservando su precio (si conseguís uno). Se lo vende (usadísimo, claro) entre 3000 y 4000 dólares. Es más, en 2016 Moog volvió a lanzar el Minimoog, actualizado (se le añadió MIDI, por ejemplo), pero, como el original, hecho a mano y sin circuitos integrados. Su demanda fue tal que la compañía tuvo que discontinuar su producción porque no había suficientes componentes.
Una deliciosa metida de pata
Parte del furor que causó el Minimoog se debió a su sonido, rico y único. Como relata Bill Hemsath, cocreador del Minimoog, en este video (https://www.moogmusic.com/media/brief-history-minimoog), uno de los ingenieros que participaron en el diseño del instrumento cometió un error al calcular los parámetros de uno de los filtros, y solo se dieron cuenta un par de meses después de haber entrado en producción. Obviamente, decidieron dejarlo así. El ingeniero que metió la pata se llamaba Jim Scott, y fue el autor involuntario de uno de los sonidos más característicos y potentes de la música del último medio siglo. Lo trataron de imitar mil veces, sin éxito. Difícil imitar un error.
Fuera de esto, que es anecdótico, el Minimoog, como las computadoras personales o el Ford T, dibuja un patrón que se recorta claramente sobre el fondo del progreso tecnológico. Ese patrón muestra que un desarrollo va a prosperar cuando cumple con las siguientes condiciones: es accesible, se vende en minoristas, es portátil y es fácil de usar. Arrancamos con sintetizadores enormes e impagables y hasta hoy tu teléfono celular puede correr apps que emulan no solo estos instrumentos, sino también el mismísimo Minimoog (iPhone only, en este caso).
El Ford T incorpora a la ecuación algo que no mencioné arriba, porque no es menester, pero tiene una importancia enorme: la fabricación en serie. El Minimoog estaba hecho a mano, pero sus componentes (transistores, capacitores, resistencias) ya eran obra de la fabricación en serie. El microprocesador solo podría ser accesible si se lo fabrica de este modo. Y todo eso lo fundó el Ford T; los autos ya existían, pero solo unos pocos podían pagarlos. Esto puede parecer injusto, pero no se trata de justicia. Se trata de que si una tecnología no se populariza, nunca llega a expresar todo su potencial. Lo de la justicia es además muy relativo. El Minimoog es fantástico, pero nadie habría gastado 1595 dólares en 1974 para comprarse uno de estos dispositivos si no sabía hacer música.
Cuando nace una nueva tecnología siempre está rodeada por cierto halo de hermetismo, de ritos iniciáticos, de “esto es solo para elegidos”. Siempre ocurre así. Pasó, por ejemplo, con la escritura, hasta que (de nuevo) a alguien se le ocurrió hacer que el dispositivo libro fuera más accesible, portátil y hecho en serie. Es posible que esté ocurriendo hoy con alguna tecnología que acaba de nacer y de la que, como en 3000 antes de Cristo o en 1971, no tenemos ninguna noticia.
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