Los 60 años del Sputnik, el satélite ruso que nos llevó a Internet
La noticia de que los soviéticos habían llegado primero a la órbita terrestre condujo a la creación de ARPA, que daría origen a Arpanet, abuela de la red de redes
El miércoles se cumplirán 60 años de un hecho que buscaba cualquier cosa menos impulsar el desarrollo de las computadoras, las redes informáticas y, a mediano plazo, la creación de Internet. Pero el 4 de octubre de 1957, cuando la Unión Soviética puso en órbita el Sputnik, disparó una cadena incontrolable de acontecimientos, sin relación directa con la carrera espacial, que derivaría en una revolución inesperada e impensable.
El Sputnik fue el primer satélite artificial de la historia. Era una esfera metálica de 58 centímetros de diámetro con cuatro antenas, sin otra misión que ganarles a los estadounidenses la carrera a la hoy congestionada órbita terrestre. Lo lograron, y lo lograron en el Año Geofísico Internacional, lo que produjo un impacto todavía mayor.
En cuanto a lo demás, el Sputnik no podía controlarse desde la Tierra, y mayormente sólo hacía bip-bip-bip. En rigor, mediante ciertas técnicas podía deducirse alguna información sobre el entorno, hasta entonces virgen, en el que el objeto se estaba trasladando a 29.000 kilómetros por hora. El ojo atento podía divisarlo por las noches, algo que hoy no llamaría la atención en absoluto. En enero de 1958, unos tres meses después de que sus baterías se agotaran, entró en la atmósfera y se desintegró.
Pese a sus limitaciones, el Sputnik convirtió a la URSS en pionera de la carrera espacial. Pero, a decir verdad, eso era lo de menos, y en Washington recibieron el mensaje con prístina claridad. Los soviéticos no sólo habían demostrado que estaban en condiciones de poner un satélite en el espacio, sino también que podían lanzar algo mucho menos inocente que el Sputnik. Una ojiva nuclear, por ejemplo. De hecho, ambas naciones estaban en la búsqueda frenética de misiles balísticos.
Allá por Moscú tenían claro que las cosas no eran tan sencillas, y que el Sputnik era una versión liviana y rebajada del proyecto original (llamado Objeto D), para el que todavía no habían desarrollado un lanzador lo bastante potente. De hecho, el R7, el cohete que puso al Sputnik en órbita, era fruto de los experimentos para crear misiles balísticos por parte de la URSS. De espacio, poco.
Su nombre completo era Sputnik 1 (la palabra sputnik significa “satélite” en ruso), y acusaba en la balanza un poco menos de 84 kilos. Una ojiva era por entonces mucho más pesada, pero, como pueden imaginarse, la información no fluía libremente entre las dos naciones. Así que en Estados Unidos no podían estar del todo seguros de que la URSS no tuviera lanzadores más potentes o bombas atómicas más livianas. A esto se sumaba la paranoia y el descrédito que causó la Crisis del Sputnik, como se la conoció.
Así que ese 4 de octubre el clima en Washington no era precisamente festivo. Debido a la crisis, nacieron en Estados Unidos dos nuevas agencias gubernamentales. Una, con todo el encanto de la conquista espacial, a la que llamaron NASA (julio de 1958). La otra se denominó ARPA, siglas de Advanced Research Projects Agency (Agencia de Projectos de Investigación Avanzada; febrero de 1958). Luego cambió a DARPA en 1972 (la D es por Defense). En 1993 volvió a llamarse ARPA, y otra vez DARPA en 1996. De esta significativa indecisión nacería el nombre Arpanet, la Red de ARPA, predecesora de Internet.
ARPA tenía una misión menos hechizante que la NASA, pero mucho más imperiosa: Estados Unidos no quería otra sorpresa como la del Sputnik. Punto. Así que ARPA pondría fichas (y millones de dólares) en todas las tecnologías emergentes. Para eso debía aceptar –en una agencia gubernamental– las reglas de juego de los científicos de la academia y los tiempos urgentes de la industria privada.
Por lo tanto, la clase política tuvo que tragarse sus escrúpulos y perder una cuota enorme de poder a manos de gente que se proponía hacer investigación básica sobre cuestiones que sonaban a ciencia ficción o a completo delirio. Como las ideas de Joseph Licklider, contratado por ARPA en 1963. El hombre proponía una suerte de simbiosis entre el humano y la computadora. Tu smartphone en el bolsillo es básicamente una expresión de sus ideas, sólo que él lo vio en una época en que las computadoras eran mastodontes que costaban millones de dólares y ni siquiera poseían una pantalla; emitían sus resultados por medio de una impresora.
Lo de la simbiosis humano-máquina no es nada en comparación con otra serie de documentos que Licklider redactó acerca de “una red global”, a la que llamó Red de Computadoras Intergaláctica. ¿Se imaginan adónde lo habrían mandado a Mr. Licklider si le pedía millones de dólares al gobierno para desarrollar "una red de computadoras intergaláctica"? Pero los obtuvo. Solamente el Sputnik 1 pudo lograr algo así.
Lo genial de todo el asunto es que Licklider tenía razón y en sus trabajos estaba describiendo, 54 años atrás, exactamente lo que tenemos hoy. Una vez más, quedaba claro que el futuro es una de esas cosas que no pueden diseñarse en un comité.
