Medio siglo de Arpanet, y recién estamos en los albores de esta nueva realidad
El martes próximo llegaremos a un hito sorprendente, y por más de un motivo. El 29 de octubre de 1969, a las diez y media de la noche, se puso en marcha Arpanet, la predecesora de internet. En la edición especial por el quincuagésimo aniversario de la revista de LA NACION, cuyo primer ejemplar apareció también en 1969, publiqué un extenso artículo sobre los pormenores del surgimiento de Arpanet.
En resumidas cuentas, a las 22.30 del miércoles 29 de octubre de 1969, el estudiante de la Universidad de California en Los Ángeles Charley Kline envió el primer mensaje por una red que había recibido el nombre de Arpanet. El receptor fue un programador llamado Bill Duvall, del Stanford Research Institute, en Menlo Park, a unos 500 kilómetros al noroeste. Arpanet, nacida de la Guerra Fría, acababa de despertar.
Lo de la Guerra Fría no es una exageración. En 1957, la Unión Soviética lanzó el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik-1. Aunque era un hito astronáutico significativo, lo más importante del Sputnik era en realidad su lanzador, el cohete que lo llevó a la órbita. Había sido estrenado dos meses antes, se llamaba R-7 y fue el primer misil balístico intercontinental exitoso. Dicho de otro modo, el Sputnik le estaba mandando a Estados Unidos un mensaje desolador: los soviéticos podían lanzar bombas atómicas sobre su territorio cuando quisieran.
Esto causó, previsiblemente, un pasmo nacional que terminó, entre otras cosas, con la creación de una agencia de proyectos de investigación avanzada, ARPA, por sus siglas en inglés. De allí, el nombre de la primera red que estrenaba un concepto nuevo en eso que hoy llamamos conectividad.
Arpanet conmutaba paquetes, en lugar de conmutar líneas, como la telefonía convencional. La puesta en práctica de ese concepto cumplirá medio siglo el martes. Asombra porque los efectos que la Red tuvo sobre la civilización fueron revolucionarios. Y también porque, muy a pesar de los avances que hemos visto en estos 50 años, todavía estamos en los albores de la revolución digital.
La red galáctica
Hay una diferencia sustancial entre Arpanet e internet. Grosso modo, la primera comunicaba computadoras (repito, grosso modo), mientras que la segunda conecta redes. Dicho simple, cuando tu computadora o tu teléfono se vincula con el proveedor de servicio (hoy esa conexión es más o menos constante, pero no siempre fue así), pasás a formar parte de la red de ese proveedor, que a su vez está vinculada, mediante internet, a muchas otras redes; por ejemplo, la de LA NACION, y es por eso que podés ver el sitio del diario.
Pero ambas, Arpanet e internet, se basan en un concepto que es menos técnico que social, la de una red mundial accesible a todos. Esa idea fue desarrollada por Joseph Carl Robnett Licklider en 1962, una época en la que las computadoras solo aparecían en las películas de ciencia ficción y la civilización se encontraba bajo la amenaza constante de una guerra nuclear que habría sido devastadora para toda la humanidad; 1962 fue el año de la crisis de los misiles en Cuba, por ejemplo.
En la práctica, Arpanet no nació con el espíritu que hoy tiene internet (por un número de motivos; en otros, que en 1969 no existían computadoras pequeñas y económicas), pero ese espíritu precede a su nacimiento y por eso Licklider es considerado el padre de todo esto. Por supuesto, también hicieron un aporte fundamental los ingenieros que diseñaron la conmutación de paquetes (Paul Baran, Donald Davies, Leonard Kleinrock), los que crearon los protocolos de Internet (Bob Kahn y Vinton Cerf) y un sinnúmero de otras personas (estudiantes, ingenieros, programadores) que crearon esto que hoy conocemos como la red de redes. Tim Berners-Lee, por ejemplo, creador de la web, o Ray Tomlinson, que concibió el correo electrónico. A decir verdad, la lista de las personas que gestaron internet podría llenar fácilmente todas las páginas del suplemento SABADO de hoy.
Ocurre, sin embargo, más de medio siglo después, que la idea de una red mundial ya no suena extravagante en absoluto. Incluso podría decirse que se da un efecto paradójico. Está tan presente en nuestras vidas que no somos conscientes de que, en efecto, al menos la mitad de la humanidad está las 24 horas del día conectada a una red global. Con lo bueno y con lo malo que eso trae aparejado.
Los veteranos de la Red recordarán, no obstante, que cuando internet llegó a nuestros hogares, en la década del ‘90 (en agosto de 1995 le tocó el turno a la Argentina), no pocos aseguraban que se trataba de una moda pasajera. Lo mismo habían opinado de las computadoras personales, una década atrás. Se juzgaba que eran cosas de nerds, de hackers o de ambos. Pero Licklider tenía razón. Antes de la Red, la humanidad se encontraba –diría que literalmente– desconectada.
Como estamos lejos de ser perfectos y como, además, nada garantiza que vayamos a sobrevivir a nosotros mismos (vuelvo a recordar aquí el año 1962), el estar conectados no es una panacea. Pero, a mi juicio, es mejor que estar por completo desconectados. Aunque sea porque ahora vamos a poder salir de la duda. ¿Somos capaces de sostener una conversación planetaria civilizada? ¿Son más los que se involucran o los que miran para el costado? ¿Queremos un mundo mejor o solo queremos tener razón? ¿El acoso online, los trolls y las noticias falsas son una patología? ¿O son la norma? Según un estudio del Pew Research Center solo el 6% de los adultos en Estados Unidos producen el 73% de los tweets con contenido político. ¿Por qué tiene tanta relevancia entonces esa red? ¿La tiene? Son preguntas todavía por responder y, en todo caso, internet (y las computadoras accesibles, sin las que la Red tal como la quiso Licklider no sería posible) está funcionando como un catalizador de nuestras mejores virtudes y de nuestros peores defectos.
Por 50 años más
Hay un sorprendente paralelismo entre estas tecnologías y la imprenta de tipos móviles metálicos de Gutenberg (sí, ya sé, no es la primera vez que lo digo). Medio siglo después de la Biblia en 42 líneas, el mundo empezaba a volverse dependiente de los impresos, que circulaban cada vez con menos fiscalización (aunque todavía pasarían siglos antes de que la idea de la libertad de prensa no fuera vista como algo inconcebible). Sin embargo, ya no era posible volver atrás. Nueve millones de libros se habían publicado en esos 50 años.
Con el cómputo accesible e Internet está pasando ahora, medio siglo después de Arpanet, lo mismo. La impresión en serie también expuso lo mejor y lo peor de la civilización, pero fue indispensable luego para su progreso. Con 4200 millones de personas conectadas y la economía de los países industrializados enteramente dependiente de la Red, esta nueva realidad nos pone a prueba, nos interpela y lo cambia todo. Y como con los libros, es hora de aceptar que esta transformación recién empieza y que es tan profunda que tal vez lleve otro medio siglo terminar de aceptarla. Si no acaso mucho más.