Lo que aprendí tras siete meses de dar clases remotas
Prometí hace algún tiempo contar mi experiencia con una de las nuevas normalidades a las que nos forzó la pandemia; me refiero a las clases remotas.
Para empezar, ninguna normalidad, ni nueva ni de otro tipo. Somos seres sociales, por definición libres y soberanos, y por lo tanto llamar nueva normalidad a lo que estamos atravesando me suena a cuando hablan de Nuevo Orden y ese tipo de cosas. Las clases remotas, aunque como se verá enseguida tienen un número de ventajas (algunas inherentes, otras, no), me parecen un atajo en tiempos de crisis, y nada más. También son un buen recurso para seguir capacitándose, para quienes viven lejos de un centro de estudios, pero no dejan de ser accesorias a la clase presencial. Esta es mi primera y más importante conclusión.
Lo que sigue, naturalmente, es una impresión personal. Otras personas pueden haber tenido una experiencia diferente e incluso opuesta a la que describo en los siguientes párrafos. La segunda conclusión más importante es que estamos recorriendo un terreno no cartografiado.
Desigualdad IP
Como es público y notorio, entre las muchas desigualdades que plagan nuestra nación, que es inmensa y supuestamente federal, está la de que no todos tienen acceso a Internet en todas partes y de la misma forma. No es absurdo que haya diferencias, pero no semejantes diferencias. Vean este dato.
Sé que hay casos mucho peores, pero a este lo conozco de primera mano. A escasos 50 kilómetros del centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), mi ancho de banda máximo posible es de 9 Mbps. Eso es 10 veces menos que el promedio planetario, de acuerdo con Speedtest, y 25 veces menos que el país con mayor velocidad, Singapur, según la misma fuente. Y es más o menos la mitad de lo que tendría en CABA. Para ponerlo en valores comprensibles: si tu estatura es de un metro ochenta en CABA, aquí medirías 90 centímetros. Y, reitero, no es ni por asomo el peor de los escenarios. Hay lugares donde el ancho de banda máximo registrado para descargar datos era de 3 Mbps en 2017 (que es lo que tenía aquí hace un año, más o menos), según la Enacom. De todo modos, y esto dice mucho, mucha de esa información oficial ni siquiera aparece actualizada.
No porque sí ocupamos el puesto 74 en conectividad en el mundo. Las estadísticas, por supuesto, varían (cuándo no), pero en ninguna estamos por arriba del puesto 68. No es para celebrar, y por un montón de motivos, pero sobre todo por la extensión de nuestra nación, que es la octava en superficie después de la India. Internet acorta distancias y ofrece más oportunidades a muchas personas que no viven en los grandes centros urbanos. Estudiar, por ejemplo.
Como además las conexiones son, en la inmensa mayoría de los casos, asimétricas, y como, además, no todas son igual de asimétricas, mi velocidad de subida de datos es, oficialmente, de 512 Kbps. Sí, leyeron bien: kilobits por segundo. A veces, trepa a un poco más de 700. Mis clases, por lo tanto, se ven privadas de la transmisión de video. Y eso que, como se pueden imaginar, para dar clase en estas condiciones desconecto todo, salvo mi computadora, y salgo a la Red con un cable Ethernet. Por medio de plataformas mejor preparadas para poco ancho de banda, en estos meses pude dar varias charlas con video. Pero sin lujos, y, de nuevo, esto ocurre a unos pocos kilómetros de la capital de la nación. ¿Acaso no está llegando algo más veloz? Sí, muy de a poco, y no sin quejas de parte de los usuarios.
Estas desigualdades hacen que la idea de llevar la transformación digital al aula deje a muchas personas afuera, y son las personas que más la necesitan. Además, la frase transformación digital queda super linda, pero nadie tiene una definición completa, precisa y más o menos útil. Es, como lo han sido otras palabras y frases en su momento, más bien un comodín.
¿La transformación digital –cualquier cosa que sea– significa dejar de estar presente en un aula real? De ser así, se trata de un disparate, una idea delirante que despedaza el concepto de la docencia desde la base. No voy a ponerme etimológico, porque no sirve para nada, pero aunque es posible enseñar algunas cosas de forma remota, la docencia es un arte en el que se pone el cuerpo. Esos son los maestros que encienden nuestra mente y nuestro espíritu.
