La soberanía del silicio
Las naciones industrializadas enfrentan una crisis por la escasez de chips, Ford y GM tuvieron que poner en pausa algunas de sus líneas de producción y el presidente de Estados Unidos firmó un decreto ley para enfrentar la situación. Así es el nuevo mapamundi del siglo XXI
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La crisis del petróleo que arrancó en 1973 llegó a mis oídos como un rumor lejano, pero que podía tener un impacto en la economía real. Recuerdo que mi padre estaba preocupado por lo que, casi de forma inevitable, se traduciría en desabastecimiento de combustible y gas. Hicimos incluso un acopio de leña, créase o no, que al final nunca sirvió para calefaccionar, pero sí para cientos de asados en las décadas siguientes.
Hoy las naciones industrializadas se enfrentan a una nueva forma de escasez. Es, de nuevo, un recurso natural, y, asimismo, un bien que requiere que se lo refine antes de que sirva para algo. Pero ya no es petróleo. Es silicio.
Suena extravagante que un elemento de la tabla periódica ponga en jaque a los países más poderosos del mundo, pero el silicio guarda un secreto tan extraordinario que lo ha convertido en el nuevo motor de la civilización. Y hoy, casi medio siglo después de aquella crisis del petróleo, está en falta. Pero primero, el secreto.
El azar cósmico
En la tabla periódica hay dos clases de elementos: los que conducen la electricidad y los que no. Se llama a los primeros conductores, y a los segundos, aislantes. El cobre, por ejemplo, conduce la electricidad, lo mismo que el oro y el hierro. El boro y el yodo, en cambio, son aislantes. El berilio, por mencionar un caso conocido, es un conductor, pero el óxido de berilio, llamado bromelita, es un buen aislante industrial.
Y hay todavía un tercer grupo en la tabla periódica, más raro, con pocos representantes puros. Estos elementos funcionan en condiciones normales como aislantes. Pero si hacemos un poco de ingeniería, podemos lograr que también sirvan como conductores. Se los llama, por eso, semiconductores.
Aparte de elementos también hay sustancias que funcionan como semiconductores; es el caso de los sulfuros de ciertos metales, como el cobre, zinc o níquel. El primer material semiconductor que se usó en la práctica fue la galena, es decir, el sulfuro de plomo. Si alguna vez oíste hablar de las radios a galena, bueno, viene de ahí.
Ahora bien, en la lotería cósmica, nos tocó un planeta en el que abunda un elemento semiconductor. Se llama silicio, y los desiertos y las playas –salvo en los trópicos– están formados por dióxido de silicio. O sea, sílice. Arena, en buen criollo.
¿Arena? ¿En serio? Sí, en serio. Y si suena disparatado que la arena se haya convertido en el motor de la civilización y en un factor de poder tanto o más crítico que el petróleo o el agua potable, eso es porque no hemos tomado en cuenta un pequeño detalle. La matemática.
Dame un número
A primera vista, el que una sustancia sea capaz de conducir o de aislar la electricidad no parece gran cosa. Pero el silicio le ha dado su nombre a una de las zonas más prósperas e innovadoras del planeta, el Silicon Valley. Silicon significa silicio, en inglés. Nombre raro para un valle. ¿Por qué le pusieron así?
Porque al funcionar como aislante y como conductor, podemos usar los circuitos basados en silicio para representar dos valores. Por ejemplo, el uno y el cero. Con al menos dos dígitos (el 1 y el 0), ya tenemos un sistema numérico. Si tenemos un sistema numérico entonces podemos hacer matemática. Y con la matemática se puede controlar el mundo.
La aritmética binaria, endiabladamente complicada para la mente humana, no inquieta a los circuitos electrónicos; después de todo, un mismo número (pongamos, 2021) vale lo mismo si está expresado en el sistema decimal, binario (11111100101), hexadecimal (7E5), octal (3745) o el que se nos ocurra. El silicio ha hecho que la humanidad logre un verdadero milagro: hemos conseguido que los minerales ejecuten una función propia de la mente humana, el cálculo. Le hemos enseñado a la arena a pensar.
No es que antes de descubrir los semiconductores fuéramos incapaces de hacer aritmética con la electrónica; en 1946, una de las primeras computadoras de propósito general de la historia, ENIAC, empleaba más de 17.400 válvulas de vacío y también podía calcular; pero era infinitamente más lenta que un celular actual y pesaba 27 toneladas.
Lo que nos permitió el silicio a partir de la década del ’60 del siglo pasado fue crear circuitos lógicos cada vez más pequeños, más rápidos, con menor consumo eléctrico y, sobre todo, más económicos. Todas aquellas válvulas de vacío de ENIAC se han convertido hoy en una pequeña pieza de silicio que conocemos comúnmente como chip. Solo que en su interior no hay el equivalente a 17.468 de vacío, sino el equivalente a varios miles de millones.
