Cómo el sifón de acero recuperó una tecnología europea y generó una tradición argentina
Comenzó a fabricarse en el país a mediados del siglo pasado, y con el cambio de siglo estuvo a punto de desaparecer; la pandemia revitalizó la idea de la soda en un sifón de acero, y tomó como nuevo un diseño que sigue siendo el mismo de siempre
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Que en tiempos de obsolescencia programada un producto apoye su estrategia de marketing en la perpetuidad es, como mínimo, provocador. Mientras que la fragilidad parece ser una cualidad oculta y nunca explicitada en la mayoría de los dispositivos considerados tecnológicos, la dureza, robustez y durabilidad del sifón recargable resulta anacrónica. Es probable que don Enrique Álvarez Drago nunca se haya propuesto que el sifón que bautizó con su apellido lleve 57 años en el mercado, pero lo hizo con bastante acero inoxidable, algo de bronce y un poquito de plástico. Y mucho gas carbónico. Hoy, los herederos de aquella tecnología simple pero actual, resumen el éxito del Drago en una afirmación: “El sifón es eterno”.
Y lo que es eterno no necesita modernizarse. “El Drago no se aggiornó y no tuvo competencia”, dice Ricardo Espósito, 66 años, uno de los dos socios que manejan la marca desde 1998, cuando la compraron en el remate. La década del 90 había sido cruel con la industria (como con casi cualquier empresa argentina), aún cuando llevaban más de dos décadas de buenas ventas: Espósito calcula que durante los 70 y 80 se vendían 10.000 sifones mensuales. “Y ni siquiera estaba el argumento de lo sustentable y lo ecológico”, dice.
El paradigma actual de la tecnología es que quede obsoleta de forma programada. ¿Cuál es el negocio de fabricar y vender algo que es eterno? “Una impresora no es cara, los cartuchos sí -responde Espósito-. Yo podría venderle a todo este barrio un sifón al costo si me garantizan que cada 15 días tengo que hacerles una carga. Del mismo modo que en una marca de máquinas de café el negocio está en las cápsulas, acá está en las cargas.”
Argentinos por elección
Se dice que la Argentina es el segundo país con mayor consumo de soda, detrás de Alemania, donde se habla de agua con gas. Y aunque el envase sea diferente, el contenido es el mismo. El agua carbonatada es hija de la revolución industrial y fue fruto del trabajo y la curiosidad de Joseph Priestley, un teólogo británico que combinaba sus creencias religiosas con experimentos científicos. Un día, a mediados de la década de 1770, se postuló para integrar la tripulación del capitán James Cook en sus viajes hacia los mares del sur. No consiguió su puesto, pero sí les dejó instrucciones precisas acerca de cómo hacer para transportar el agua sin que se eche a perder. Priestley había descubierto que añadir bicarbonato y jugo de limón al agua generaba una reacción química que liberaba dióxido de carbono, y la presurización generada por el gas ayudaba a la mejor conservación del agua. Y si bien Priestley no exploró el potencial del agua carbonatada -como sí lo hizo después JJ Schweppe- su nombre quedó en la historia como el hombre que le puso burbujas a los líquidos.
Al igual que la soda, el sifón eterno no es argentino de nacimiento, pero sí por adopción. En la década del 40 don Drago se dedicaba a la fabricación de matafuegos, pero en un viaje a Italia en 1965 conoció un sifón marca Cima, muy similar al que empezaría a fabricar en la Argentina. La soda en sifones ya era una bebida popular en el país, que era utilizada en mayor parte para cortar y gasificar al vino de mesa, y también para preparar los aperitivos que habían llegado con las primeras inmigraciones europeas.
El cuerpo de acero inoxidable que Drago conoció en Italia serviría no sólo para darle durabilidad al sifón, si no que también cerraría una grieta social que dividía a los fanáticos de las burbujas. Según datos del Museo del Sifón, un espacio temporalmente cerrado ubicado en Berisso y que reunía más de 4000 sifones de todas las épocas, de cada 1000 sifones que se fabricaban, 800 eran verdes, 150 eran azules y 50 eran rosa. El color del vidrio no modificaba el contenido, pero sí indicaba cuánto era capaz de pagar cada cliente: mientras que los verdes eran más populares y comunes, los azules y rosas eran repartidos en las casas de los consumidores de mayor poder adquisitivo.
La soda, clásica y moderna
El éxito de los 10.000 sifones mensuales obligó a revisar un poco aquella tecnología importada. Ahí es cuando se perfecciona el diseño y se cambia la válvula, que estaba en el fondo y era menos segura, y se la pasa a la cabeza, donde permanece hasta hoy. “Un sifón tiene que soportar mucha presión, y lo mismo pasa con las cápsulas de recarga”, dice Espósito, que aunque sólo tenga el título de perito mercantil parece saber todo acerca de soldaduras, presión hidráulica, válvulas, acero inoxidable y gas carbónico. La explicación: antes de ser dueño, Espósito era proveedor de Drago, donde conoció a su socio, José Luis Cámara. Con el tiempo Ricardo y José Luis ya hacían todo -desde las piezas básicas hasta el montaje y empaquetado- lo que Drago se encargaba de vender, así que cuando llegó la hora de la quiebra de la firma, el comprador fue obvio. Desde 1998 se encargan de mantener vivo su espíritu.
Del mismo modo que sucedió con la máquina de pastas hogareña, el Drago fue un éxito en pandemia, aún con competidores como Sodastream y otros dispositivos que gasifican el agua, o los sifones de plástico que se venden en cualquier supermercado. La explicación de Espósito es simple: “nadie quería recibir a nadie en su casa, se salía a comprar lo indispensable, y con una sola cápsula se pueden hacer 15 cargas, lo que en un sifón de dos litros equivale a 30 litros de soda. Además ahora los más jóvenes tienen incorporada cierta conciencia de lo sustentable y de no generar tantos desperdicios”, dice. Hoy venden alrededor de 500 sifones por mes, que se fabrican en la planta de San Martín, donde trabajan una docena de empleados. Otro dato: “En épocas de crisis la venta se dispara también, porque a la larga el ahorro es muy importante. Cada litro de soda cuesta alrededor de $8″, dice.
El componente vintage del sifón Drago, apoyado en la misma nostalgia que hace que una batidora Kitchenaid o una Pastalinda sean objetos de deseo, tiene el atractivo estético de lo que es fuerte y durable. “Gusta porque es el mismo que podés encontrar en la casa de tu abuelo”, dice Ricardo. Y vuelve al argumento perpetuo de lo eterno: “si nunca más se usó, podés traerlo para que lo reacondicionemos. Se cambia la válvula, se verifica que el corazón de la cabeza esté bien, se hace la prueba hidráulica, se lo pule y sigue funcionando”. ¿Queda claro?
Aquella tecnología adoptada hace casi 60 años sigue tan vigente como entonces, y es tan analógica como todo su proceso: el 90% de las ferreterías vende la recarga Drago, en un promedio de 250 cargas por semana. “Son 7500 litros de soda”, dice Ricardo, que ya está acostumbrado a contar todo en burbujas. La Argentina es prácticamente el único lugar que queda con ese gusto de la gente de tomar soda en sifón. “En el mundo vas a conocer un montón de gente que toma agua gasificada, pero sifones hay muy pocos”, dice Espósito, que sabe diferenciar muy bien lo nuevo de lo moderno.