Nunca en esta vida voy a olvidar a la maravillosa Corina Corchon, que el primer día de clase entró al aula escandiendo versos en latín, a viva voz, imponente y fascinante, y esa fue la primera vez, luego de cinco años de estudiar ese idioma, que oí el latín como lo pronunciaban los poetas de la Roma antigua, 2000 años atrás. Esos son los verdaderos docentes. Los que ponen el cuerpo, los que se involucran, los que corren riesgos, los que inspiran, los que están presentes.
Si la transformación digital significa desencarnar aquellas profesiones que requieren de ese estar presente en el sentido más profundamente humano –es decir, no solo para pasar filminas con el control remoto del proyector–, entonces esa transformación no es para bien. Anoto, de paso, esta idea, porque a veces nos entusiasmamos con todo lo nuevo solo porque es nuevo, y terminamos en el pasto: transformarse no siempre es bueno; solo intenten transformar una pizza de queso, tomate y anchoas en la torta de cumpleaños para el benjamín de la familia y después me cuentan.
Ventajas
Dadas las circunstancias, sin embargo, y solo en aquellos cursos en los que es posible, Internet nos permitió seguir adelante con las cursadas. No es poco, considerando la espantosa contagiosidad del SARS-CoV-2 (o sea, el virus que causa Covid-19). En el caso de la cirugía, por ejemplo, no, no tiene sentido nada de esto, y todavía falta un tiempo hasta que la realidad virtual nos permita un grado de presencia equivalente al de los simuladores de vuelo para los pilotos de aerolíneas y de combate. O sea, es perfectamente posible, pero no todavía.
Así que fue un gran logro, y además hay que reconocer que el aula virtual tiene ciertas ventajas. Una inherente es la de poder compartir pantallas, documentos, imágenes, video y audio de una forma mucho más dinámica y veloz que en el aula real.
Una por completo accidental, pero no menor, es que si das clase a la hora de mayor tránsito, sorteás el trámite del traslado, que en Buenos Aires es un auténtico fastidio. Ni hablar si vivís lejos de la universidad, como es mi caso.
Con sus bemoles, las clases virtuales tienen además las siguientes características, al menos según mi experiencia y con la pequeña muestra sobre la que me basé (dos materias universitarias durante un par de cuatrimestres):
- Cansan mucho más.
- Los alumnos participan más.
- Los exámenes ponen en jaque al sistema (excepto que hackees el examen).
Cerebral
Vamos por cada una de estas tres características. La primera es contraintuitiva, pero doy fe: cansan más. El solo hecho de recrear el aula en tu mente es agotador. Les recuerdo, porque es menester, que el cerebro consume el 20% del oxígeno que respiramos. Y el aula virtual convierte la clase en una actividad casi exclusivamente cerebral. Un dato objetivo: mi presión arterial estaba bastante por encima de lo aceptable cada vez que terminaba la clase, y, dejando de lado que uno se da cuenta cuando le suben los milibares, estuve midiendo este valor sistemáticamente, para este artículo, durante los dos cuatrimestres. Y de forma consistente, mi presión estaba muy alta al terminar cada clase. No digo que pase siempre y a todos, pero sigue siendo un dato. ¿Solución? Hablar más pausado y tomarse algún recreo, aunque esto no es ninguna panacea.
Desinhibidos
Supongo que el hecho de que los alumnos participen más tiene que ver con que se sienten menos cohibidos, especialmente para expresarse frente a sus pares. Durante el primer cuatrimestre supuse que podía ser un fenómeno aislado, pero se repitió de la misma forma en el actual, así que supongo que es un rasgo propio de la virtualidad. Es mucho más fácil decir cosas en un chat que en persona, esto lo sabemos desde hace décadas. Sin embargo, sigue siendo un dato que me intriga. (Anoto, al margen: ¿será que al estar los más jóvenes en una plataforma digital que les parece familiar también sienten que en eso superan al docente y por lo tanto se sienten más libres de expresarse? De ser así, hay muchas cosas por resolver, y no en el aula virtual, sino en la real. La docencia no es ni por asomo una cuestión de poder, como se verá enseguida.)
Cuando el sistema cruje
Y por último, ¡ay!, los exámenes y todo el tema del control en general. Existe un número de programas que intentan evitar que el alumno haga trampa. Conozco estas tecnologías de adentro para afuera, leo código, las vi nacer, medio siglo atrás, de la mano de mi padre, y aprendí algo: todo se puede hackear. Aquí el control es solo una ilusión.
