La verdad sobre la posverdad y un par de mentiras deliciosas
Un aviso de WhatsApp en Instagram (ambas pertenecen a Facebook) me informa que el servicio ahora avisa cuando un mensaje fue reenviado. Luego aclara que un mensaje reenviado no ha sido escrito por la persona que te lo mandó; esto no tiene por qué ser cierto, pero bueno, es un detalle. A continuación, nos aconseja chequear la información antes de compartirla. La pregunta no es cómo podríamos chequearla. Es más bien: ¿estamos en condiciones de verificar cada mensaje que nos reenvían?
Me temo que no. Además, no todo mensaje reenviado es una fake news per se. En otros casos –lo sufrí en carne propia– puede ser algo sacado por completo de contexto y que, por esto, significa cualquier cosa menos lo que ese mensaje decía originalmente. Por supuesto, ya que estamos, muchos mensajes reenviados pueden ser ciertos. Por añadidura, alguien puede enviarnos un menaje cuyo contenido es falso.
Pero, si me lo preguntan, WhatsApp hace bien en advertir sobre algo que a los periodistas, médicos y detectives les parece normal, pero que no es normal en absoluto; esto es, que hay que dudar todo el tiempo de casi todo. Hay muchas mentiras circulando, y dada la escala y la resonancia que les confiere Internet, lo mejor es empezar a ejercer un sano escepticismo. Ya lo sé, no es cómodo. Lleva mucho habituarse. Pero los tiempos lo exigen.
La mentira ha sido utilizada políticamente desde que existimos. Ese no es, como analicé hace un tiempo, el peor efecto de las fake news. Es, en todo caso, el más visible. Tal vez el más odioso. Pero lo realmente malo de la posverdad (y esa es la razón de un nombre tan delirante) es que pone en tela de juicio que exista cualquier forma de verdad. Se usa el término en el mismo sentido que posmodernismo. Es decir, los vándalos buscan imponer la idea de que, primero, la verdad ha pasado de moda; y segundo, que alguna vez tuvo valor porque estaba de moda, no porque sirviera para algo. Lo más trágico es que colocan a ambas en el mismo nivel.
Merecido
La verdad es un tema fascinante. Si lo piensan un poco, ningún ser vivo miente. Salvo los humanos; según se sabe ahora, aprendemos a hacerlo desde muy pequeños. Diré más: un perro no puede mentir y, por eso mismo, no es capaz de decir la verdad. Los perros son capaces de producir discursos bastante elaborados (no con palabras, ciertamente), y hasta poner esas expresiones que a uno le parten el alma y entonces cede a entrarlos a la casa, compartirles un poco de lo que estamos cocinando (nunca chocolate, aliáceas, alcohol, uvas o pasas de uva, por favor) o dejarlos subirse al sofá donde estamos leyendo. Pero no pueden mentir. Ni decir la verdad.
Uno tendería a pensar que, por lo tanto, la verdad se define en función de lo falso. En la lógica proposicional, sí. Las tablas de verdad de los operadores lógicos, las leyes y su contrapartida, las falacias, son los cimientos de ese modo de razonar. Y está bueno. Ojalá lo enseñaran en la escuela primaria. Evitar y detectar sofismas es una de las herramientas cívicas más poderosas que uno podría imaginar, porque los discursos políticos están plagados de argucias lógicas. No siempre malintencionadas, pero son la sustancia de la demagogia. Un ejemplo inocente:
–¡Vamos a salir adelante porque nos merecemos un futuro mejor!
Suena genial, desde el atril, para la tribuna. Pero es una falacia. En los hechos, vamos a salir adelante haciendo un esfuerzo inmenso, reparando los cimientos de la Nación, esos que no se ven o que requieren de medidas piantavotos, y en el camino solo vamos a cosechar sudor y lágrimas; y esperemos que no también sangre, como anticipó Churchill durante la Segunda Guerra Mundial. Viceversa, no existe ninguna relación causal entre merecerse algo y conseguirlo. Primero porque eso de merecerse cosas es un asunto muy subjetivo. ¿Realmente nos merecemos un futuro mejor? ¿Dónde está escrito? ¿Somos un pueblo elegido por la Providencia? ¿Y si realmente somos dignos, porque hicimos méritos, eso significa que vamos a obtener un futuro mejor? No necesariamente.
