La historia de una decisión catastrófica que al final terminó siendo un éxito
A cuarenta años del lanzamiento de la IBM/PC, memorias de una época que hoy parece prehistórica, pero que para muchos de nosotros ocurrió durante nuestras propias vidas
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Las computadoras accesibles, internet, la inteligencia artificial, los teléfonos con cámaras de ultra alta resolución, las redes sociales y las comunicaciones de alcance mundial con costo cercano a cero parecen de lo más normales hoy. Pero de normales, para muchos de nosotros, no tienen nada. Pongamos como ejemplo Google Maps. Lo usamos en un dispositivo que cabe en el bolsillo y que es capaz de recibir las señales de los satélites GPS. Pues bien, el primer prototipo de un satélite GPS fue lanzado en 1978, y la constelación de los 24 primeros satélites se completó en 1993. Ese fue el año en que empecé a trabajar en LA NACION.
Dicho de otro modo, el mundo ha cambiado mucho más de lo que somos capaces de advertir, y eso es porque no tuvimos tiempo de elaborarlo. Internet arrancó el primero de enero de 1983. Pero solo llegó a las personas de a pie (en EE.UU) en 1989, de la mano de un pionero, Barry Shein. Hoy casi no existe actividad en las naciones industrializadas que no se haya visto afectada por la Red, así que la realidad se alteró por completo en menos de 30 años. Las conexiones para particulares llegaron a la Argentina en agosto de 1995. En una generación, casi todo lo que conocíamos desapareció o se transformó; y buena parte de lo que constituye nuestra cotidianidad actual todavía no había nacido. Esta clase de revoluciones solía tomar uno o dos siglos; con frecuencia, más. Así que para entender que estos últimos 40 años, desde el lanzamiento de la IBM/PC, equivalen en realidad a 300, nada mejor que una historia. Ahí va.
La máquina de hacer nada
En algún momento de 1990 se me hizo urgente cambiar mi máquina de escribir. Habiendo gastado varias, desde mis inicios en diarios y revistas, en 1978, había pasado de una mecánica a una eléctrica y, luego, a una electrónica. ¿Cuál era el siguiente paso evolutivo más predecible? Obvio: otra máquina de escribir, pero con lectora de diskettes y una pequeña pantalla tipo reloj electrónico de la época (o sea, monocromática y con la resolución de un Tamagotchi) que permitía ver y editar líneas de texto (de a una). No se rían, es en serio.
Entre tanto, las computadoras personales habían aparecido entre 1977 (la Apple II) y 1981 (la IBM/PC), de cuyo lanzamiento ayer se cumplieron 40 años. Pero en un mundo todavía demasiado grande y desconectado, solo una década después empezaban a ponerse a tiro. Por ponerse a tiro me refiero a que empezaban a poder pagarse con la siempre delgada billetera argentina. Pero, incluso así, eran muy caras; más o menos 100.000 pesos de ahora por algo muy modesto.
Pero, sobre todo, eran territorio mayormente desconocido, incluso para mí, que me había criado en un taller de electrónica, programaba desde los 15 y había tenido una Commodore 64. Pero una cosa era jugar con código y otra escribir notas. Así que estaba decidido: compraría una máquina de escribir nueva, electrónica, ¡con pantallita y diskettera! Eso era el futuro de la escritura, claramente.
Entonces, una persona que había trabajado durante un tiempo con computadoras en el mundo real, en un empleo real y con obligaciones reales, me sugirió que averiguara un poco más, que tal vez me convenía comprar una computadora, en lugar de otra máquina de escribir. Ya sé, suena obvio. Hoy es obvio. Pero treinta años atrás la idea sonaba un poco osada. ¿Escribir mis notas con una computadora? Algo me decía que no era una buena idea. Tenía toda la razón del mundo. Y a la vez estaba completamente equivocado.
Pero me quedé pensando. Se abrían dos posibles caminos. Uno ya sabía adónde me llevaba. El otro era casi enteramente nuevo. La diferencia de precios no era disparatada. Sin entrar en detalles, la nueva máquina de escribir me costaba unos 300 dólares; una PC, 500. Después de mucho darle vueltas, ganó mi curiosidad y fui por la PC. Tenía que poner mi máquina de escribir como parte de pago, así que en términos laborales era un salto sin red, pero en el peor escenario siempre tendría a mano la confiable y ya retirada Olivetti mecánica. Como verán enseguida, por poco no hizo falta.
