¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? No lo sabemos todavía, pero el título de la novela de Philip K. Dick, publicada en 1968, se vuelve ahora una pregunta acuciante. Aunque la obra, originalmente, sitúa la acción en 1982, su versión cinematográfica, Blade Runner, de Riddley Scott, la ubica en 2019. Ya casi estamos ahí.
En 2018, la inteligencia artificial (IA) se instaló en el discurso público. Aunque la disciplina tiene más de 60 años, solo recientemente hemos conseguido suficiente poder de cómputo en máquinas lo bastante pequeñas para que la IA sea viable fuera de las fábricas y otros sectores industriales. Eso, y algoritmos refinados que son capaces de resolver problemas con una agudeza inconcebible y aprender cosas a una velocidad escalofriante. Watson, el sistema de aprendizaje automático de IBM, es capaz de leer un millón de libros por segundo. La IA venció al campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov en 1997, y casi veinte años después derrotó a los máximos exponentes del go, un juego que se creía estaba más allá de las destrezas de las computadoras. En octubre, Christie’s subastó un retrato titulado El Barón de Belamy; había sido pintado por un algoritmo. Con una base de 7000 dólares, terminaron pagando por él US$ 432.500.
No porque sí, este fue el año en el que aceptamos la inteligencia artificial como algo de todos los días.
¿Pero sueñan las máquinas? El entusiasmo por la IA va a la par de nuestra fuerte tendencia al antropomorfismo. Es lógico. El retrato sintético surgió de un software creado por humanos. Deep Blue, la máquina que venció a Kasparov, fue fabricada y programada por empleados de IBM. Y la que triunfó en el go es obra de los desarrolladores de Alphabet, el conglomerado del que forma parte Google. Creemos, por lo tanto –y el cine se ha cansado de divulgar ese sofisma–, que las mentes artificiales se parecerán a las nuestras.
La palabra sobre la que rota, sin fin, este sofisma es "mente". Las máquinas carecen de conciencia. La razón es simple. Simulamos inteligencia enseñándoles a las computadoras a resolver problemas bien definidos. Pero carecemos de una buena definición de qué es la conciencia humana, y por lo tanto no podemos simularla.
Además, la conciencia conduce inexorablemente a una paradoja, porque nunca es simulada. Ninguna persona dirá que está simulando ser conciente de sí y del entorno. Por lo tanto, una conciencia perfectamente simulada no sería, por definición, una conciencia verdadera.
Pero, ¿realmente sueñan las máquinas? El asunto parece ser muchísimo más complejo, y lo cierto es que, aunque la programamos nosotros, a veces la IA parece tener otros planes.
Hugo Scolnik, matemático y fundador del Departamento de Computación de la Facultad de Exactas de la UBA, contaba hace unos meses que cuando participaron del campeonato de fútbol robótico de 2002, les enseñaron a sus jugadores artificiales las reglas del deporte. Les fue muy bien y derrotaron al equipo de la fábrica surcoreana de robots por 8 a 1. Luego, analizaron qué habían "pensado" los robots del equipo argentino durante el partido. Y descubrieron que habían sido creativos, desde el punto de vista futbolístico. Pero lo habían sido de una manera no humana. Esto lleva el nombre de comportamiento emergente.
A pesar de los esfuerzos de Hollywood, casi con entera certeza las máquinas no intentarán destruirnos ni se pondrán dócilmente a nuestro servicio. Las mentes sintéticas no se parecen en nada a las nuestras; sus procesos psíquicos nos resultan por completo ajenos; jugar no significa para ellas jugar, y ganar o perder les da exactamente igual. ¿Pero sueñan? No lo sabemos, pero si lo hacen no tienen los mismos sueños que los humanos y es muy probable que el día que se vuelvan concientes nos vayan a ignorar olímpicamente.
En todo caso, utopías y distopías aparte, estamos viviendo en un mundo de ciencia ficción, con máquinas pensantes y autómatas cotidianos. Pero, que se sepa, los únicos que soñamos y nos sentimos embargados por la inspiración somos nosotros. No es poco.