Frankenstein, las gemelas con el ADN editado y la genética de la compasión
Este fue el año de Frankenstein. Se cumplieron 200 años de su publicación y alrededor del mundo se sucedieron incontables celebraciones, exhibiciones y retrospectivas, se publicó todo tipo de análisis, reseña y comentario sobre la obra, y se volvió obsesivamente sobre su eje central: la creación de una vida de forma artificial.
Más allá de sus abundantes adaptaciones al cine, teatro y televisión, son especialmente las tramas filosóficas que nos presenta la obra que escribió una joven Mary Shelley las que mantienen su vigencia. Lejos de ser exhaustivos, podríamos enumerar entre ellas el riesgo de corromper la naturaleza, la centralidad de la ética en la labor científica y, sobre todo, la responsabilidad que esta conlleva.
En la novela, Víctor Frankenstein—el joven médico obsesionado con crear vida—se ve motivado por empujar los límites de la ciencia. En uno de los primeros capítulos recuerda la pregunta que se hacía durante sus estudios: "¿Cuántas cosas podríamos estar a punto de descubrir si la cobardía y el desinterés no entorpecieran nuestra curiosidad?".
Los límites para la ciencia
A medida que las páginas se van sucediendo caemos en la cuenta de que la verdadera obsesión de Frankenstein no era la persecución de su curiosidad sino más bien el ser celebrado como un dios creador. La pregunta que subyace a la trama entera del libro es, quizá, qué pasaría si la ciencia se va de mambo. Qué pasa si toqueteamos algo, si creamos algo que no logramos entender ni logramos controlar. ¿Hay cuestiones en las que la ciencia no debería meterse?
Lo que describe Shelley en su relato hoy calzaría en la disciplina de la bioingeniería, que se dedica a la modificación y desarrollo de sistemas biológicos. Esta aversión a alterar aquello que es natural es lo que se despierta cuando, negligente e injustamente, se cubren en los medios noticias sobre organismos modificados genéticamente. Para el imaginario debemos escaparle a los avances de la bioingeniería al igual que corrían lejos del Monstruo los campesinos en Frankenstein.
Pero como señala Ian Haydon, en la novela es Víctor, el científico, quien sale corriendo despavorido. Bajo esta lectura, el libro de Shelley no es una declaración en contra de la bioingeniería sino más a favor de la importancia de hacernos cargo, seamos científicos o no, de la responsabilidad que implica el desarrollo de la ciencia y la exploración de nuestra curiosidad.
Haydon continúa haciendo notar que Víctor es un mal científico. Esquivo y solitario, está más bien enceguecido por su sed de poder, y es, como supo anticipar, un cobarde que abandona su investigación cuando reconoce que la misma lo supera. Esta caracterización, lejos de ser representativa de la comunidad científica, se encuentra en sus antípodas.
Intervenciones innecesarias
Si lo que Víctor Frankenstein hacía era tomar fragmentos de cadáveres y coserlos entre sí, lo que una bioingeniera hace hoy es lo mismo pero con fragmentos de ADN. De hecho, esto es lo que a fines de noviembre el investigador chino Jiankui He se jactó de haber hecho con el material genético de dos gemelas nacidas unas semanas antes. Si bien sus afirmaciones no pudieron ser comprobadas aún, el rechazo fue prácticamente unánime.
Jennifer Doudna —co-inventora de la técnica utilizada por He conocida como CRISPR-Cas9—, junto a una interminable lista de científicos notables, insistió ante la noticia una vez más con la importancia de evitar usar esta técnica en embriones humanos. A juzgar por la respuesta de sus colegas, lo que He hizo fue "equivocado, prematuro, innecesario y mayormente inútil".
Aquello que Frankenstein llama, injustamente, "cobardía y desinterés" es más bien el sentido de responsabilidad que conlleva la autorregulación de la ciencia. En otras palabras, es desde la propia comunidad científica que se procura instaurar límites a lo que la ciencia debe o no hacer. Y es exactamente en este punto que la imprudencia y temeridad de He se hacen evidentes.
El relato de Shelley, por más de que muchas lecturas perezosas puedan no estar de acuerdo, no es un manifiesto en contra de la ciencia; ni siquiera en contra de la exploración irrestricta de la curiosidad. Es quizá en la segunda parte del título que deberíamos enfocarnos también: "…o el moderno Prometeo".
En el relato griego, Prometeo robó el secreto del fuego para los humanos y fue condenado por ello. Nos otorgó el don de la razón y la ciencia, el arte, el lenguaje, entre otras interpretaciones. Nos dio la capacidad de pensar por nosotros mismos y de crear cosas que no existen en la naturaleza, un privilegio otrora exclusivo de los dioses.
La caja de Pandora
Pero también este regalo resultó en su uso para la destrucción, suscitando el enojo de Zeus, que envió a Pandora con una caja que no se suponía que debía abrir. La curiosidad así quedaba directamente vinculada con la razón, como un potencial camino a la destrucción. El paralelismo con la obra de Shelley, con sus inesperados giros trágicos, es más que evidente.
Sin embargo, es un error asumir que el relato es un relato anticiencia. Al contrario, Frankenstein, como nos recuerda Tim Madigan, es una exploración ética de la compasión. "[Su] impulso por usar su conocimiento científico para crear nuevas formas de vida no estaba mal en sí mismo, pero no estaba templado por un sentido de necesidad de conectarse con otros seres humanos. Al no compartir sus hallazgos, (…) Frankenstein sembró las semillas de su propia destrucción".
No debemos estirar tanto la analogía, por supuesto, porque nadie está diciendo que He haya creado un monstruo ni mucho menos. Pero sí es cierto que las consecuencias de sus experimentos para las mellizas podrían incluir dificultades en el aprendizaje e incluso mayor vulnerabilidad ante ciertas enfermedades. Estas consecuencias no son sorprendentes, y de hecho han sido contempladas por años.
Sin importar cuál sea la lectura que hagamos de Frankenstein, algo se hace insoportablemente claro: a veces no está mal incluir algo de literatura clásica en la currícula científica.