La tortilla, el smartphone y el respeto por el otro
Como los medicamentos, las nuevas tecnologías son capaces de producir efectos adversos y, combinadas, pueden causar lo que se denomina interacciones medicamentosas. Los smartphones no son la excepción. Aparte de que dicen que al pasarse uno mirando todo el tiempo la pantalla podría sufrir consecuencias en las vértebras cervicales –cosa que debería haber experimentado hace mucho, pero no, nunca–, el teléfono se ha ido convirtiendo cada vez más en un imán para nuestra atención. Algo que, de por sí, no es desastroso. Una buena novela o un concierto magnífico producen el mismo efecto, así que no voy a sostener que al mirar la pantalla nos estamos perdiendo el mundo, porque no creo en eso. A veces el mundo se pone monótono. A veces queremos estar en otro lugar, y esa ventanita mágica de bolsillo viene en nuestra ayuda.
El problema son las interacciones medicamentosas. No es el celular y una app. Digamos, WhatsApp y sus interminables chats, el asambleísmo permanente y la protesta de sofá. Agreguemos el correo electrónico. Dos cuentas, pongamos, para no exagerar ni parecer tendenciosos. Ahora, Instagram, que, desde luego, tiene no solo mucho atractivo visual (los humanos somos visuales), sino también un mensajero. Lo mismo que Twitter. Los mensajes de texto de la compañía telefónica recordándome que empezó el mes y que por lo tanto tengo el nuevo plan en marcha (gracias por tanto). Las apps de los servicios de luz y gas ayudan, debo decir, porque por ahí se te pasa pagar alguna factura. Pero me falta el mensajero de Facebook, con sus caritas flotantes y sus insistentes notificaciones. Por si necesitan que más gente que les escriba –porque se sienten solos o algo– déjenme sumar los chats de LinkedIn, Telegram y Signal. Skype sigue existiendo, pese a todo, y también te hablan por ahí. ¿Es mucho? Esperen, que todavía faltan las notificaciones de las apps que instalaste, desde la que te recuerda que tenés que hacer ejercicio –cierto– hasta la del clima, que anuncia que afuera hacen 17 grados Celsius, lo que no diría que es una noticia de primera plana, pero bueno, qué sabe sobre eso, pobre programa. Además están las solicitudes de amistad, de contacto, la gente que te empieza a seguir en diversas redes, y acá hago un aparte y me pregunto: ¿por qué esta hipocresía de no informarnos quiénes nos dejaron de seguir? Es más, cuando le bajás el pulgar a alguien porque no te interesa, te aclaran que nunca se lo van a decir. ¿Por qué? Bueno, es un poco el espíritu de las redes sociales. Por un lado, somos todos amigos, es todo muy diplomático y, al mismo tiempo, hay a diario batallas campales que recuerdan más a las trifulcas entre barras bravas que al diálogo entre personas civilizadas.
Ya sé, me estoy olvidando de cosas como la camarita, que es, para uno, que nació en un mundo de 36 fotos por rollo y 15 días de espera para ver las imágenes, un milagro, pero ahora preparás un plato bonito y, ¡patata!, sale foto para las redes. Atardeceres, niños, gatos y comida calculo que están en el tope del ránking. Por no citar las selfies, que requieren seguir prestándole atención al telefonito. Y esa es precisamente la cuestión en la que quiero hacer foco.
Oír no es escuchar
Cuando alguien tipea como loco en la pantallita, haciendo tic-tic-tic a velocidad supersónica, y le advertís que le estás hablando, ¿qué te responde? Que, por favor, ¡si te está prestando atención! Bueno, no, no es así. Por eso hay personas que, desgraciadamente, terminan muriendo al caerse de un puente o de una montaña por estar sacándose un autorretrato que habría quedado lindo, si no fuera postrero. Del mismo modo que no podemos estar siempre disponibles, la consciencia humana no es capaz de prestarle atención a varias cosas a la vez, y salvo, algunos casos especiales y muy específicos, tampoco podemos hacer varias cosas a la vez.
Salgamos de la tecnología y preparemos una tortilla. Tengo mi receta personal, que les compartiré a continuación, porque es fácil, muy rica y se cocina en 10 minutos; estimo que muchos opinarán, con justicia, que es más bien un omelette. Pero omelette significa tortilla en francés. En fin, detalles. Cierto es que esta tortilla, pese a mis orígenes, no parece ser demasiado española. Es una receta que probablemente existe desde hace mucho, pero que, como otras, descubrí por error o por casualidad. Para dos personas lleva cinco huevos, media cebolla picada no muy fina, pero tampoco grande, queso azul, brócoli, perejil y pimentón rojo dulce. Además, por supuesto, aceite, manteca, sal y pimienta.
Si uno ve a alguien cocinando, sí, es verdad, daría la impresión de que le está prestando atención a varias cosas a la vez. ¿Pero qué es la atención? El Procedimiento Tortilla –llamémoslo así, que queda más profesional– empieza cuando corto el brócoli y lo pongo en agua con vinagre, para que llegue bien limpio a la sartén, por la naturaleza de esta receta, como verán enseguida. Necesita estar veinte minutos en el agua con vinagre.
Luego, pico la cebolla. De eso se ocupan mis ojos y mis manos, pero en la sartén ya está el aceite de oliva al fuego. Mi nariz no corta la cebolla, pero me indica cuándo el aceite estará a la temperatura exacta. Entonces va la cebolla a rehogar; si es colorada, mejor. Un toque de sal y de pimienta, y ahí queda. (Tip: nunca pongan sal en la mezcla de los huevos, porque les quitarán color, y la comida entra por los ojos, dicen.)