Recapitulando –y dejando de lado bibliotecas enteras de ingeniería electrónica para despejar la mesa y que queden solo los conceptos clave–, la industria del silicio es la que fabrica los cerebros electrónicos, las memorias, los discos de estado sólido, los sensores y otros componentes de la revolución digital. Hoy el motor es del progreso es el silicio y la industria de los semiconductores.
Cosas de hackers
Puede no ser del todo obvio por qué algo tan propio de hackers y de informáticos podría afectarnos tanto como el petróleo o la soja. A fin de cuentas, los hidrocarburos se usan para todo, desde los plásticos hasta el combustible de aviación. Sí, es verdad. El problema es que tampoco tendríamos petróleo –no, al menos, en la cantidad suficiente– si no fuera por los chips. Es decir, por la industria del silicio. ¿Pero qué tienen que ver los chips con el petróleo? No, no solo con el petróleo. Tienen que ver con todo.
Hubo una época en que la industria y las máquinas de uso común en la vida cotidiana no hacían cálculo. Teníamos electrónica, es verdad. Televisores y radios, por ejemplo. Y líneas de producción alimentadas por energía eléctrica. Pero las computadoras todavía eran extremadamente grandes y costosas, y solo un puñado de naciones y de grandes compañías podían darse el lujo de disponer de uno de estos colosos pensantes.
Entonces, a mediados de la década del ’70 del siglo pasado, esa industria empezó a acelerarse como ninguna otra antes. El nacimiento del circuito integrado de silicio en 1959 había dado origen a un proceso de militarización cada vez más acelerado. El concepto de computadora empezó a salir de los laboratorios y se subió al circuito comercial. El 4 de abril de 1975 se fundó Microsoft. Y el 1° de abril de 1976 nació Apple. Un dato más: el 29 de octubre de 1969 a las diez y media de la noche se habían conectado los dos primeros nodos (pongámoslo más simple: las dos primeras computadoras) de Arpanet, la antecesora de Internet.
La primera computadora personal de IBM se presentaría el 12 de agosto de 1981. Esperaban vender 250.000 durante los siguientes cinco años. En 1983 estaban vendiendo 250.000 por mes. Ese año, el mismo en que nació internet, la IBM/PC fue Persona del Año de la revista Time. La competencia y la masa crítica aceleraron todavía más la miniaturización y la baja en los precios. Desde 1961 hasta hoy el costo del cómputo electrónico se redujo 4 billones de veces; sí, doce ceros. Al volverse más accesible y más pequeño, fuimos capaces de ponerle cómputo a cada vez más cosas. A las calculadoras, a las computadoras de escritorio, a los teléfonos celulares, a la Internet de las Cosas. A todo, literalmente.
En la actualidad, prácticamente no existe dispositivo electrónico que no tenga alguna forma de computadora en su interior; excepciones significativas son el secador de pelo o los ventiladores más económicos. Volviendo a los hidrocarburos, las plataformas que extraen petróleo y las plantas que lo refinan, lo mismo que los automóviles y el GPS que nos guía a destino, todos tienen un factor común: emplean computadoras. ¿Qué es la inteligencia artificial? Cómputo. ¿Cómo es que podemos subir una foto a Instagram, comentar esta nota o ver una serie en un teléfono que pesa 140 gramos? Porque todo la información se ha transformado en bits, en unos y ceros que son procesados por chips basados en silicio y transmitidos en segundos y sin casi fronteras por una red basada en computadoras de escala planetaria. Cómputo, de nuevo.
Dicho simple: todo lo que el mundo industrializado hace hoy requiere de circuitos lógicos basados en semiconductores. No podríamos ni soñar con fabricar las miles de millones de vacunas que la pandemia exige, si no tuviéramos computadoras. Ni tampoco las habríamos diseñado en un tiempo tan corto. Identificar una cepa nueva del virus requiere cómputo. Sin chips, tampoco seríamos capaces de producir alimentos para toda la humanidad. O ropa. U ofrecer servicios bancarios. O potabilizar agua, distribuir electricidad, sembrar soja o relajarnos y oír un poco de música en la radio. Hoy, la industria del silicio no solo está detrás de tu celular, tu tablet, Netflix y Zoom, sino que está detrás de todas las demás industrias, sin ninguna excepción.
Refinados
Ahora, ¿por qué hay una crisis en la industria de los semiconductores? ¿Se nos está acabando la arena?
No, claro que no. Aunque el dióxido de silicio es la materia prima básica para fabricar chips, entre la arena y tu celular hay una enorme distancia. Solo para darte una idea, los circuitos integrados están compuestos de miles de millones de transistores, y cada uno de ellos es 400 veces más pequeño que un glóbulo rojo. De modo que fabricar cerebros electrónicos, chips de memoria, sensores, pantallas y todo lo demás requiere de plantas de una complejidad inconcebible; el costo de una de estas plantas está en el orden de los 3000 millones de dólares.