Diskette de arranque
Me gustaría dejar algo en claro, porque hoy suena ridículo plantearse si notebook o máquina de escribir. Pero en esa época trabajaba en la redacción de una conocida editorial de esta ciudad, y no teníamos computadoras. Todavía se oía el repiquetear de docenas de máquinas de escribir. No había smartphones, los celulares se contaban con los dedos, no había acceso público a internet, y ni hablemos de WhatsApp o YouTube. Fotos, solo en papel. Así que, cuando completara la compra, en casa tendría mejor tecnología que en la oficina. Raro. Pero típico de las épocas de cambios disruptivos.
Disrupción es una palabra que hoy suena muy linda. Pero chocar a toda velocidad contra la disrupción no es tan divertido como parece. Me explico: una computadora está muy bien, pero nunca se va a acercar a una máquina de escribir en un aspecto: la máquina de escribir escribe, de entrada, sin vueltas, sin complicaciones. Lo peor que puede pasar es que se gaste la tinta, pero todos los veteranos alguna vez escribimos notas enteras con una cinta al borde de su vida útil. Las computadoras, en este aspecto, no son tan sencillas. Ni ahora ni entonces. Solo que entonces era mucho peor.
Llegué a casa con mi primera computadora personal a la nochecita de no recuerdo qué fecha, en algún momento de 1990. Esa PC estaba constituida por un gabinete gigantesco que pesaba como 10 kilos y un monitor de tubo de rayos catódicos monocromático. Pero ni siquiera en blanco y negro. No. Era ámbar y negro. Un horror. Un crimen para la vista. Pantalla minúscula, además, de solo 14 pulgadas. Y pesada como un rascacielos.
Tan pronto como enchufé todo (no sin ciertos tropiezos, era algo desconocido y esos clones económicos no traían manuales) caí en la cuenta de dos cuestiones que me asustaron bastante. Primera, que me iba a tener que olvidar de entregar mis notas en papel, como era la costumbre. Había pasado alegremente por alto el tema de la impresora. Mala mía.
Segunda, las computadoras no son máquinas de escribir. No son máquinas de nada. Para que hagan algo hace falta un programa. Incluso para que arranquen y queden en un estado mínimamente útil es menester software. Hoy esto se da por sentado. En aquella época, cuando la PC solo tenían 10 años entre nosotros, a la Argentina llegaban con cuentagotas y pocas compañías tenían representación oficial (IBM era una de las pocas), nada se daba por sentado.
Así que cuando arranqué la PC y en la pantalla apareció un mensaje pidiéndome un disco de arranque, supe que me había metido en problemas. Tras un llamado algo tenso, supe que el dichoso disco de arranque era un diskette azul “que debía estar en algún lado”.
No, mi primera computadora personal ni siquiera tenía disco rígido. En el interior del enorme gabinete había un motherboard, una placa de video, 1 (un) megabyte (mega, no giga) de memoria RAM, un procesador de NEC, clon del 8088 de Intel, y una diskettera. Nada más. Se le conectaba un teclado y un monitor (nada de mouse), y era, aunque en el momento lo ignoraba y estaba bastante enojado por haber tirado 500 dólares a la basura, mi pasaporte al futuro.
¿Enojado? Oh, sí. Y las cosas no harían sino empeorar. Lo que sigue puede sonar un poco novelado. Pero es exactamente lo que ocurrió, paso por paso y sin exagerar ni un adjetivo. Ya se había hecho de noche cuando coloqué el diskette azul en la lectora y apreté el botón de Reset. Enseguida la diskettera empezó a hacer unos ruidos alarmantes mientras cargaba el sistema operativo y al final solo mostró un mensaje algo críptico en la pantalla y, abajo, la letra A seguida de un signo mayor que. Ah, y al lado un cursor que titilaba. Genial. Mi área de trabajo, que solía ser la fiel hoja de papel, se había transformado en esto:
- A>_
No parecía un comienzo promisorio. Hice un par de llamados más (no había forma de googlear nada, recuerden), tomé nota de un par de comandos y al final logré listar el contenido del diskette. Entre todos los programas existentes allí había uno llamado Restore, que parecía bastante inofensivo. Así que lo escribí, apreté Enter, me preguntó algo que me pareció una obviedad, le dije que sí, luego la máquina hizo más ruidos alarmantes, y al final me informó alegremente que había completado la operación. Parecía una buena noticia, excepto porque en el proceso, había borrado por completo el disco de arranque. O sea, la máquina ya no servía para nada. Fantástico. Muy lindo todo esto de las computadoras.