El otro visionario detrás del nacimiento de Internet fue Leonard Kleinrock, un ingeniero de la Universidad de California en Los Angeles (UCLA), a quien se le ocurrió la idea de encapsular la información en paquetes para enviarla de una computadora a otra. Nunca trabajó para ARPA, pero su aporte fue la piedra fundacional, en términos técnicos, de lo que hoy conocemos como Internet.
El 29 de octubre de 1969 a las 22,30, Kleinrock envió los primeros paquetes de Arpanet entre la UCLA y el Stanford Research Institute. Hemos contado muchas veces las peripecias de esta primera conexión (que se colgó casi de inmediato) y los acontecimientos que siguieron. El 1° de enero de 1983, gracias a los desarrollos de Bob Kahn y Vinton Cerf, Arpanet completó su transmigración y se convirtió en Internet. En ese momento faltaban 10 años para la Web; 11 para el nacimiento de Yahoo!; 15 para Google; 21 para Facebook; 23 para Twitter; 26 para WhatsApp, y 27 para Instagram. Tempus fugit.
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El Sputnik 1 puso en marcha a ARPA, que condujo, entre otros avances informáticos, a la red global de Licklider, que a su vez derivó en Internet. Pero, puesto de este modo, sigue sonando a documental con imágenes en blanco y negro, de baja resolución, sin conexión con el mundo de hoy. Por eso, miremos un poco más de cerca ese año increíble que fue 1957.
La Unión Soviética no sólo lanzó el Sputnik 1, sino también el Sputnik 2. Como en el primero, había en este nuevo satélite más propaganda que avances. Lamentablemente, en una de las historias más tristes de la carrera espacial, el golpe de efecto lo daría Laika, el primer ser viviente en alcanzar la órbita. Laika era una perrita callejera que fue lanzada dentro del Sputnik 2, luego de un entrenamiento que cae bien dentro de la tortura animal, y que, a pesar de lo que la URSS dijo durante cinco décadas, no murió ni por asfixia ni fue sometida a eutanasia. En realidad, en la cuarta órbita alrededor de la Tierra, luego de haber sufrido un estrés inimaginable, Laika murió por recalentamiento cuando falló el sistema de refrigeración. La historia de la conquista del espacio está llena de estos mártires, incapaces de comprender a qué estaban siendo sometidos ni por qué, y en muchos casos murieron de formas horribles. Pero la historia de Laika es particularmente revulsiva, de principio a fin.
Curioso como pueda sonar, y aún cuando esto es de verdad fortuito, en 1957 nació uno de los padres del cine de animación computada, John Lasseter; iba a dirigir, 38 años después, Toy Story. Los desarrollos de Douglas Engelbart sobre interfaces de usuario y mapas de bits, financiados por ARPA, están en conexión directa con Apple y Steve Jobs, que le compraría Pixar a Lucasfilms en 1986.
Aunque no estén relacionados con Internet y las computadoras, otros cumpleaños ponen a 1957 en una perspectiva más asequible. Nacen ese año Ricardo Darín, Carolina de Mónaco, Sid Vicious y Sandra Mihanovich, entre otros. Stephen Fry ve la luz por primera vez el 24 de agosto; su voz será una de las pocas que se alzarán en su Inglaterra natal en contra de la censura de la Red.
En 1957 ocurrió otro hecho cuyas consecuencias llegan a nuestros días: se conocieron John Lennon y Paul McCartney; al principio de su carrera, Los Beatles tocarían en el club The Cavern, que también fue fundado en 1957.
Elvis Presley ya era una estrella por entonces y en marzo adquirió la célebre mansión Graceland. A principio de 1957 se habían ido otros dos ídolos, Arturo Toscanini y Humphrey Bogart. En agosto, Juan Manuel Fangio ganó su quinto campeonato mundial, récord que mantendría hasta 2003, y 20 días después del lanzamiento del Sputnik 1, falleció Christian Dior. En 1957 se publicó En el camino, de Jack Kerouac, y Albert Camus ganó el Nobel de literatura; fallecería tres años más tarde en un accidente automovilístico.
El 28 de febrero se había creado por decreto el Territorio Nacional de la Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur. Se convertiría en provincia 33 años después, en 1990, el mismo año en que la Argentina quedó conectada a Internet por medio de Cancillería (el 17 de mayo).
En 1957 se inauguró el Camp Nou, el gran estadio del Fútbol Club Barcelona, y Smith Corona lanzó la primera máquina de escribir eléctrica portátil. Faltaba un cuarto de siglo para que estos dispositivos empezaran a ser reemplazados, no siempre para alegría de los empleados, por computadoras personales.
Pero, sobre todo, 1957 estuvo superpoblado de pruebas atómicas estadounidenses y rusas, e Inglaterra se convirtió en el tercer país en detonar un dispositivo de esta clase; el país sufrió, en octubre, el peor accidente nuclear de su historia, en el reactor de Windscale. Menos de una década después de la Segunda Guerra Mundial, una nueva confrontación, la Guerra Fría, iba camino de su apogeo. El Sputnik, en particular, y la carrera espacial, en general, formaron parte de ese delicado equilibrio que en al menos dos ocasiones (1962 y 1983) estuvieron a punto de hundir a la civilización en el holocausto nuclear. Hoy vuelve a sonar tan familiar que eriza la piel.
Pero tal vez porque no todo está perdido, aquella lógica retorcida de la destrucción mutua asegurada nunca detonó y, en cambio, nos dejó uno de los mayores avances de las democracias modernas. Internet, claro.