Por eso, mi postura, en este sentido, es respetar al alumno como un adulto responsable que o bien estudia gracias al aporte fiscal de sus compatriotas o bien paga una costosa cuota para asistir a una universidad privada. En el primer caso, si se copia, es un canalla; no hay software que arregle eso. En el segundo, está tirando la plata (o la plata de sus padres); tampoco existen programas que corrijan semejante insensatez.
Por otro lado, y como les recuerdo siempre, pueden copiarse en un examen, pero en la vida no van a poder darse ese lujo. Y cualquier trayectoria profesional te toma examen varias veces por día.
Lo mismo ocurre con obligarlos a encender las cámaras para verificar si están prestando atención. Dos preguntas al respecto. Primera: el docente que obliga a encender las cámaras para ver si le están prestando atención, ¿da clase o vigila? Segunda: ¿no sería mejor ganarse el interés de los alumnos dando clases magistrales, comprometidas, entretenidas e inspiradoras? La atención –todos fuimos alumnos y sabemos esto por experiencia– es como el respeto: no puede imponerse. Se gana.
Curva normal
Pero no quiero filosofar. Desde mi primera clase, hace 14 años, evalué los exámenes de dos modos. El primero evalúa las respuestas. El alumno respondió bien o mal. No hay mucha vuelta que darle. Pero además juzgo el examen en sí. Si está bien configurado, debería dar como resultado notas que sigan bastante de cerca la curva normal (conocida popularmente como Campana de Gauss; técnicamente, Función gaussiana).
Es decir, con algún corrimiento hacia un lado u otro del espectro, debería haber algunas notas bajas, cada tanto un aplazo, algún 10 o un 9, y la mayoría de los valores deberían estar en el centro. Entiéndase bien, esto no significa un juicio de valor sobre la inteligencia, desempeño o diligencia de cada alumno. Es una foto de un instante en la vida académica, y todos nos hemos sacado malas notas porque esa semana tuvimos algún problema familiar. O un idilio, quién sabe. Considerar el examen como un juicio de valor es el primer error que solemos cometer. Hay cientos de factores que inciden en los resultados de un examen, que, como todo proceso natural (una prueba es un proceso natural), termina siguiendo una curva normal. He visto, además, alumnos que arrancaron con el pie izquierdo y terminaron con un final de 10.
La cuestión es que siempre se dio este fenómeno, que es por otro lado lógico, y que descubrí cuando estaba en la secundaria. En cada examen, durante esos seis años que tanto me costaron, las notas seguían la Campana de Gauss. Excepto en una ocasión, cuando un examen de trigonometría arrojó 18 unos y un 10. Ese día, (aterrado, pero sentía que era mi obligación y además me cuesta mucho callarme la boca) levanté la mano y le dije al docente:
–Profesor, si desaprobamos todos menos uno, ¿qué es lo que está mal? ¿Nosotros o el examen?
Ese profesor era el brillantísimo Carlos Rousset, que lo meditó unos instantes y respondió:
–Tiene usted razón. Voy a tomar el examen de nuevo.
No solo nos dejó boquiabiertos, no solo se ganó nuestro respeto eterno, no solo agradecí volver a tenerlo cuando nos tocó estudiar Análisis, sino que confirmó mi teoría. Al reformular el examen, hubo desde unos hasta dieces y en el medio la curva normal. Desde luego, a veces la curva se mueve un poco hacia la derecha, a veces todo lo contrario, pero si todo el mundo se saca 10 o todos salen aplazados, algo está mal en el examen, no en el alumnado.
Pues bien, planteando preguntas que es imposible googlear en un plazo razonable, más tres o cuatro otros mecanismos para hackear el examen tradicional y adaptarlo a la virtualidad, los resultados, incluso de forma remota y sin apelar a programas de vigilancia, siguieron ese patrón.
Naturalmente, no voy a revelar a qué me refiero con hackear el examen, porque eso sería ayudar a los tramposos (que, de todos modos, creo que son una minoría insignificante). Pero cuando hay computadoras involucradas, cuando en el medio está Internet, cuando un dispositivo inteligente puede pasar completamente inadvertido, el control y la vigilancia no sirven para nada y me recuerdan a cuando aparecieron las calculadoras de bolsillo programables, 45 años atrás. Algunos profesores nos sometían al rito medieval de alzar las máquinas para mostrar que estaban apagadas y, por lo tanto, no contenían programas. También hackeé eso en su momento. No me lo contaron, y ahora, simplemente, estoy del otro lado del mostrador .