Humo sobre la pantalla
No viene al caso qué hice mal en ese momento, la cosa es que ahora tenía una máquina que no solo no servía para escribir, sino que además había destruido el diskette de arranque, por lo que, técnicamente, mi computadora no servía absolutamente para nada. Pero lo peor estaba todavía por venir.
Unos diez minutos después de haberla arrancado por primera vez, mientras meditaba cómo hacer para devolver esa cosa inútil y volver a la confiable máquina de escribir, se oyó el ruido de una explosión sorda, se apagó la pantalla y el monitor empezó a soltar un humo blanco por la parte trasera.
Así, mis queridos amigos, empezó mi larga y fructífera relación con las computadoras personales. Es cierto que me cambiaron el monitor al día siguiente (por uno de fósforo blanco; tuve suerte) y que con mucho esfuerzo fui aprendiendo los secretos detrás de esa cosa diabólica de la que terminé enamorándome y a la que le dediqué mi labor como periodista. Tres años más tarde, aparecería la primera de mis columnas en LA NACION, el 23 de marzo de 1993.
Pero el hecho, significativo, sintomático, que muestra el clima de la época, es que al dar el salto entre la decimonónica máquina de escribir y la futurista PC, me encontré sentado frente a un monitor que echaba humo y una computadora que –sin el dichoso diskette, el único que tenía en casa en ese momento– no servía para nada.
De escribir, ni hablemos. Ya era tarde y no tenía a quién llamar por teléfono. Teléfono de línea, claro está. Fue un poco desolador, lo confieso. Pero de algún modo fue también un desafío. Sentí claramente que esa máquina que había comprado guardaba un secreto, que era mucho más que una herramienta para redactar mis notas y que ya no podría volver a las máquinas de escribir.
Y fue exactamente así. En ese equipo gigantesco y para los estándares de hoy muy humilde estaba el resto de mi carrera profesional y se preparaba calladamente la mayor revolución sociocultural desde la imprenta de Gutenberg; una máquina que, sin un accesorio, no imprimía, vaya paradoja.
Faltaban todavía cinco años para que Internet llegara a los particulares en la Argentina; faltaban ocho para Google y más de 15 para Facebook. Los smartphones, que en muchos sentidos reemplazaron a las PC, aparecerían 17 años más tarde. Y todavía teníamos más de una década por delante antes de que explotara la burbuja puntocom y nos pusiéramos a pensar seriamente en que la economía global dependía de la Red. Para la dirigencia esa revolución en ciernes era “solo cosa de hackers”. “Nadie va a querer una computadora”, dijeron, cuando salió la PC; a los dos años de su lanzamiento se vendían, redondeando, 250.000 equipos por mes y llegó a ser persona del año de la revista Time. “Internet es una moda, ya va a pasar”, me dijeron varias veces, en 1995, cuando llegaron las conexiones para particulares a la Argentina. Hoy se corta WhatsApp media hora y es un escándalo que sale en las noticias.
Sí, claro, el mundo es enteramente diferente ahora. Tanto que he querido contar esta pequeña anécdota personal, que en su momento estuvo cerca de calificar como desastre, para mostrar la distancia abismal que hay entre esos años, cercanos, pero lejanos, y la actualidad.
Pero el dato más extraordinario ocurrió ayer. Imaginaba que el mundo de la informática explotaría en celebraciones cuando se cumplieran 40 años de la máquina a la que todos denominamos PC y que disparó la revolución digital, el modelo 5150 de IBM. Y no, no fue así. Hubo algunas notas, aquí y allá, pero nada más; muchos portales lo recordaron tarde a la noche. Esto no es malo. Es bueno. Significa que la damos por sentada. Nadie celebra el aniversario de la manteca, el agua potable o la lamparita. Están ahí. Siempre estuvieron ahí. Pasa lo mismo con esto de que las personas de a pie llevemos en nuestros bolsillos un poder que hasta hace cuatro décadas estaba reservado a los gobiernos de las naciones más poderosas y las grandes compañías. Mi smartphone es el bisnieto de aquella PC enorme, pesada y con un monitor (de la misma marca que mi smartphone) que echaba humo por la parte de atrás.
El cambio fue tan colosal que buena parte de la dirigencia todavía no logra digerirlo. Es como si hubieran pasado varios siglos en el curso de una sola vida. Por eso, para muchos de nosotros aquella época previa a las computadoras económicas e internet está aun muy fresco. Fue fantástico asistir a ese nacimiento, pese al diskette formateado por error y al monitor que explotó luego de diez minutos. Por eso, y porque nos cambiaste la vida, felices 40, PC.
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