La economía de los eufemismos
En California avanza una ley que apunta a reconocer a los conductores de plataformas como Uber o Lyft como empleados formales y no como trabajadores independientes. Si bien aún resta la aprobación final del gobernador, esta iniciativa podría abollar el modelo de negocios de estas empresas, en tanto sus obligaciones frente a sus —ahora— empleados pasarían a ser mayores.
Pero en Uber no parecen estar muy preocupados. Tony West, jefe de asuntos legales de la compañía, dice que esta nueva legislación no es nada más que un criterio de evaluación para reconocer o no a alguien que trabaja para una empresa como un empleado o como un trabajador independiente: "Solo porque ahora sea más difícil no significa que no vayamos a pasar el examen".
Lo que la evaluación se propone identificar es si un trabajador tercerizado es en realidad un empleado de forma encubierta. Para determinarlo se evalúan tres condiciones: i) que trabaje por fuera del control de la empresa, ii) que su trabajo no sea central al modelo de negocios de dicha empresa, y iii) que tenga un negocio independiente dentro de la misma industria. De no cumplir con las tres condiciones se lo considera un empleado al que hay que pagarle cargas sociales, salario mínimo, horas extra y demás obligaciones.
La aparente falta de preocupación de Uber viene de un mantra que la compañía ha repetido hasta el hartazgo desde su mismísimo origen: no es una empresa de transportes sino una de comunicaciones, que resulta conectar a personas que quieren viajar con personas que quieren transportarlas a cambio de dinero. Es por esto que "transportar personas" no es estrictamente central al negocio de Uber, una supuesta empresa de tecnología como cualquier otra. Sí, sí, claro.
Esta negación de tal obviedad es una demostración loable de malabares discursivos, una capacidad para zafarse de una camisa de fuerza retórica solo comparable con las proezas de Harry Houdini. Pero sobre todas las cosas se trata de un recurso argumentativo que ha sido cuestionado —si no refutado— también desde el día uno. Ya a fines de 2017, concluyendo un largo proceso de discusiones, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea estableció que Uber no se trataba de un "servicio de la sociedad de la información", pero tampoco de un "servicio de transporte" análogo al taxi. En cambio, propuso que la compañía fuera considerada un "servicio en el ámbito de los transportes".
Lo que iniciativas legislativas como la AB5 de California traen a primer plano, sin embargo, es que no solo exponen a las empresas de la "gig economy" —o "economía de changas" como algunos dicen — a demandas por parte de particulares sino también por parte de ciudades y estados. Históricamente eran los trabajadores quienes podían demandar a las empresas por clasificarlos como contratistas y no empleados, pero esta nueva ley enfrentaría a las empresas con las ciudades mismas.
Consecuencias inesperadas
No solo eso, sino que los nuevos criterios de clasificación también aplicarían a industrias y negocios previos al capitalismo de apps, como bodegas, franquicias, e incluso iglesias y sinagogas, que en muchos casos temen no poder costearse tener como empleados a los sacerdotes y rabino s. En California hay al menos un millón de trabajadores independientes —estilistas, conserjes, albañiles, etcétera— que podrían caer bajo el alcance de esta nueva legislación.
La aprobación de una ley así sin contemplar la diversidad de situaciones a las que aplica bien podría desencadenar consecuencias inesperadas. Considerando la confianza que Uber tiene de que esta ley no le aplique, preocupa el riesgo de que en realidad termine afectando a una miríada de trabajadores cuyos horarios, tareas e incluso su seguridad laboral podrían alterarse. Esto es algo que incluso señalan algunos de los grupos que luchan por los derechos de los conductores de Uber y Lyft: caer bajo la definición de empleados podría quitarles la flexibilidad horaria de la que hoy disfrutan.
Economía de los eufemismos
Hay algo más, sin embargo, que nunca cesa de inquietarme. Con cada nueva app que aparece, tanto en otros mercados como en Argentina, se me hace imposible dejar de notar cómo la "economía de las changas" es más bien una suerte de economía de los eufemismos. Hasta la legislación AB5 en California conlleva en última instancia una discusión acerca del lenguaje que usamos para referirnos a las personas que trabajan para estas apps, aquello que hacen y el modelo de negocios que con su trabajo hacen posible.
Uber no tiene conductores empleados sino "socios conductores", sus pasajeros no pagan por el servicio sino que "comparten viajes" y la empresa misma no está en la industria del transporte sino en la de la comunicación, Airbnb no es una empresa hotelera sino una que habilita una "red peer-to-peer (P2P)" entre quien tiene una habitación y quien quiere pagar por una, Rappi no tiene repartidores sino "rappitenderos" que no trabajan sino que "comparten" su tiempo a cambio de dinero, y todas estas tareas no son otra cosa que "changas", incluso cuando se trata de una fuente de ingresos indispensable.
Recordemos que hasta hace no mucho tiempo al despliegue de esta economía de las apps se la llamaba "economía colaborativa", suscitando la ira de quienes laboriosamente y desde hace décadas impulsan la cultura libre. Lo que con esto logran es manipular y desorientar aprovechándose de las asimetrías en la circulación de información y su poder sobre la misma.
Lo que el capitalismo de apps promueve es en última instancia un sutil retroceso sobre las conquistas en materia de derechos laborales y regulaciones, pero siempre sonando como si se tratara de una nueva tendencia. Ser nuestro propio jefe siguiendo las instrucciones de algoritmos cuyo funcionamiento nos es vedado se hace ver así como si fuera algo que nos convierte en rockstars. Pero lo que se terminan ocultando son las relaciones de poder tras un velo de empoderamiento y emprendimiento. "Ser nuestro propio jefe", no es más que otro gastado eufemismo para la explotación.
Al menos en la actualidad, esta "economía de las changas" no solo es una desfachatada economía de los eufemismos, sino ella misma un desvergonzado eufemismo para la precarización laboral.