Lo que nos dejaron los Juegos Olímpicos: la necesidad de fomentar la tecnodiversidad
Terminaron los Juegos Olímpicos de París, y entre tanto que nos dejaron aparece la posibilidad de incomodarnos ante “lo distinto”: desde culturas y prácticas, hasta debates aún abiertos en temas de género. Los Juegos Olímpicos no son solo un momento de máxima exposición de la destreza humana, son también una pregunta abierta sobre qué es lo humano. Y en ese juego, la tecnología aparece cada vez más presente: torciendo definiciones de partidos o sacando medallas, hasta impactando desde las redes sociales en la salud mental de deportistas que parecen indestructibles en sus disciplinas, pero tiemblan ante los algoritmos.
Lo humano y lo tecnológico en el punto máximo del deporte: por un lado, frente a la homogeneización de la tecnología actual que marca no solo reglas, sino que predestina futuros; y por otro, el concepto de diversidad, como término dinámico, que empieza ampliar sus definiciones y supera a un enfoque “más visible”, para traer interseccionalidades como los aspectos demográficos, culturales, y la de la misma experiencia de vida.
Max Fisher, desde su investigación que volcó su libro Las redes del caos, y Yuk Hui, desde su perspectiva filosófica que desencadena el concepto de tecnodiversidad, traen la necesidad de poner en debate el uso de la tecnología (o al menos, a nivel masivo), para generar una integración que respete y promueva la diversidad cultural, lingüística y biológica, que resulta esencial para fomentar un ecosistema digital más equitativo y representativo, que impacta en el mundo no digital. Según la Unesco, estas ideas no solo tienen implicaciones profundas en la educación, sino que también impactan en la forma en que lideramos y gestionamos el talento en nuestras organizaciones.
Frente a una idea de que la tecnología nos acerca a todo el mundo, el acostumbrarnos a un cierto tipo de uso de la tecnología, nos genera una mayor resistencia al cambio e incluso disminuye la plasticidad intelectual, aspectos claves incluso para alcanzar resultados en una mesa de negociaciones de una compañía multinacional o la apertura a mercados en diferentes países. Además, Max Fisher da cuenta de cómo los algoritmos promueven un tipo de formas expresivas que reducen la diversidad cultural o interpretativa, a una frase fast-food o “gancho” (como explica Nir Eyal en su libro Hooked) que suele cautivar la atención, y en particular las vinculadas a aspectos negativos (como las que motivan emociones como el odio), tienen mayor pregnancia y viralidad.
¿Qué se puede hacer al respecto? Si bien existen diseños experimentales, por ejemplo, de una red social basada en grupos y no en individuos, el “estar de acuerdo en estar en desacuerdo” da cuenta de un ejercicio clave: cultivar una mentalidad que se nutre en la comprensión activa de la diversidad. Parece sencillo, pero no lo es, y el no practicarlo impacta en diferentes indicadores, según Deloitte: desde la mejora en la toma de decisiones, la atracción y retención de talento, hasta el rendimiento financiero y la innovación.
Quienes lideran saben que hoy no basta solo con conocimientos técnicos, sino que habilidades de gestión y comunicación son cada vez más valoradas, y para lo que se necesita de esta mentalidad. ¿Y cómo se desarrolla? Practicando una visión del mundo no binaria -que implica ir más allá de las categorizaciones simplistas como los hashtags-, la humildad intelectual -que requiere de ejercitar la voluntad de aprender nuevos conocimientos-, y el pensamiento sistémico -que precisa de hacer foco en las interconexiones y el largo plazo-.
Poder pensar de este modo permite navegar la complejidad e incertidumbre, e incluso detectar potenciales negocios, reducir riesgos, y adaptarse y prosperar en un mercado global competitivo. Quizás en un futuro no muy lejano, los Juegos Olímpicos incorporen la destreza de la tecnodiversidad como un nuevo deporte.