La epifanía de apagar el celular
Con algo de pudor confieso que no hace mucho tiempo descubrí la posibilidad de no responder a todos los mensajes o tuits que recibo. Al momento de dejar pasar un mensaje, incluso cuando alguien dice algo equivocado, me inunda una profunda sensación de libertad.
Sobre adicción a la tecnología ya se escribió mucho. Muchísimo. Pero no estoy seguro de que el mensaje sea siempre efectivo. Leo sobre clínicas de rehabilitación para la adicción a la tecnología y no puedo más que pensar en que debe haber un largo camino entre andar pegado al celular y autodiagnosticarse un trastorno psicológico.
La cronología de la historia de los celulares siempre se me confunde. Siempre le agrego años, como si desde hace décadas que todo el mundo tiene smartphone, como si no fuera que apenas 10 años salió el iPhone. Cabe recordar que hasta hace 5 o 6 años los SMS todavía tenían sentido y no todos usaban WhatsApp.
Por aquellos años remotos, de las únicas personas que hubiéramos esperado atención permanente al teléfono eran los médicos. Ahora es como si todos estuviésemos de guardia. En inglés se habla de “fear of missing out” o FoMO, que no es más que el terror a perderse de algo de lo que está pasando. Suena un poco fuerte hablar de miedo o fobia, pero explica perfectamente por qué ponemos en riesgo nuestra vida por responder un mensajito.
El celular nos hace bien, literalmente. Recibimos una notificación y se desencadena todo un proceso fisiológico que resulta en placer. Y como con cualquier mecanismo de estímulo y recompensa, volvemos a él constantemente. Siempre hay una foto más de un gatito que no vimos. Lo que sea que tengamos que hacer puede esperar.
Pero son estas mismas notificaciones las que se vinculan con el estrés. No podemos abandonar el estado de guardia si estamos expectantes a la llegada de otro correo, otra respuesta, un like, algo que exige nuestra atención. Que por defecto el correo pueda interrumpir lo que sea que estemos haciendo, no significa que deba hacerlo.
Algún tiempo atrás, en una reunión como cualquier otra, conocí a un profesor que tenía la costumbre de revisar el correo una sola vez al día, por la mañana. Lo recuerdo a la perfección precisamente porque fue la única vez que escuché algo así. Quizá una de las virtudes de la era del dial-up era que forzosamente nos obligaba a distinguir entre el tiempo online y el offline. Conectarse era algo que debíamos hacer, y no el estado por defecto de nuestras vidas.
En octubre de 1943, en una reunión para discutir la reconstrucción de la Cámara de los Comunes destruida en un bombardeo, Winston Churchill dijo: “damos forma a nuestros edificios y luego nuestros edificios nos dan forma a nosotros.” Esta idea, de que moldeamos los espacios físicos (y virtuales) que habitamos y luego ellos cambian la forma en que vivimos, se nos hace obvia al detenernos en cómo la tecnología digital se hace presente en la vida cotidiana.
A veces el interés por hacer crítica de la tecnología surge justamente de que no necesita ayuda de nadie para demostrar sus méritos. Se nos hace imposible pensar en un mundo que de un momento a otro perdiera las posibilidades que lo digital abre. Pero el ritmo con el que lo digital abre maneras en que puede afectar la forma en que vivimos es mucho mayor que el ritmo al que podemos evaluar si esa es la forma en que queremos vivir. Es esperable que cada tanto perdamos el compás.
Desde hace algún tiempo pienso en comprar un reloj despertador para dejar de dormir con el celular en la habitación. Austin Kleon, el cleptómano creativo, cuenta que cuando un amigo se quejaba de estar agotado de despertarse con noticias horribles todos los días, le sugirió dejar de despertarse con las noticias. ¿Por qué no elegimos con qué ritual despertarnos en vez de hacerlo con las redes sociales?
Hay días en los que necesito apagar el celular. O, al menos, indicarle que no me moleste. Tan solo la pavada de reconocer que a partir de un momento no estamos disponibles hace que entremos en otra frecuencia. De repente es como si un millón de voces se callaran. No es que el silencio no estuviera antes, es que de un momento a otro se hace presente. Quizá, aunque la soledad de la desconexión nos de algo de vértigo, abandonar la conversación por un rato no sea tan terrible.
Quizá la función del celular que más dejamos de lado es la de apagarlo.