En segundo lugar porque merecer algo es un verbo que pone al sujeto en una posición enteramente pasiva. Digamos que escribí un libro buenísimo. Creo que me merezco un premio. Que soy digno de ese premio. De ahí a que me lo otorguen hay una distancia gigantesca. Para que un país llegue a un futuro mejor, se me ocurre, el primer paso es salir de la posición pasiva y romperse el lomo haciendo cosas. Muchas, antipáticas. Casi ninguna cuyos resultados vayamos a ver los que tenemos más de 40. Serán para nuestros hijos. O nuestros nietos. Importa muy poco si nos merecemos un futuro mejor.
Variaciones verídicas
En la lógica aristotélica lo verdadero y lo falso están íntimamente ligados. Las personas, sin embargo, somos un poquito más complejas. Allí es donde hinca el diente la posverdad. Pero, como cualquier otra máscara, no es demasiado difícil de quitar. Eso, para nosotros, los humanos. La inteligencia artificial, en cambio, encontraría muchos obstáculos en establecer las diferencias que analizaré en los siguientes párrafos. Por eso a WhatsApp no le queda más remedio que pedirnos ayuda e invitarnos a "compartir hechos, no rumores". Miremos más de cerca la verdad.
Si descubrimos que nuestro cónyuge tiene otro matrimonio –con tres hijos, de 6, 7 y 12 años–, hablar de posverdad no lo va a ayudar mucho. Por una larga lista de motivos que creo que no es necesario enumerar, toda nuestra vida cambiará sustancialmente. Hemos sido engañados. Hemos vivido en falso. Este concepto, el del engaño, es clave en toda la discusión. No me gusta explicar el presente de un lenguaje mediante la etimología, porque en ocasiones el significado antiguo ha cambiado; en este caso, sin embargo, la carga semántica del engaño permanece intacta. Según el Diccionario de la Real Academia Española engañar viene del latín vulgar. Se decía ingannare y significaba burlar.
Es así como sentimos el engaño, como una burla, como que se han burlado de nosotros. No todas las mentiras entran en esa categoría. Y, por supuesto, ninguna verdad debería ser tomada como una burla por el hecho de ser verdad, sino, en todo caso, porque alguien la dice en tono sarcástico o le añade alguna forma de descalificación. Es decir que tampoco es del todo cierto que "con la verdad no ofendo ni temo".
Vamos al otro extremo. Imaginemos una persona que tiene mal carácter. Suele encontrarse en problemas por este motivo y un buen día te pregunta, a vos, que sos su amistad más cercana, si pensás que tiene mal carácter. Y sí, en tu opinión, es la mejor persona del mundo, pero con un temperamento, digamos, difícil. Entonces, podés decirle:
–Sí, tenés mal carácter.
O elaborar un poco, porque es una persona muy querida, y responderle:
–Mirá, no te voy a mentir. En ciertas circunstancias, especialmente frente a la frustración, tenés muy mal carácter. Y lo que me da pena es que no solo podés ser una compañía encantadora, sino que lo sos la mayor parte del tiempo. Así que creo que en lugar de concentrarte en la cuestión del carácter, deberías enfocarte en tu baja tolerancia a la frustración.
O podrías contestarle:
–Nada que ver, los que te critican lo hacen por envidia y porque vos tenés mucha personalidad.
En los dos primeros casos le dijiste la verdad. La segunda respuesta es mucho más verdadera que la primera, más profunda y más útil. La tercera es una mentira completa, pero no constituye un engaño. Es una mentira piadosa; casi diríamos que se trata de lo opuesto al engaño.
Sí y no, blanco y negro, unos y ceros
Así que, aunque podríamos seguir filosofando sobre la verdad, algo empieza a ponerse en evidencia. Resulta que nos plantean todo este asunto como binario, como blanco y negro. En la práctica, la cuestión de la verdad es un océano de matices. Tanto, que los humanos no solo somos capaces de mentirles a otras personas, sino también de engañarnos a nosotros mismos. En este caso, favor de notar, el verbo engañar no tiene la misma carga de burla que en el ejemplo anterior. Vaya, incluso el engaño tiene grises.
La verdad posee grados, dimensiones e incontables sutilezas, que dependen a su vez de miles de factores. Si le decís a un chico de 5 años que a su perrito lo atropelló un auto y lo mató, sos una bestia. Y si se lo decís a un adulto, sos asimismo cruel y brutal, aunque por diferentes motivos. Pero estás diciendo la verdad.
El festín de la posverdad en la política no se va a terminar cuando todos nos pasemos el día verificando fuentes (aunque nunca está de más seguir el consejo de WhatsApp), sino cuando establezcamos si creemos en las noticias falsas porque somos engañados o porque estamos engañándonos a nosotros mismos. Es decir, ¿nos interesa llegar a la verdad o en realidad nos encanta creer en ciertas cosas, sin importar si son verdaderas o falsas?