La pandemia, con sus impacto sobre el trabajo presencial y sobre la logística, más el aumento constante en la demanda, han hecho que falten chips. Ford y General Motors, por ejemplo, han tenido que suspender la producción de algunos de sus modelos, por este motivo. Pero hay algo más. Una de las razones de la escasez de chips hoy es la guerra comercial entre Estados Unidos y China.
“Demasiados chips vienen de Asia”, declaró hace unos días Pat Gelsinger, el nuevo director ejecutivo de Intel, la compañía que inventó el cerebro electrónico en 1971. Picante, pero los veteranos nos acordamos enseguida de la crisis de las memorias en los ’90. Es decir, alcanzaría con que las plantas de ensamblado de circuitos en Asia cerraran el grifo (o subieran mucho el precio) para que las naciones industrializadas tuvieran que pisar el freno de su economía. No porque sí, junto con estas declaraciones, Gelsinger anunció que creará dos nuevas plantas de fabricación de chips en Arizona, Estados Unidos. Dicho sea de paso, Intel es uno de los principales proveedores de la industria bélica de Estados Unidos. Solo que el 80% de todos los semiconductores se hace en Asia. “No es aceptable cuando se trata de la tecnología más crítica del mundo”, juzgó Gelsinger.
¿Entonces todo el problema se resuelve con más fábricas de chips? ¿Eso es todo? Bueno, construir estas plantas no es sencillo ni rápido, y no podemos seguir sin chips. Pero hay algo más, mucho más crítico.
El libro de arena
El petróleo es, dicho simple, energía. Por lo tanto, es un recurso estratégico. Sin energía, adiós cualquier forma de actividad. Pero el petróleo no piensa. El silicio, sí.
Me explico. El motivo por el que las moléculas de hidrocarburos almacenan energía que puede liberarse con la combustión se conoce desde hace mucho. Ahí terminan todos sus secretos. Pero, aunque sabemos los principios básicos por los que los transistores pueden representar números y hacer cálculo, la implementación de cada circuito es un secreto industrial. Y no hay forma de saber qué hace un chip, si no se dispone de los planos (eso se llama ingeniería inversa, y con los semiconductores modernos sería virtualmente imposible). De hecho, sería imposible estar por completo seguros de si un dispositivo electrónico (un celular o un router de internet, por ejemplo) no está haciendo algo más que lo que el fabricante anuncia. Por ejemplo, espiar a una nación rival.
Por eso los países más poderosos consideran a la del silicio como una industria estratégica y un activo geopolítico. El nuevo presidente estadounidense, Joe Biden, firmó hace un mes un decreto ley para revisar toda la cadena de distribución de semiconductores en ese país. Por eso también son muy pocos los países que fabrican chips: Estados Unidos, China, Japón, Alemania, Corea del Sur, Taiwan, Malasia, Suecia y Rusia. Muchos menos todavía son los que tienen plantas de última generación: Estados Unidos, Taiwan y Corea del Sur.
Sí, se ensamblan chips en muchos otros lugares, pero los secretos se quedan en casa. Lógico: no solo es posible implantar un sistema de escucha en la infraestructura de internet o de telefonía celular, sino que con los planos en la mano sería mucho más fácil llevar adelante un ataque informático contra esa infraestructura. Por ejemplo, la del tendido eléctrico, como ocurrió en Ucrania en diciembre. Estados Unidos acusa del ataque a Rusia. Rusia lo niega. El silicio, ahora, trasciende la productividad o el entretenimiento. Incluso trasciende la fabricación de armas. Está en la base de la guerra electrónica. Todos los días, a toda hora, sin descanso.
Así que la soberanía también está transformándose por el efecto disruptivo de las computadoras pequeñas y económicas y una red de escala global. El territorio, los recursos y las identidades culturales siguen siendo relevantes, pero hoy hay un mapa nuevo, con una frontera que pocos han podido establecer, la del poderío del silicio. Pero esa soberanía depende, a su vez, de la mano de obra barata de países como China, que por su parte invierte toneladas de dinero en tratar de alcanzar las tecnologías estadounidenses. La eterna tensión geopolítica en versión bit. La Argentina, pese a su notable tradición científico-técnica, está, según los expertos con los que hablé durante el fin de semana, muy lejos de soñar siquiera con competir en esas ligas. No le conviene económicamente, carece de los recursos y no ocupa en el tablero la posición clave de, por ejemplo, Corea del Sur o Taiwán. Por eso, tal vez, mientras el mundo se transforma a la velocidad de la luz, aquí seguimos pensando, debatiendo y viendo el mundo como si nada de esto estuviera pasando. Como si siguiéramos en la década del ’70.