Ahora son mis oídos los que están prestándole atención a la cebolla en la sartén, mientras pongo la clara y la yema de los cinco huevos en un bol (antes pásenlos por un cuenco más chico, nunca se sabe, y cuestan una fortuna). Listo. Mis oídos y en parte mi nariz, que recién estuvo ocupada en ver si los huevos estaban frescos, me avisan que baje el fuego de la cebolla. Excelente. Ahora, a cortar el queso azul, desgranarlo un poco con las manos y echarlo en el bol.
Para entonces, mi nariz, mis oídos y 30 años de cocinar todos los días me advierten que la cebolla posiblemente está lista. Lo compruebo visualmente, a la vez que me seco las manos, después de habérmelas lavado para quitar la grasa del queso. La echo dentro del bol con los huevos, tratando de retener todo el aceite posible dentro de la sartén. Hay un punto en el que hice dos cosas a la vez, pero pronto se develará el secreto; solo parecen silmultáneas.
Perfecto. El brócoli va a enjuagarse, y en esa instancia no hago nada más. No puedo poner el brócoli bajo la canilla mientras coloco de nuevo la sartén al fuego y le agrego un toque de manteca, vigilando que se derrita, pero que no se queme. Eso lo hago a continuación y presto atención total, porque debe estar bien caliente antes de verter los huevos, el queso y la cebolla sofrita, pero la manteca se quema en un segundo, si te descuidás. Además, necesito mover la sartén para que el aceite y la manteca cubran los bordes; de otro modo, la mezcla se va a pegar ahí y no vamos a poder desmoldar bien más tarde. Hay que estar en todo, sí, pero de a una cosa por vez.
Vierto la mezcla y durante el primer shock de calor no hago nada más, pero aprovecho para apagar la canilla que estaba enjuagando el brócoli. Excelente. Ahora sí, vuelvo a la sartén y, con cuidado, levantando los bordes, dejo que la parte todavía cruda de la mezcla se escurra por debajo de la tortilla. Poco a poco, con atención, bajando cada vez más el fuego. Esto es importante, porque mi Procedimiento Tortilla no requiere darla vuelta, acción peligrosa si las hay. Se va a hacer sola, perfecta y apenas babé, como nos gusta acá, y sin esa riesgosa operación de inversión.
Ahora son mis manos, mi vista y mis ojos los que me dicen que es el momento exacto para poner él brócoli, que se cocina rápido y al vapor, para que quede crujiente. Es el momento crítico del Procedimiento Tortilla. Cuando está en un punto que me llevaría mucho describir, pero que mi atención (toda mi atención) reconocen al instante, bajo el fuego al mínimo, agrego los brócoli y tapo la sartén. Va a quedar ahí un tiempo que no he medido, pero dura hasta que se sienta un poquito (muy poquito) el perfume del brócoli. Ahí, apago el fuego y dejo la sartén sobre la hornalla, que seguirá emitiendo calor, pero cada vez menos, durante un rato. El vapor terminará de cocer el brócoli, y cuando el perfume sea un poco más evidente, tras probar con un tenedor si la verdura está a punto, es hora de destapar, dejar unos instantes que el vapor se disipe, y espolvorear con pimentón y perejil, en ese orden o en el que más les guste. Luego, se come.
Tiene sentido
Como habrán observado, durante todo el Procedimiento Tortilla, pudimos dividir nuestra atención al menos en dos (no más), pero solo cuando nos quedaba un sentido libre (por ejemplo, el olfato). ¿Podemos conversar con alguien mientras cocinamos? Depende. Si es para contar lo que estamos haciendo o hablar de asuntos cotidianos, sí. Pero les recomiendo de corazón que no se involucren en un debate sobre topología algebraica mientras pican una cebolla. Lo digo en serio.
He ahí el dilema de la pantallita. El sujeto al que le estamos hablando se encuentra chateando a su vez con alguien, eventualmente con varias personas a la vez, y su pretensión de que puede escucharnos perfectamente es ilusoria, para no decir enteramente falsa. Es verdad que nos está oyendo y hasta es posible que su memoria conserve algunas palabras, algunos conceptos, por lo general fragmentarios o distorsionados, de lo que le dijimos. Pero eso no es escuchar, es oír, y ambas acciones son tan diferentes como mirar y ver. Oímos todo el tiempo, pero nuestra atención solo se desvía hacia un sonido cuando el cerebro detecta algo anormal. O cuando despierta nuestro interés. No nos damos cuenta del runrún de la heladera, los perros ladrando a lo lejos y los chicos jugando en al plaza. Pues bien, a nadie le gusta convertirse en ruido de fondo.
Existe, claro, la memoria del cuerpo. Esto lo sabe el músico y el que conduce vehículos y no necesita pensar cuándo frenar o poner un cambio; fue lo que ocurrió cuando al mismo tiempo me sequé las manos (memoria corporal) y verifiqué si la cebolla estaba lista (prestar atención).
Cuando el campeón de ajedrez se traba en lucha con varias partidas simultáneas no juega todas todo el tiempo, sino que le presta atención a un tablero por vez, decide, mueve y pasa al siguiente. ¿Es probable que en su cabeza haya procesos inconscientes y hasta simultáneos? Soy el primero en sostenerlo, pero eso no tiene nada que ver con el prestarle atención a alguien durante una conversación. Ahí no hay demasiadas opciones. El telefonito o tu interlocutor. Respeto se llama. No lo perdamos.